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Capítulo 5: El filo de la verdad

El pasillo del Hospital General de San Juan se extendía como un río de luz blanca, los paneles reflectantes del techo proyectando un resplandor que parecía amplificar cada latido. Valeria Cruz avanzaba con pasos apresurados, el eco de sus suelas resonando como un metrónomo desbocado. Intentaba escapar de la biblioteca, del susurro profundo de Diego Rivera, de la chispa que su cercanía había encendido en su piel. Pero el mensaje de Luis Morales, aún vibrando en su teléfono como un eco indeseado, la anclaba a un pasado que se negaba a desvanecerse. Reúnete conmigo. Oficina del director. Urgente. Las palabras, secas y dominantes, eran un recordatorio de su poder, un hombre que había destrozado su fe en el amor.

Valeria apretó los labios, su respiración entrecortada mientras guardaba el dispositivo. El aire llevaba un dejo de ozono, como si el hospital estuviera cargado de electricidad estática, pero no podía apagar el recuerdo de Diego—su mirada intensa, su voz que parecía envolver sus defensas. No puedes rendirte, se reprendió, pero su pulso traicionaba su resolución, latiendo con una urgencia que desafiaba la lógica.

Al doblar una esquina, una figura apareció al final del corredor, deteniéndola como un relámpago. Era una mujer, menuda y elegante, con el cabello rubio cayendo en suaves rizos que atrapaban la luz. Sus ojos, de un azul glacial, brillaban con una mezcla de curiosidad y algo más afilado. Vestía una chaqueta de lino color crema que caía con fluidez sobre unos pantalones negros, su estilo sofisticado contrastando con el entorno clínico. Su sonrisa, aunque amable, tenía un borde que puso a Valeria en alerta.

—¿Doctora Cruz? —preguntó la mujer, su voz clara, con un tono que exigía respuesta. Sus pasos, ligeros pero precisos, resonaron como un desafío en el silencio.

Valeria se detuvo, su instinto tensándose.

—¿Sí? —respondió, su voz firme, aunque un torbellino giraba en su pecho—. ¿Quién es usted?

La mujer extendió una mano, un anillo de plata destellando en su dedo.

—Ana Vega —dijo, su sonrisa ensanchándose, pero sus ojos la estudiaban con una intensidad que la hizo erizarse—. La prometida de Diego Rivera.

La palabra prometida fue un golpe, un puñal que atravesó el corazón de Valeria. Su respiración se detuvo, el aire atrapado en un nudo que quemaba. ¿Diego, comprometido? La revelación era un cristal roto, fragmentando los instantes en la biblioteca, la promesa implícita en su voz, el roce que había encendido su piel. Mantuvo el rostro impasible, su entrenamiento médico sosteniéndola, pero sus dedos se cerraron, las uñas clavándose en sus palmas.

—Un placer —mintió, tomando su mano, el contacto frío como el mármol, un contraste con la chispa que Diego había dejado en ella—. No sabía que el doctor Rivera estuviera... comprometido.

Ana ladeó la cabeza, su sonrisa intacta pero cargada de un destello que parecía medir cada reacción.

—No es de los que lo anuncia —dijo, su voz suave pero con un filo que cortaba—. Vine a verlo, pero está ocupado en el hospital, como siempre. ¿Lo ha visto hoy?

Valeria sintió un pinchazo en el pecho, el recuerdo de Diego—su cuerpo inclinado hacia ella, su voz baja y cargada de anhelo—quemando como un secreto que no podía confesar.

—Hace poco —admitió, su tono controlado, aunque su corazón latía con furia—. Está... en el área administrativa.

Ana asintió, sus dedos rozando el borde de su bolso, un gesto que traicionaba una inquietud sutil.

—Es un hombre dedicado —dijo, sus ojos fijos en Valeria, como si buscara una verdad oculta—. Siempre lo ha sido. Por eso confío en él, sin dudar.

La certeza en sus palabras, la implicación detrás de ellas, hizo que Valeria apretara los dientes. Confío en él. Pero la imagen de Diego, su intensidad, la forma en que sus ojos parecían reclamar algo que no le pertenecía, chocaba con la idea de un hombre atado por un compromiso. ¿Cómo había sido tan ciega? ¿Cómo había dejado que su corazón, tan frágil, se inclinara hacia él?

—Tengo una reunión —dijo Valeria, su voz cortante, un escudo contra el dolor que amenazaba con desbordarla—. Ha sido un placer, señorita Vega.

Ana sonrió, un destello de triunfo en sus ojos azules.

—Igualmente, doctora. Espero que nos veamos pronto.

Valeria se alejó, sus pasos rápidos, el corredor un borrón de luz y reflejo. El mensaje de Luis aún pesaba en su bolsillo, pero ahora Ana dominaba su mente, su presencia una advertencia de que Diego era un deseo prohibido. Estúpida, se recriminó, el eco de sus pasos resonando como un lamento.

La oficina de Luis Morales era un enclave de autoridad, un contraste con el caos del hospital. Los ventanales dejaban entrar el murmullo de la lluvia, el océano un lienzo de gris revuelto. El escritorio de vidrio, pulido hasta reflejar como un espejo, estaba iluminado por una lámpara de líneas afiladas, y el aire olía a papel nuevo y una nota picante que le pertenecía a él. Luis estaba de pie junto al ventanal, su figura alta envuelta en un traje gris pizarra, su postura tan deliberada como un ajedrecista antes de un jaque.

