El Hospital General de San Juan palpitaba con vida al amanecer, sus pasillos un mosaico de urgencias y esperanzas. Diego Rivera caminaba hacia la sala de ortopedia, el eco de sus pasos resonando contra el linóleo pulido. El aire olía a cera fresca y a café recién hecho, un aroma que se colaba desde la cafetería cercana. La luz del sol, apenas despuntando, se filtraba por las ventanas altas, proyectando sombras alargadas que danzaban en las paredes. Diego llevaba su bata blanca desabrochada, revelando una camisa azul que abrazaba su torso definido. Su cabello oscuro, aún húmedo tras una ducha rápida, caía en ondas rebeldes sobre su frente. Pero su mente no estaba en los casos que lo esperaban, ni en el mensaje sin responder de Ana, su prometida. Estaba en Valeria Cruz, la cirujana que había encendido un fuego en él con solo una mirada.
Desde su encuentro en el comedor, Valeria era una presencia constante, un murmullo en su alma que no podía acallar. Sus ojos almendrados, su risa suave, el aroma de vainilla que parecía perseguirlo. Diego sabía que estaba cruzando una línea peligrosa, pero cada paso en el hospital era una búsqueda silenciosa, una persecución impulsada por un deseo que no podía nombrar. Hoy, decidió, encontraría una excusa para acercarse, para romper la barrera que ella mantenía con esa elegancia reservada que lo fascinaba y lo frustraba a partes iguales.
La mañana transcurrió en un torbellino de consultas. Diego revisó radiografías, atendió a un paciente con una fractura de fémur y discutió un caso con un residente. Pero su atención estaba dividida, sus ojos escaneando cada pasillo, cada puerta, con la esperanza de cruzarse con ella. Durante un breve descanso, se dirigió a la sala de estar del personal, un rincón acogedor con sofás desgastados y una máquina de café que nunca dejaba de trabajar. El espacio estaba tranquilo, salvo por el murmullo de una radio que tocaba salsa suave. Diego se sirvió un café, el vapor cálido rozando su rostro, cuando un destello de movimiento captó su atención.
Valeria estaba allí, al otro lado de la sala, junto a una ventana que daba al patio del hospital. La luz del sol la envolvía, haciendo que su cabello castaño brillara con reflejos cobrizos. Era una visión de elegancia natural, parecía moverse por el mundo con una gracia innata. Llevaba una blusa blanca de seda que caía suavemente sobre sus hombros, delineando su figura esbelta, y una falda lápiz negra que acentuaba sus caderas. Un colgante delicado, una pequeña estrella de plata, descansaba en su clavícula, atrapando la luz. Estaba de pie, revisando un expediente, pero su postura era impecable, como si incluso en un momento de pausa dominara el espacio. Sus ojos almendrados escaneaban las páginas con una intensidad que Diego encontraba hipnótica.
El corazón de Diego dio un vuelco, un cosquilleo recorriendo su piel. Dejó la taza en la mesa, su café olvidado, y cruzó la sala con pasos decididos, aunque su pulso traicionaba su confianza.
—Doctora Cruz —dijo, su voz grave rompiendo el silencio—. No esperaba encontrarla aquí.
Valeria levantó la vista, sus ojos encontrando los suyos con una mezcla de sorpresa y cautela. Cerró el expediente con un movimiento elegante, sus dedos largos deslizándose sobre la carpeta.
—Doctor Rivera —respondió, su tono suave pero con un matiz reservado—. Parece que el hospital es más pequeño de lo que parece. —Una sonrisa fugaz curvó sus labios, pero no alcanzó sus ojos, como si estuviera midiendo cada palabra.
Diego sonrió, apoyándose en la mesa junto a ella, su cuerpo inclinado ligeramente hacia el suyo.
—O quizás es el destino —bromeó, su mirada fija en ella, buscando una grieta en su armadura—. Quería agradecerle de nuevo por lo del otro día. Ese paciente no habría salido adelante sin usted.
Ella arqueó una ceja, ajustándose un mechón de cabello tras la oreja. El gesto, simple pero grácil, hizo que Diego contuviera el aliento.
—Solo hice mi trabajo, doctor Rivera —dijo, pero había un brillo juguetón en sus ojos, un destello que lo invitaba a seguir—. Aunque admito que su equipo no estuvo mal.
Diego rió, un sonido cálido que llenó el espacio.
