El humo del cigarro flotaba como una serpiente perezosa entre las penumbras del despacho. La habitación era pequeña, con paredes cubiertas de madera vieja y una sola ventana tapada por una cortina gruesa. El reloj marcaba las 02:43 de la madrugada, pero ninguno de los dos hombres allí presentes parecía tener prisa. Para ellos, el tiempo no funcionaba igual. Lo medían en sangre, en secretos, en control.
Cristóbal Acuña, el excomisario, se acomodó en el sillón de cuero con un vaso de whisky en la mano. Frente a él, Mauricio Ocampo —alto, elegante, de rostro afilado y ojos como cuchillas— observaba una pizarra improvisada donde estaban pegadas fotos de agentes, informes impresos, rutas marcadas con fibra roja.
—¿Estás seguro de que no nos falta nada? —preguntó Mauricio sin apartar la vista de la pizarra.
—Nuestros ojos en la comisaría nos avisan de cada movimiento —respondió Cristóbal, llevándose el vaso a los labios—. Elizabeth sigue en modo paranoico. Sospecha de todos, pero no sabe a