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Capítulo 4: Sombras del pasado

La cafetería del Hospital General de San Juan palpitaba con el bullicio de voces y el choque de platos, pero cuando la voz de Luis Morales rasgó el aire, todo se detuvo. Su tono, afilado como un escalpelo, resonó con un peso que hizo que el corazón de Valeria Cruz se contrajera. 

—Valeria— había dicho, cada sílaba un eco de heridas que ella creía cicatrizadas. Frente a ella, Diego Rivera, con los puños cerrados y los ojos encendidos como brasas, avanzó un paso, su pregunta

—¿Quién es usted?—cargada de un desafío que hacía vibrar el aire. La lluvia golpeaba los ventanales, un redoble que parecía amplificar la tormenta que se desataba entre ellos.

Luis Morales, alto y elegante en un traje gris que parecía cortado a medida, observó a Diego con una calma helada. Sus ojos oscuros, afilados como obsidiana, destellaban con una mezcla de burla y superioridad. Su cabello, peinado con precisión quirúrgica, atrapaba la luz de los fluorescentes, y su presencia llenaba el espacio como una sombra que absorbía la luz.

—Luis Morales, director del hospital —respondió, su voz suave pero con un filo que cortaba como vidrio. Su mirada se deslizó hacia Valeria, posesiva, como si aún tuviera derecho a reclamarla—. Y alguien que conoce a la doctora Cruz de formas que usted no podría imaginar.

Valeria sintió un escalofrío serpentear por su espalda, sus dedos apretando la taza de café hasta que el calor del líquido quemó su piel. El aroma amargo se mezclaba con la colonia especiada de Luis, un olor que la arrastraba a noches de promesas rotas y confianza destrozada. Sus ojos almendrados, siempre fieros, se velaron con un destello de pánico. No ahora. No aquí. Pero el pasado no pedía permiso para irrumpir.

Diego, con los hombros rígidos y la mandíbula tensa, dio otro paso, su figura imponente proyectando un calor protector que contrastaba con el frío que Luis exudaba.

—¿Director? —repitió, su voz cargada de un escepticismo que rayaba en la insolencia—. Eso no explica por qué la doctora Cruz parece querer estar en cualquier lugar menos cerca de usted.

Luis esbozó una sonrisa, lenta y afilada, que no tocó sus ojos.

—No necesito su aprobación, doctor... —Hizo una pausa, evaluándolo como si midiera a un rival—. Rivera, ¿no es así? El ortopédico prodigio. —Su mirada volvió a Valeria, deteniéndose en la tensión de su postura—. Esto es entre ella y yo. Algo que usted no entendería.

El aire se espesó, cargado de una electricidad que amenazaba con estallar. Valeria sintió el peso de ambos hombres, sus miradas chocando como espadas. Sus ojos se encontraron con los de Diego por un instante, y en ellos vio una chispa de protección que la hizo estremecer. Pero no podía permitirse flaquear, no cuando las grietas de su armadura amenazaban con abrirse.

—Luis —dijo, su voz cortante a pesar del nudo en su pecho—. Lo que hubo entre nosotros murió hace años. No queda nada que discutir. —Cada palabra era un esfuerzo, un intento de cortar las cadenas invisibles que él aún intentaba forjar.

Luis inclinó la cabeza, su sonrisa volviéndose más íntima, casi cruel.

—¿Nada? —Su voz bajó, un murmullo que era solo para ella, aunque Diego estaba lo bastante cerca para captarlo—. Recuerdo cuando tu corazón latía por mí, Valeria. Las veces que no deseabas quedarte sola por la noche.

El rostro de Valeria se endureció, sus nudillos blanqueándose contra la taza. Los recuerdos—sus susurros, sus promesas, la traición que la había roto—quemaban como un ácido. Pero no le daría el placer de verla desmoronarse.

—Recuerdas una fantasía —replicó, su voz fría como el acero—. La realidad es que me traicionaste. Y eso no lo olvido.

Diego, que había guardado silencio, sintió una furia visceral subir por su pecho. La forma en que Luis la miraba, como si aún tuviera derecho a ella, despertó un instinto protector que no pudo contener. Se interpuso entre ellos, su cuerpo a centímetros del de Valeria, un muro de calor contra la frialdad de Luis.

—No sé qué pasó entre ustedes —dijo, su voz baja pero cargada de amenaza—, pero está claro que ella no quiere verte. Así que retrocede. Ahora.

Luis lo miró, sus ojos entrecerrándose, evaluando el desafío. Por un instante, la cafetería pareció contener el aliento, la tensión vibrando como un cable a punto de romperse. Luego, Luis soltó una risa breve, carente de calor.

—Valiente, Rivera. Pero estás entrando en un juego que no comprendes. —Se volvió hacia Valeria, su expresión suavizándose en una máscara de falsa ternura—. Sabes dónde encontrarme, Valeria. Cuando estés lista para hablar.

Sin esperar respuesta, giró sobre sus talones y salió, su figura cortando el aire como un filo. El murmullo de la cafetería regresó lentamente, como si el mundo despertara de un trance. Valeria soltó un suspiro tembloroso, la taza temblando en sus manos. Diego la observó, sus ojos avellana buscando los suyos, pero ella mantenía la mirada baja, como si el suelo pudiera esconder su turbulencia.

—¿Estás bien? —preguntó Diego, su voz ahora un susurro suave, desprovista de la dureza que había usado con Luis. Su mano rozó su brazo, un contacto tan leve que era casi etéreo, pero que encendió un calor en la piel de Valeria.

Ella levantó la vista, sus ojos brillando con una mezcla de gratitud y cautela.