—Eso suena casi como un cumplido, doctora. ¿Debería sentirme halagado? —Se acercó un paso, su colonia amaderada mezclándose con el aroma de vainilla que emanaba de ella. La distancia entre ellos era peligrosa, un espacio cargado de posibilidades.
Valeria lo miró, sus ojos entrecerrándose ligeramente, como si evaluara su audacia.
—Tal vez —respondió, su voz baja, casi un susurro—. Pero no se acostumbre. —Dio un paso atrás, aumentando la distancia, pero la forma en que inclinó la cabeza sugería que no estaba del todo cerrada a su juego.
Antes de que Diego pudiera responder, una enfermera entró, rompiendo el momento.
—Doctora Cruz, la necesitan en la sala de consultas —dijo, ajena a la tensión que vibraba en el aire.
Valeria asintió, recogiendo su expediente.
—Gracias, Carla. —Miró a Diego, su sonrisa ahora más formal—. Que tenga un buen día, doctor Rivera. —Y con eso, salió, su figura elegante deslizándose por el pasillo como una melodía que se desvanece.
Diego se quedó allí, su corazón latiendo con fuerza, una mezcla de frustración y fascinación. Ella era un enigma, una danza de cercanía y distancia que lo tenía atrapado. Pero no estaba dispuesto a rendirse. No aún.
El día avanzó, pero Diego no podía sacudirse la imagen de Valeria. Cada paciente, cada radiografía, era un telón de fondo para su persecución silenciosa. Durante la tarde, decidió probar suerte en la biblioteca médica, un rincón tranquilo en el tercer piso donde los médicos se retiraban para estudiar o redactar informes. El espacio olía a papel viejo y madera pulida, con estanterías altas que se alzaban hasta el techo. La luz suave de las lámparas creaba un ambiente íntimo, y el silencio era roto solo por el roce de páginas.
Diego entró, fingiendo buscar un libro sobre traumatismos óseos, pero sus ojos escanearon las mesas. Y allí estaba ella, sentada en un rincón, inclinada sobre un artículo médico. Llevaba gafas de montura fina, un detalle que lo sorprendió y lo cautivó. Sus dedos tamborileaban suavemente en la mesa, y un mechón de cabello caía sobre su rostro, atrapado en la luz dorada. Era una imagen de concentración, pero también de vulnerabilidad, como si en ese momento, sola con sus pensamientos, fuera más accesible.
Diego se acercó, su corazón latiendo con una mezcla de audacia y nerviosismo.
—Doctora Cruz, ¿es este su escondite secreto? —dijo, manteniendo su tono ligero mientras se detenía junto a su mesa.
Valeria levantó la vista, quitándose las gafas con un movimiento lento. Sus ojos lo estudiaron, y por un instante, Diego sintió que ella veía más allá de su fachada.
—Doctor —respondió, su voz suave pero con un toque irónico—. Parece que tiene un talento para encontrarme. ¿Debería preocuparme?
Él rió, sentándose en la silla frente a ella sin pedir permiso.
—Solo si teme a las buenas conversaciones —dijo, apoyando los codos en la mesa. Sus manos, grandes y cuidadas, descansaban cerca de las suyas, un espacio que parecía vibrar con energía—. ¿Qué lee? ¿Algo que pueda impresionarme?
Valeria inclinó la cabeza, sus labios curvándose en una sonrisa que era más desafío que invitación.
—Un estudio sobre arritmias postraumáticas. No es exactamente una novela romántica, pero tiene su encanto. —Hizo una pausa, sus ojos fijos en los suyos—. ¿Y usted? ¿Qué busca aquí, además de interrumpirme?
Diego sintió el calor subir por su cuello, pero no retrocedió.
—Tal vez busco entender a la mejor cirujana cardiotorácica del hospital —dijo, su voz bajando un tono, cargada de una sinceridad que no pudo ocultar—. O tal vez solo quiero saber qué la hace sonreír.
El aire entre ellos se espesó, un silencio cargado de promesas tácitas. Valeria lo miró, sus ojos brillando con una mezcla de curiosidad y cautela.
—Cuidado, doctor Rivera —dijo, su voz casi un susurro—. No todo lo que brilla es fácil de alcanzar. —Pero no se apartó, no cerró la puerta. Sus dedos jugaron con el borde del artículo, un gesto nervioso que Diego notó con un cosquilleo de triunfo.
