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capitulo 1: Bajo la lluvia

La lluvia martillaba contra las ventanas polvorientas del pequeño departamento, el repiqueteo constante llenando el silencio apenas roto por respiraciones agitadas. Afuera, Delies City respiraba con un jadeo oscuro: motores rugiendo, risas ebrias, algún grito ahogado que se perdía en la humedad nocturna.

Adentro, en cambio, la atmósfera era más densa, más cargada. Como si el mundo entero se hubiera reducido al espacio entre dos cuerpos entrelazados.

Tomás la tenía contra la pared, una mano aferrando con rudeza la cintura estrecha de Lía, la joven informante que aceptó el encuentro a cambio de algo más que dinero. Ella arqueó la espalda con un gemido entrecortado, sus uñas se clavaron en los hombros desnudos de Tomás, marcando líneas rojas que casi parecían florecer con cada embestida.

—¿Así está bien…? —gruñó él, su voz ronca, cargada de urgencia y dominación.

—Sí… sí, Tomás… —gimió Lía, con un tono que se mezclaba entre placer y un tenue miedo. Sus muslos temblaban alrededor de las caderas del detective.

El sudor resbalaba por el cuello de Tomás, mezclándose con la lluvia que él todavía traía encima, su cabello oscuro pegado a la frente. La luz parpadeante del farol que entraba por la ventana iluminaba el cuerpo joven y firme de Lía, apenas cubierta por un sostén negro que él había empujado arriba, dejando sus pechos saltando contra su pecho con cada empuje.

La tomó del mentón, obligándola a mirarlo, a sentir el peso de esos ojos café que parecían ver más allá del deseo.

—Ahora hablá. —Su tono no era una súplica, era una orden brutal, que vibraba tanto en el aire como dentro de ella.

—¿Qué viste, Lía? ¿Quién carajo estaba ahí cuando mataron a ese tipo en el callejón de Darvin Alley?

Ella respiró entrecortado. Sus labios estaban entreabiertos, húmedos, su respiración mezclada con el gemido que no podía contener. Tomás la empujó más fuerte contra la pared, sintiendo cómo su cuerpo reaccionaba al límite entre placer y dolor.

—T-Tomás… si me detenés ahora, no voy a poder… —sollozó, cerrando los ojos, con una sonrisa que era casi sucia.

Él dejó escapar una risa baja, oscura.

—No voy a detenerme. Pero vas a hablar mientras te corro… o vas a gritar el nombre de otro y ahí sí, te juro que paro. ¿Entendiste?

Su mano libre bajó, entre los cuerpos sudorosos, hasta el punto donde la tenía abierta y caliente para él. Lía soltó un grito ahogado, un “¡Dios!” que no sonaba religioso para nada, y movió sus caderas buscando más.

—Vi… vi algo —consiguió decir con la voz quebrada, sus dedos crispándose contra el cuello de Tomás—. Un auto negro, sin patente. Bajaron dos tipos… y… y el que bajó primero, tenía un tatuaje en el cuello. Como… como un cuervo.

Tomás se detuvo apenas un segundo, sus ojos fijos en los de ella. Luego sonrió, un gesto torcido que decía que esa pista valía oro.

—¿Un cuervo, eh? —murmuró, y volvió a mover las caderas, con un ritmo más lento, castigándola con la lentitud. Lía gimió, su cabeza cayendo hacia atrás, el cabello castaño pegándose al yeso húmedo de la pared.

—¡S-sí! ¡Oh Dios… sí! —gritó ella, sin que quedara claro si respondía a su pregunta o a lo que él hacía con su cuerpo.

Tomás bajó el rostro hasta su cuello, mordiendo con fuerza suficiente para que Lía soltara un alarido. Sus manos estaban en todos lados: apretando un pecho, hundiéndose entre sus muslos, tirando de su cabello. Cada toque suyo era una promesa rota, cada gemido de ella era un pequeño triunfo personal.

—¿Algo más, nena? —susurró contra su oreja, lamiendo luego el lóbulo con un trazo húmedo.