—No necesito un caballero, Diego —dijo, pero su tono era frágil, traicionado por el temblor de sus labios—. Puedo manejar a Luis sola.

—No lo dudo. —Diego se acercó un paso, su aroma a cítricos y cuero envolviéndola como una caricia invisible—. Pero no me gusta cómo te miró. Como si aún tuviera poder sobre ti.

Valeria sintió su pulso acelerarse, atrapada en la intensidad de su mirada. Había algo en Diego—una mezcla de fuerza y ternura—que la desarmaba, que la hacía querer confiar, aunque su corazón gritara que no lo hiciera.

—No tiene poder sobre mí —mintió, su voz apenas audible sobre el bullicio de la cafetería—. Pero gracias... por estar ahí.

Diego sonrió, una curva suave que iluminó sus ojos.

—Siempre estaré, Valeria. Aunque no me lo pidas. —Su mano se detuvo a centímetros de la suya, como si dudara en cruzar esa línea invisible. El aire entre ellos vibró, cargado de una promesa que ninguno podía ignorar.

Ella dio un paso atrás, rompiendo el hechizo, aunque cada fibra de su ser anhelaba quedarse.

—Tengo pacientes —dijo, su voz más firme de lo que sentía—. Nos vemos, Diego.

Él asintió, sus ojos siguiéndola mientras ella se alejaba, su figura elegante deslizándose entre las mesas.

—No tan rápido, doctora Cruz —murmuró para sí mismo, una chispa de determinación en su mirada. Sabía que había tocado algo en ella, y no estaba dispuesto a dejarla escapar.

Más tarde, en la quietud de la biblioteca médica, Valeria buscó refugio entre estanterías que olían a papel antiguo y madera pulida. La luz dorada de una lámpara bañaba la mesa donde estaba sentada, un artículo sobre arritmias abierto frente a ella, pero sus ojos apenas registraban las palabras. Su mente seguía en la cafetería, en el enfrentamiento con Luis, en el calor de la presencia de Diego. Sus gafas de montura fina resbalaban por su nariz, y un mechón de cabello castaño caía sobre su mejilla, atrapando la luz como un destello de cobre.

La puerta crujió, y Diego entró, su silueta alta llenando el espacio. Sus ojos la encontraron al instante, y una sonrisa lenta, casi peligrosa, curvó sus labios, como si el destino los hubiera empujado a ese rincón silencioso.

—¿Intentando escapar de mí otra vez? —preguntó, su voz un murmullo cálido que rompió la quietud.

Valeria se quitó las gafas, sus ojos almendrados estudiándolo con una mezcla de cautela y curiosidad. La luz delineaba los contornos de su rostro—la mandíbula definida, el brillo juguetón en sus ojos—, y por un instante, olvidó cómo respirar.

—No estoy escapando —respondió, su tono ligero pero con un filo de desafío—. Solo busco un poco de paz. Algo que parece imposible contigo cerca.

Diego rió, sentándose frente a ella, su cuerpo inclinado hacia adelante, acortando la distancia.

—¿Paz? —dijo, su sonrisa ensanchándose—. Creo que te gusta el caos que traigo, doctora.

Ella sintió un cosquilleo en la nuca, el aire entre ellos cargado de una energía que amenazaba con consumirla.

—Eres demasiado arrogante, Rivera —replicó, pero sus labios se curvaron en una sonrisa traicionera—. ¿Qué buscas aquí? ¿Otra oportunidad para interrumpirme?

Él se inclinó más cerca, sus dedos rozando el borde de la mesa, a centímetros de los suyos.

—Busco entenderte —dijo, su voz baja, cargada de una sinceridad que la desarmó—. Quiero saber qué te hace retroceder, Valeria. Y quiero saber si alguna vez me dejarás acercarme.

El corazón de Valeria se aceleró, sus defensas tambaleándose bajo el peso de su mirada. La biblioteca, con su silencio y sus sombras, era un mundo aparte, un lugar donde las reglas del hospital se desvanecían. Pero el recuerdo de Luis, de su traición, era una cadena que la mantenía anclada.

—No todo es lo que parece, Diego —susurró, sus dedos jugueteando con el borde del artículo, un gesto nervioso que traicionaba su calma—. Hay cosas que no estoy lista para compartir.

—Entonces no las compartas. —Su mano se movió, rozando la suya, un contacto que era a la vez chispa y consuelo. Su piel ardía donde sus dedos se encontraron, un calor que se extendía como un incendio lento—. Solo déjame estar aquí. Contigo.

Ella lo miró, atrapada en la calidez de sus ojos, en la promesa que vibraba en el aire. Por un instante, quiso rendirse, dejar que su calor la envolviera, olvidar el dolor que aún llevaba. Pero su teléfono vibró, rompiendo el momento. Lo revisó, y su rostro se endureció al ver el mensaje: una solicitud de Luis para una reunión en su oficina, con un tono que no admitía negativas.

—Tengo que irme —dijo, recogiendo sus cosas con una eficiencia que ocultaba su tormenta interior. Se puso de pie, su figura elegante moviéndose hacia la puerta.

Diego se levantó tras ella, su voz baja pero firme.

—Valeria, no dejes que él te arrastre de vuelta. Eres más fuerte que eso.

Ella se detuvo, su mano en el pomo, el corazón latiendo con fuerza. No giró, pero sus palabras resonaron en ella como un eco. Salió, dejando a Diego solo en la biblioteca, el eco de su presencia como una melodía que no podía olvidar. Pero mientras caminaba por el pasillo, una figura apareció al final del corredor: una mujer de cabello rubio y ojos claros, con una sonrisa que escondía una pregunta. Ana, la prometida de Diego, había llegado al hospital, y su presencia prometía cambiarlo todo.

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