En el frenético Hospital General de San Juan, Puerto Rico, Valeria Cruz, una cardióloga brillante pero con el corazón herido, jura no volver a enamorarse tras una traición. Su mundo se tambalea cuando conoce a Diego Rivera, un cirujano ortopédico cuya mirada ardiente despierta en ella un deseo imposible de ignorar. Cada roce en el quirófano, cada conversación a medianoche, enciende una pasión que amenaza con consumirla. Pero un secreto detona todo: Diego está comprometido con otra. Devastada, Valeria intenta dejar atrás a Diego, pero su corazón no obedece. Cuando Luis Morales, el exnovio que destrozó a Valeria, ahora director del hospital, reaparece con promesas de redención, Valeria se encuentra atrapada en un torbellino de celos y deseo. En un intento por sanar, comienza una relación con Luis, pero las noches con Diego, clandestinas y prohibidas, la arrastran a un romance que no puede controlar. Entre guardias agotadoras y un paciente que une sus destinos, Valeria enfrenta una verdad dolorosa: ninguno de los dos puede darle la libertad que anhela. Con el corazón roto, Valeria toma una decisión radical: dejarlos a ambos y huir de Puerto Rico. Cuatro años después, en un giro del destino, se reencuentra con Diego en un congreso médico. Las heridas del pasado aún laten, pero también lo hace la chispa que nunca se apagó. ¿Podrán Valeria y Diego finalmente vivir su amor, o el peso de los secretos los separará de nuevo? Arder en silencio es una novela que te atrapará con su pasión, drama y un viaje de autodescubrimiento. Lee ahora en Buenovela y déjate llevar por los latidos prohibidos.
Leer másEl quirófano número tres del Hospital General de San Juan vibraba con una energía tensa, un ballet de precisión donde cada movimiento era una cuestión de vida o muerte. Las luces quirúrgicas bañaban la sala en un resplandor frío, reflejándose en los instrumentos de acero alineados con meticulosidad. El zumbido de los monitores se mezclaba con el siseo rítmico del ventilador mecánico, mientras el olor a antiséptico impregnaba el aire. En el centro, un paciente politraumatizado yacía en la camilla, su cuerpo maltrecho por un accidente de tránsito que había fracturado su mundo en pedazos.
Diego Rivera, de treinta años, con el cabello oscuro oculto bajo un gorro quirúrgico y los ojos color avellana enfocados como un halcón, dirigía la operación. Sus manos, enfundadas en guantes estériles, se movían con la destreza de un escultor, estabilizando una fractura pélvica compleja. Era un cirujano ortopédico prodigioso, conocido en el hospital por su talento y un carisma que hacía girar cabezas en los pasillos. Pero ahora, en el quirófano, no había espacio para el encanto; solo para la precisión.
—Pinzas de Kelly, por favor —pidió Diego, su voz firme cortando el murmullo de la sala. La enfermera, Sofía, le entregó el instrumento con rapidez, sus ojos siguiendo cada gesto del cirujano. A su alrededor, un equipo de especialistas trabajaba en sincronía: un neurocirujano evaluaba el cráneo, un traumatólogo asistía en las extremidades, y el anestesiólogo, el doctor Ortiz, ajustaba los sedantes desde la cabecera.
—Diego, el tórax está comprometido —dijo el doctor Ramírez, el traumatólogo, con el ceño fruncido mientras observaba una radiografía portátil—. Hay un hemotórax masivo. Necesitamos a un cardiotorácico, ahora.
Diego levantó la vista brevemente, sus manos aún trabajando en la pelvis. El monitor mostraba un ritmo cardíaco errático, y la presión arterial del paciente caía como una piedra. No había tiempo que perder.
—Sofía, llama a cardiología —ordenó Diego, su tono calmado pero urgente—. Que manden a alguien ya.
La enfermera asintió y se dirigió al interfono en la pared.
—Departamento de cardiología, necesitamos un cirujano cardiotorácico en el quirófano tres, emergencia. Politrauma, hemotórax. —Su voz resonó clara, y el equipo volvió a su danza frenética, cada segundo un latido en la cuerda floja.
Pasaron veinte minutos que parecieron una eternidad. Diego trabajaba sin pausa, suturando con precisión milimétrica, pero su mente estaba dividida. El paciente necesitaba más que sus manos; necesitaba un milagro en el tórax. El zumbido del interfono rompió el silencio.