—S-se llevaron algo… del cuerpo. —Lía respiraba como si estuviera corriendo—. No sé qué era. ¡Juro que no sé!

—Tranquila… —dijo él, con voz peligrosa. Luego la levantó, casi sin esfuerzo, haciendo que enroscara las piernas alrededor de su cintura. La embistió con fuerza, arrancándole un grito tan alto que seguramente alguien en la calle se preguntaría si era placer o asesinato.

Se movió dentro de ella sin ningún pudor, acelerando, con golpes secos que hacían retumbar la pared. Las manos de Lía arañaron su espalda, bajaron hasta su trasero, empujándolo aún más contra ella. Había algo casi violento en la forma en que se buscaban, una necesidad mutua de lastimarse para sentir algo más profundo.

Cuando llegó el momento, Tomás hundió el rostro en el cuello de Lía y dejó que un gemido gutural escapara de su garganta. Ella se arqueó, temblando, sus músculos apretándolo como si no quisiera soltarlo jamás.

Por unos segundos, solo quedó el latido acelerado de sus corazones, el golpeteo de la lluvia y el olor del sexo llenando el pequeño cuarto.

Finalmente, Tomás la bajó con suavidad, aunque sus manos todavía recorrían su cuerpo, casi como si evaluara si quedaba algo más por extraer.

—¿Estás bien? —preguntó con un tono extraño, casi tierno, que Lía no esperaba. Sus ojos verdes parpadearon confusos.

—Sí… —susurró ella, apoyando la frente contra su pecho—. ¿Lo vas a atrapar, verdad? Al del cuervo…

—Voy a hacer algo mejor —respondió él, acariciando su cabello húmedo—. Voy a hacer que me diga por qué m****a lo hizo antes de romperle la cara.

Lía esbozó una sonrisa cansada.

—Sos un monstruo, Tomás.

—A veces hay que serlo, hermosa —replicó él, besándola apenas en la frente antes de apartarse.

Se vistió con la rapidez de alguien acostumbrado a irse sin mirar atrás. En cuanto se ajustó la funda del arma al cinturón, su rostro cambió: volvió a ser el detective frío, el que sabía moverse entre cadáveres y mentiras.

Antes de salir, se detuvo en la puerta, lanzándole una última mirada.

—No abras a nadie más esta noche. Ni aunque te prometan el puto cielo.

Lía asintió, abrazándose a sí misma, su cuerpo todavía marcado por sus manos.

—Tené cuidado, Tomás.

Él solo alzó una ceja, con esa sonrisa torcida que significaba que el peligro era su combustible. Luego salió al pasillo oscuro.

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Delies City lo recibió de nuevo con un murmullo gris. Las luces bailaban sobre el asfalto mojado, las sirenas ululaban a lo lejos. Tomás caminó con paso firme, encendiendo un cigarrillo mientras el agua le pegaba en el rostro.

Un cuervo en el cuello. Eso era algo. No una certeza, pero un hilo del que podía tirar.

Sabía dónde empezar a buscar. En el distrito industrial, había un bar llamado “The Hollow”, un antro para camioneros, matones y traficantes. Si alguien con un tatuaje tan distintivo andaba por ahí, el Hollow era el lugar.

Se subió a su auto, un sedán negro de motor ronco, y puso en marcha. Mientras el cigarrillo ardía entre sus labios, pensó en lo que acababa de hacer con Lía. No se arrepentía. Nunca lo hacía. El sexo era una herramienta, una droga, un alivio.

Pero a veces —solo a veces— se preguntaba si había una parte de él que todavía deseaba algo más. Algo que no fuera solo transpiración, gemidos y culpas compartidas.

Sacudió la cabeza, encendió la radio con un golpe seco. Blues rasposo llenó el auto, perfecto para la tormenta. Perfecto para Delies City. Perfecto para un hombre como Tomás.

Pisó el acelerador, dejando atrás los edificios descascarados. El misterio apenas empezaba, y ya podía oler el peligro.

Y el peligro tenía un perfume dulce, con sabor a sangre y secretos.

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