—Tardaste —dijo, su voz grave resonando sin volverse, un matiz de dominio que la hizo tensarse.

Valeria cerró la puerta, el sonido seco un desafío silencioso.

—No estoy aquí por voluntad propia, Luis —replicó, su tono afilado, cada palabra un esfuerzo por mantener la distancia—. Dime qué buscas y acabemos con esto.

Él giró, sus ojos oscuros atrapándola con una mirada que la hacía sentir vulnerable, como si pudiera ver cada cicatriz que ella ocultaba.

—Sigues siendo la misma Valeria, siempre a la defensiva. —Avanzó, sus pasos lentos, como si saboreara el espacio que se estrechaba—. Quiero hablar de lo que fuimos. De lo que aún podemos ser.

Ella soltó una risa amarga, el sonido cortando el aire como un cristal roto.

—¿Fuimos? —Su voz era hielo, pero sus manos temblaban, traicionadas por un dolor que aún sangraba—. Lo único que fuimos fue una mentira, Luis. Y no estoy aquí para revivir tus ilusiones.

Luis se detuvo a un paso, su presencia llenando el espacio, su aroma picante envolviéndola como un recuerdo envenenado.

—Éramos pasión, Valeria —dijo, su voz baja, casi seductora—. Cometí errores, sí, pero ahora tengo el control. Este hospital es solo el comienzo. Y tú... podrías estar aquí, conmigo.

La audacia de sus palabras fue un latigazo. Pero antes de que pudiera responder, la imagen de Ana irrumpió en su mente—su elegancia, su confianza, su anillo destellando como un aviso—seguida por Diego, su intensidad, su promesa rota. Los dos hombres, tan opuestos, eran un torbellino que la desgarraba.

—No soy tu premio —siseó, su voz temblando de furia contenida—. Y no estoy aquí para tus ambiciones. —Dio un paso atrás, buscando la salida.— Quédate con tu reino, Luis. No me interesa.

Luis sonrió, un gesto afilado que no tocó sus ojos.

—Puedes huir ahora, pero no siempre lo harás. —Su tono era una promesa oscura—. Te encontraré, Valeria. Siempre lo hago.

Ella salió, el portazo un eco de su resolución. Pero mientras el ascensor la llevaba abajo, el peso de Ana, de Luis, de Diego, la aplastaba. Sus dedos temblaban, su aliento entrecortado por una rabia que no podía liberar. Necesitaba un refugio, aunque fuera fugaz.

El cuarto de descanso era un oasis precario, un rincón donde el bullicio del hospital se desvanecía. La luz suave de una lámpara proyectaba sombras difusas sobre los sillones gastados. Valeria se dejó caer en uno, su cabeza inclinada, los ojos cerrados. El aire olía a tinta seca y un dejo de olvido, pero no podía borrar el eco de Diego, la frialdad de Luis, la presencia de Ana.

La puerta susurró al abrirse, y Diego entró, su silueta alta llenando el umbral. Sus ojos la encontraron al instante, y por un segundo, el cansancio de su turno pareció desvanecerse. Llevaba la camisa desabotonada en el cuello, el cabello oscuro revuelto como si reflejara su propia tormenta.

—Valeria aquí estás —dijo, su voz baja, atravesando el silencio como un murmullo cálido. Se acercó, sentándose a su lado, su presencia un contraste palpable con el vacío que ella sentía. —¿Qué pasó? Te veo... destrozada.

Ella abrió los ojos, su mirada chocando con la suya. Sus ojos, parecían desenterrar cada herida que ocultaba, y eso la aterrorizaba.

—No hagas eso —susurró, su voz quebrada por el peso de la verdad—. No actúes como si no hubiera nada entre nosotros, Diego, cuando estás comprometido.

Diego palideció, sus ojos ensanchándose con una mezcla de sorpresa y culpa.

—¿Ana? —dijo, su voz baja, como si el nombre quemara—. ¿La conociste? Valeria, no es...

—No hay peros aquí —lo cortó, poniéndose de pie, su corazón latiendo con una furia que amenazaba con consumirla—. Conocí a tu prometida, Diego. ¿Qué era yo para ti? ¿Un momento de distracción?

Él se levantó, su rostro una máscara de angustia.

—No eres una distracción —dijo, su voz grave, cargada de una intensidad que la hizo temblar—. Eres... algo que no puedo ignorar, Valeria. Ana y yo... es complicado. Déjame explicarte.

Ella retrocedió, el espacio entre ellos un abismo que dolía más que cualquier palabra.

—Complicado no es suficiente —siseó, sus ojos brillando con lágrimas que no dejaría caer—. No puedo ser parte de esto, Diego. No otra vez.

Antes de que él pudiera responder, salió, la puerta cerrándose con un golpe seco. Pero mientras corría por el pasillo, el eco de su voz, la imagen de Ana, y el peso de Luis se entrelazaban, un nudo que la asfixiaba. Y en un quirófano al otro lado del hospital, una emergencia estaba a punto de sacar a Diego de su tormento, llevándolo a un caso que cambiaría todo lo que creía saber sobre su corazón.

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