El quirófano número tres del Hospital General de San Juan había sido un campo de batalla, pero ahora, con la operación concluida, un silencio reverente se asentó como polvo tras una tormenta. Diego Rivera, con las manos aún vibrando por la adrenalina, anudó la última sutura en la pelvis del paciente politraumatizado. El monitor emitía un pitido constante, un canto a la vida que habían arrancado de las garras de la muerte. La sangre, el sudor y el acero dieron paso a un alivio colectivo, pero en el pecho de Diego latía una inquietud que no tenía raíces en la cirugía. Era ella. La doctora Valeria Cruz, cuya presencia había irrumpido en su mundo como un relámpago, dejándolo aturdido.—Buen trabajo, equipo —dijo, su voz profunda cortando el murmullo de la sala mientras se quitaba los guantes quirúrgicos con un chasquido. Sus ojos, color avellana con destellos dorados, recorrieron la camilla donde el paciente, estabilizado, era preparado para ser trasladado a la UCI. Las enfermeras, con mo
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