El hospital zumbaba con una energía febril, pero para Valeria, el mundo se había reducido a la sala de espera, donde el tiempo parecía congelado. El aire olía a desinfectante y miedo, un recordatorio constante de la fragilidad de Pablo, su sobrino, que yacía al otro lado de la puerta del quirófano. Clara, sentada a su lado, apretaba un pañuelo arrugado, sus ojos hinchados por las lágrimas. Valeria quería ser su ancla, pero su propia alma estaba hecha jirones, atrapada entre la angustia por Pablo y la sombra de Luis, cuya presencia en la cirugía había encendido una alarma que no podía ignorar.
—¿Por qué él? —susurró Clara, su voz rota, casi inaudible—. ¿Por qué Luis tenía que ser el que salvara a mi hijo?
Valeria sintió un escalofrío recorrer su espina dorsal. La pregunta de Clara era un eco de sus propios pensamientos. El tipo de sangre AB negativo, tan raro, era una pieza que no encajaba en el rompecabezas de su pasado con Luis. Recordó las noches en que Clara la había instado a deja