La noche había caído con un peso extraño sobre la ciudad. Tomás atendió el llamado de Rosario sin imaginar lo que aquella reunión terminaría despertando en él. La mujer lo esperaba en su departamento, vestida con una camisa blanca apenas abrochada, copa en mano y mirada encendida. Tenía información —eso dijo—, pero también tenía algo más: un deseo contenido que había ido creciendo desde el día que Tomás apareció en su vida con preguntas peligrosas.
—Gracias por venir —murmuró Rosario, acercándose a él.
—¿Qué tenés? ¿Qué sabés? —preguntó Tomás, serio, incómodo, sabiendo en lo profundo que no debía estar allí.
—Antes... —dijo ella, dejando la copa sobre la mesa— ...deberías relajarte. Sé que estás agotado. Y sé que pensás en mí, aunque te hagas el duro.
Tomás la miró. Por un momento quiso retroceder, marcharse. Pero el cansancio, el fuego, la tensión de los días y los silencios acumulados lo empujaron hacia ella. Se besaron. Rosario lo desnudó con los dedos, lo empujó al sillón y se mon