Antes de que pudiera responder, el teléfono de Valeria vibró, rompiendo el hechizo. Ella miró la pantalla, su expresión endureciéndose ligeramente. —Debo irme —dijo, recogiendo sus cosas con una eficiencia elegante—. Un placer, como siempre. —Se puso de pie, su figura alta y grácil moviéndose hacia la puerta.
Diego la observó irse, su corazón latiendo con una mezcla de anhelo y frustración. No tan rápido, pensó. Se levantó y la siguió, manteniendo la distancia, pero decidido a no dejarla escapar tan fácilmente. El pasillo estaba concurrido, con médicos y enfermeras moviéndose en un flujo constante. Valeria caminaba con paso firme, su falda delineando sus caderas con cada paso. Diego aceleró, esquivando a un residente con una bandeja de muestras.
—Doctora Cruz —llamó, su voz resonando en el pasillo. Ella se detuvo, girando ligeramente, una ceja arqueada en pregunta.
—¿Sí, doctor? —Su tono era educado, pero había un matiz juguetón, como si disfrutara de su persistencia.
Diego se acercó, deteniéndose a un paso de ella.
—No terminé nuestra conversación —dijo, su sonrisa fácil desplegándose—. ¿Qué tal un café? No en la máquina de la sala de estar, uno de verdad. Hay un lugar en la esquina que hace un cortado que podría hacerla sonreír.
Valeria lo miró, sus ojos escaneándolo con una intensidad que lo hizo sentir expuesto. Por un momento, pareció considerar la oferta, su sonrisa suavizándose.
—Es una oferta tentadora —admitió, su voz baja—. Pero tengo una consulta. Tal vez otro día. —Dio un paso atrás, su elegancia intacta, pero sus ojos no se apartaron de los suyos, dejando una puerta entreabierta.
Diego asintió, su corazón latiendo con fuerza.
—Otro día, entonces —dijo, su voz cargada de promesa. La observó alejarse, su figura desapareciendo tras una esquina, pero esta vez no sintió derrota. Había ganado terreno, aunque fuera un paso pequeño.
La noche trajo una calma relativa al hospital, pero Diego estaba inquieto. Durante una pausa, se dirigió a la cafetería, buscando un momento de respiro. El espacio estaba lleno, con mesas abarrotadas y el aroma a pan tostado flotando en el aire. Ramírez, el traumatólogo, estaba sentado en una esquina, hojeando un periódico. Diego se unió a él, dejando su bandeja con un sándwich a medio comer.
—Te ves como un hombre con una misión —bromeó Ramírez, ajustándose las gafas—. ¿Qué pasa, Rivera? ¿Otro caso complicado o algo más... personal?
Diego sonrió, pero no respondió de inmediato. Sus ojos se perdieron en la distancia, pensando en Valeria.
—Digamos que estoy tratando de entender a alguien —dijo finalmente, su tono evasivo.
Ramírez rió, dejando el periódico.
—Si hablas de Valeria Cruz, buena suerte. Es brillante, pero no es de las que se abren fácil. Hubo un tiempo en que... —Hizo una pausa, su expresión volviéndose seria—. Digamos que no todos la vieron como ahora.
Diego se inclinó, su curiosidad encendida.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué pasó? —Su voz era baja, urgente.
Ramírez suspiró, mirando a su alrededor como si temiera ser escuchado. —Cosas de médicos, Rivera. Un tipo, hace años. La rompió, y no fue bonito. Solo ten cuidado, ¿sí? No es un corazón que se gane fácil. —Se levantó, dando una palmada en su hombro, y se marchó, dejando a Diego con más preguntas que respuestas.
El nombre de Luis Morales no fue mencionado, pero Diego sintió un escalofrío, como si una sombra se cerniera sobre él. Estaba a punto de levantarse cuando una figura entró en la cafetería. Valeria, con una bata blanca sobre su atuendo, se dirigía a la máquina de café. Sus movimientos eran precisos, pero había una tensión en sus hombros, como si cargara un peso invisible. Diego la observó, su corazón acelerándose, pero antes de que pudiera acercarse, una voz resonó en la entrada.
—Valeria —dijo un hombre, su tono autoritario cortando el murmullo. Era alto, con un traje impecable y ojos que cortaban como bisturíes. Valeria se giró, y su rostro palideció, sus manos deteniéndose en la taza de café.
Diego se puso de pie, su instinto gritando.
—¿Quién es usted? —preguntó, su voz firme, pero la mirada de Valeria, cargada de pánico y algo más profundo, dijo más que cualquier respuesta.