—Cardiología en camino —anunció Sofía, y un murmullo de alivio recorrió la sala.
La puerta del quirófano se abrió con un siseo neumático, y una figura alta y esbelta entró, envuelta en ropa quirúrgica azul. La bata ceñida revelaba una silueta elegante, a pesar de la funcionalidad del atuendo. El gorro y el nasobuco ocultaban su rostro, pero sus ojos almendrados, de un marrón profundo con pestañas largas, brillaban bajo las luces como dos gemas pulidas. Un aroma dulce, una mezcla embriagadora de vainilla y jazmín, se deslizó en el aire, envolviendo a Diego como una caricia invisible. Se quedó inmóvil por un instante, sus manos deteniéndose sobre el paciente, como si el mundo hubiera ralentizado su curso.
—¿Quién es el jefe de sala? —preguntó la doctora, su voz clara pero con un filo altanero que exigía atención. Había un dejo de autoridad natural en su tono, como si el quirófano le perteneciera.
Diego parpadeó, recuperando el control.
—Soy yo, doctor Rivera, ortopedia. —Su voz salió más ronca de lo que pretendía, y se aclaró la garganta—. Paciente masculino, 28 años, politrauma por colisión vehicular. Fractura pélvica estabilizada, pero hay un hemotórax masivo. Necesitamos reparar una lesión cardiotorácica urgente.
La doctora asintió, sus ojos escaneando la sala antes de posarse en el paciente.
—Entendido. Denme el informe completo mientras me preparo. —Se acercó a la mesa de instrumentos, y Sofía, con la eficiencia de una veterana, le ayudó a ponerse los guantes quirúrgicos, el látex encajando perfectamente en sus manos delgadas.
Diego no podía apartar la mirada. Había algo en su presencia, en la forma en que se movía con una confianza casi felina, que lo tenía atrapado. El aroma de vainilla y jazmín seguía flotando, un contraste dulce contra el olor clínico del quirófano. Intentó concentrarse en la pelvis del paciente, pero sus ojos traicioneros volvían a ella, siguiendo la curva de su espalda mientras se inclinaba sobre el tórax abierto.
—Doctora, el hemotórax está drenado, pero hay una laceración en la arteria pulmonar —informó Ramírez, pasando una radiografía. Ella la estudió por un segundo antes de dejarla a un lado.
—Preparen el bypass parcial. Necesito un campo claro —ordenó, su voz cortante pero precisa. Sus manos se movieron con una agilidad que rayaba en lo sobrenatural, navegando el caos del tórax abierto como si estuviera tejiendo una obra maestra. Suturaba con una rapidez que dejaba al equipo en silencio, cada movimiento un testimonio de su destreza. No levantó la vista ni una vez, completamente absorbida por la vida que pendía de sus dedos.
Diego estaba congelado. No era solo su habilidad; era ella. La forma en que dominaba el quirófano, la intensidad de sus ojos almendrados, el aroma que aún lo envolvía. Su corazón latía más rápido de lo que el monitor del paciente jamás podría registrar. ¿Quién eres?, pensó, incapaz de sacudirse la fascinación.
Minutos después, la doctora terminó, anudando la última sutura con un movimiento elegante. El monitor mostró un ritmo cardíaco estable, y un suspiro colectivo llenó la sala. Ella levantó la vista por primera vez, y sus ojos chocaron con los de Diego. Fue como un relámpago, una corriente que lo atravesó de pies a cabeza. Detrás del nasobuco, Diego no pudo verlo, pero una sonrisa fugaz curvó los labios de la doctora, un destello de complicidad que desapareció tan rápido como llegó.
—Gracias a todos por el trabajo en equipo —dijo, su tono suavizándose ligeramente, aunque aún cargado de autoridad. Se quitó los guantes con un movimiento fluido y salió del quirófano, dejando tras de sí un rastro de vainilla y jazmín que parecía aferrarse al aire.
Diego parpadeó, como si despertara de un sueño. El paciente aún necesitaba su atención, pero su mente estaba en otra parte. El doctor Ramírez, a su lado, le dio un codazo.
—Rivera, la operación no se va a terminar sola —dijo, con una ceja arqueada y una sonrisa burlona—. ¿O necesitas que te traigamos un café para despertarte?
Diego forzó una risa, volviendo a sus instrumentos.
—Estoy aquí, Ramírez. —Pero su voz carecía de convicción. Sus manos retomaron el trabajo, pero su cabeza seguía en la doctora, en esos ojos almendrados que lo habían atrapado sin remedio.
—¿Quién era ella? —preguntó, intentando sonar casual mientras suturaba.
El anestesiólogo, Ortiz, soltó una risita desde la cabecera.
—Esa, amigo, era la doctora Valeria Cruz, cardiotorácica. Y déjame decirte algo, Diego: eres un rompecorazones, con esos ojitos y esa sonrisa, pero ella no está en tu liga.
Diego frunció el ceño, intrigado.
—¿Por qué lo dices? —Sus manos se detuvieron un segundo, esperando una respuesta.
Los médicos se miraron entre sí, una complicidad silenciosa pasando por la sala. Ramírez sonrió, pero no dijo nada. Sofía, ajustando un monitor, negó con la cabeza. Ortiz, con una risa baja, rompió el silencio.
—Digamos que Valeria no es de las que caen fácil. Y tiene... historia. —Su tono era críptico, como si guardara un secreto que no estaba dispuesto a compartir.
Diego apretó los labios, su curiosidad ahora un fuego que crecía.
—¿Historia? ¿Qué clase de historia?
Nadie respondió. Ramírez volvió a su trabajo, Ortiz ajustó el ventilador, y Sofía fingió estar ocupada con las gasas. El silencio era ensordecedor, cargado de un misterio que solo alimentaba su fascinación. Diego miró hacia la puerta por donde ella había salido, como si pudiera convocarla de vuelta con solo desearlo.
—Vamos, Rivera, termina esa pelvis —dijo Ramírez, rompiendo la tensión—. Ya tendrás tiempo de soñar despierto.
Diego asintió, pero mientras sus manos volvían al paciente, su mente estaba en otro lugar. En esos ojos almendrados, en ese aroma de vainilla y jazmín, en la doctora Valeria Cruz, que había entrado en su mundo como un huracán y lo había dejado tambaleándose. Algo le decía que ese encuentro no sería el último, y que, de alguna manera, ella ya había cambiado el curso de su vida.
El escritorio de caoba en la oficina de Luis Morales relucía bajo la luz tenue de una lámpara de bronce, impregnado del aroma a tabaco añejo y cera pulida. El teléfono, aún caliente tras la llamada de Ana, yacía como un testigo mudo de su furia contenida. Diego se queda en Miami. Va a establecerse aquí. Las palabras de Ana resonaban en su mente, cada sílaba un clavo que se hundía en su control meticulosamente construido. Sus dedos, elegantes y precisos, se cerraron en un puño, mientras sus ojos, oscuros como un cielo sin estrellas, se clavaban en la silueta de Miami más allá de la ventana, donde las luces parpadeaban como promesas traicionadas.Con un movimiento brusco, marcó el número de su equipo legal. La línea vibró, y una voz seca respondió al instante.—Reúnan a todos en mi oficina —ordenó Luis, su voz afilada como una hoja de obsidiana—. Una hora. Sin demoras.Colgó antes de que la respuesta llegara, su pecho ardiendo con una determinación que no admitía fisuras. Diego Rivera e
El comedor del hotel destilaba opulencia, con candelabros que derramaban luz ámbar sobre las mesas de caoba y un aroma a especias exóticas flotando en el aire. Diego cortaba su filete con precisión quirúrgica, pero sus ojos avellana, encendidos por una determinación feroz, apenas rozaban el plato. Frente a él, Carmen picoteaba su ensalada, su moño plateado capturando reflejos dorados, mientras Ana, con su cabello rubio cayendo en cascadas sobre un vestido escarlata, mantenía una postura tensa, sus dedos tamborileando contra el cristal de su copa de vino. La tensión en la mesa era un hilo invisible, a punto de romperse.Diego dejó el tenedor con un movimiento deliberado, su mirada fija en Carmen.—Mamá, he tomado una decisión —dijo, su voz profunda resonando como un eco en la sala—. Me quedo en Miami. Es aquí donde debo estar. Mañana quiero que me acompañes a ver algunas viviendas.Carmen alzó la vista, sus ojos oscuros parpadeando con sorpresa, pero asintió lentamente, intuyendo el pe
El sol de Miami se derramaba sobre el parque como un manto dorado, tejiendo reflejos en los senderos de grava y los columpios que danzaban al compás de una brisa salada. Diego caminaba junto a Carmen, su madre, con el pequeño Mateo aferrado a su mano, sus pasos cortos y desordenados marcando un ritmo inocente. El aire llevaba un perfume de hierba recién segada y sal marina, entrelazado con la esencia amaderada de Diego, un aroma que parecía anclarlo al presente mientras su alma vagaba hacia Valeria. Carmen, con su moño plateado perfectamente recogido y sus ojos oscuros escudriñando el horizonte, avanzaba con una postura tensa, como si presintiera que el día traería un destello de verdad.Bajo la sombra frondosa de un flamboyán, Diego divisó una escena que le robó el aliento: Clara, la niñera, empujaba un columpio donde una niña de rizos oscuros reía con un gozo puro. A su lado, un niño de facciones gemelas corría tras una pelota, sus mejillas encendidas por la emoción. Diego sintió un
El vestíbulo del hotel en Miami resplandecía bajo la luz de arañas de cristal, el murmullo de las conversaciones mezclado con el tintineo de copas y el aroma a jazmín que flotaba desde los jardines cercanos. Diego estaba sentado en un rincón del bar, su mirada perdida en el vaso de bourbon que sostenía, el líquido ámbar reflejando la tormenta que rugía en su interior. La imagen de Valeria, su voz quebrada en el bar de La Brisa, aún quemaba en su mente, un deseo que lo consumía como brasas bajo la ceniza. No esperaba que la noche trajera más sorpresas, pero el destino tenía otros planes.Un torbellino de voces irrumpió en el vestíbulo, rompiendo su soledad. Diego alzó la vista y su corazón dio un vuelco. Carmen, su madre, avanzaba con paso firme, su cabello plateado recogido en un moño severo, sus ojos oscuros cargados de una autoridad que lo hizo enderezarse instintivamente. A su lado, Ana, con un vestido verde esmeralda que abrazaba su figura menuda, sostenía la mano de Mateo, el peq
El bar La Brisa, a una hora de Miami, destilaba un aroma a madera pulida y sal marina, con el murmullo del océano colándose por las ventanas abiertas. Las luces ámbar bañaban las mesas de caoba, proyectando sombras danzantes sobre el rostro de Valeria, que aguardaba con los dedos entrelazados, el corazón latiendo como un tambor en su pecho. Su vestido negro, ceñido como una caricia, delineaba sus curvas bajo la penumbra, y sus ojos almendrados brillaban con un torbellino de ansiedad y anhelo. Diego la había citado la noche anterior, su voz al teléfono cargada de urgencia: “Te necesito, Valeria. Los niños… ellos merecen saber quién es su padre. Por favor, déjame verte”. Ella había aceptado, no por rendición, sino por la chispa que aún ardía en su alma al escuchar su nombre.Diego entró al bar, su figura alta y atlética recortada contra la luz del atardecer. Sus ojos avellana, encendidos por una mezcla de determinación y deseo, encontraron los de Valeria al instante. Se acercó con pasos
El crepúsculo derramaba un resplandor carmesí sobre Miami, tiñendo las ventanas de la mansión Morales con un fulgor que parecía presagiar sangre. En el comedor, la mesa de roble estaba iluminada por velas titilantes, su luz danzando sobre los rostros de Valeria, Sofía y Gabriel, que reían mientras enrollaban espaguetis en sus tenedores. Valeria, envuelta en una blusa de seda color marfil que se adhería suavemente a su figura, cortaba con precisión quirúrgica un trozo de pan para Sofía, sus manos firmes a pesar del torbellino que rugía en su interior. Cada risa de sus hijos era un ancla, pero también un recordatorio de la prisión que Luis había construido a su alrededor.Luis, sentado en el extremo opuesto, observaba con ojos que brillaban como obsidiana pulida. Su traje oscuro, impecable como siempre, contrastaba con la camisa entreabierta que dejaba entrever un destello de su pecho firme. Sus dedos jugaban con el tallo de una copa de cristal, un gesto lento y deliberado que parecía a
Último capítulo