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Capítulo 2: El eco de su aroma

El quirófano número tres del Hospital General de San Juan había sido un campo de batalla, pero ahora, con la operación concluida, un silencio reverente se asentó como polvo tras una tormenta. Diego Rivera, con las manos aún vibrando por la adrenalina, anudó la última sutura en la pelvis del paciente politraumatizado. El monitor emitía un pitido constante, un canto a la vida que habían arrancado de las garras de la muerte. La sangre, el sudor y el acero dieron paso a un alivio colectivo, pero en el pecho de Diego latía una inquietud que no tenía raíces en la cirugía. Era ella. La doctora Valeria Cruz, cuya presencia había irrumpido en su mundo como un relámpago, dejándolo aturdido.

—Buen trabajo, equipo —dijo, su voz profunda cortando el murmullo de la sala mientras se quitaba los guantes quirúrgicos con un chasquido. Sus ojos, color avellana con destellos dorados, recorrieron la camilla donde el paciente, estabilizado, era preparado para ser trasladado a la UCI. Las enfermeras, con movimientos precisos, desconectaban los monitores, y el doctor Ramírez, el traumatólogo, revisaba una última radiografía. Diego se despojó de la bata empapada, el tejido pegándose a su piel como una segunda dermis. El aire del quirófano, cargado de antiséptico, parecía insuficiente para llenar sus pulmones.

Mientras el paciente era retirado en la camilla, Diego salió del quirófano, el siseo de la puerta neumática marcando su escape. El pasillo, iluminado por fluorescentes parpadeantes, era un contraste frío contra el calor de la sala. Sus pasos resonaron, cada uno llevando el peso de una esperanza irracional: encontrar a Valeria. Ese aroma a vainilla y jazmín aún lo perseguía, impregnado en su memoria como una caricia que no podía soltar. ¿Dónde estás?, pensó, mientras se dirigía a los vestidores de los médicos, su corazón latiendo con una urgencia que no entendía.

El vestidor masculino estaba desierto, un mausoleo de casilleros grises y bancos desgastados. El olor a desinfectante se mezclaba con el de sudor y loción barata. Diego abrió su taquilla, su mirada escaneando el espacio, buscando, absurdamente, una señal de ella. Pero solo había silencio, roto por el goteo lejano de una ducha. Se quitó el gorro quirúrgico, dejando que su cabello oscuro, ligeramente ondulado, cayera sobre su frente. Frente al espejo, su reflejo le devolvió un rostro agotado: ojeras marcadas, mandíbula tensa, hombros anchos que aún soportaban el peso de la noche. Sus manos, grandes pero meticulosamente cuidadas, con uñas cortas y dedos largos, dejaron la bata en la taquilla. 

— Es tarde — se dijo, al notar que el reloj marcaba las 2:17 de la madrugada. El turno de Valeria, si es que aún estaba en el hospital, seguramente había terminado.

Un nudo de decepción se formó en su pecho, apretado y amargo. Se cambió con movimientos mecánicos, enfundándose unos jeans oscuros que abrazaban sus piernas musculosas y una camiseta gris que se ajustaba a su torso definido. El aroma de su colonia, amaderada con un toque de cítrico, reemplazó el olor clínico de la bata. Pero la desazón lo acompañó mientras se dirigía al cuerpo de guardia para cerrar su turno.

El cuerpo de guardia era un hervidero de caos organizado. Residentes corrían con carpetas, el teléfono sonaba sin cesar, y el olor a café rancio flotaba como una niebla. Diego se sentó en el escritorio, la luz azulada de la pantalla del ordenador iluminando su rostro. Redactó la entrega médica con eficiencia, detallando la cirugía: fractura pélvica estabilizada, hemotórax resuelto por cardiotorácica, órdenes de monitoreo en UCI. Pero su mente divagaba, atrapada en esos ojos almendrados, en la curva de su silueta bajo la bata quirúrgica. —Valeria Cruz— repitió su nombre en silencio, como si pronunciarlo pudiera convocarla. Cuando firmó el informe y dejó el bolígrafo, el cansancio lo golpeó como una ola. Se despidió del equipo con un gesto cansado y salió al amanecer de San Juan.

El cielo rosado y anaranjado se desplegaba sobre la ciudad, el aire cálido cargado de sal y promesas. Diego caminó hacia su coche, un sedán negro que reflejaba los primeros rayos del sol. Mientras conducía hacia su apartamento, la imagen de Valeria se colaba en cada rincón de su mente: su voz altanera, su destreza en el quirófano, el aroma que lo había envuelto como un hechizo. Llegó a casa, un loft modesto con vistas al océano, y se dejó caer en la cama sin siquiera quitarse los zapatos. Pero el sueño no fue un refugio. En sus sueños, ella estaba allí, sus ojos brillando bajo las luces del quirófano, su mano rozando la suya. Despertó horas después, con el corazón acelerado y una certeza: tenía que verla de nuevo.

El sol del mediodía abrasaba las calles de San Juan cuando Diego regresó al hospital, su turno comenzando con una mezcla de determinación y nerviosismo. Había dormido apenas cinco horas, pero la imagen de Valeria lo había perseguido, un espejismo que lo impulsaba a buscarla. Se ajustó la bata blanca sobre los hombros, su figura alta y atlética destacando en los pasillos abarrotados. Su cabello, perfectamente peinado, brillaba bajo las luces, y un leve aroma a colonia amaderada lo envolvía, un contraste con el antiséptico del hospital. Su plan era sutil: pasar por la sala de cardiología, fingiendo una consulta casual, con la esperanza de cruzarse con ella.

La sala de cardiología era un mundo de precisión y urgencia. Monitores emitían gráficos de electrocardiogramas, y el murmullo de los especialistas llenaba el aire. Diego caminó lentamente, sus ojos escaneando cada puerta, cada rostro. Una enfermera lo saludó con una sonrisa, y un residente le preguntó por un caso, pero no había rastro de Valeria. —No voy a preguntar por ella— se dijo, aunque la tentación ardía en su lengua. Preguntar sería admitir que ella ya lo tenía atrapado, y Diego Rivera no era hombre de mostrar sus cartas tan pronto. Pero cada paso sin encontrarla apretaba el nudo en su pecho, una mezcla de frustración y anhelo que no podía nombrar.

Desanimado, pero reacio a rendirse, decidió aprovechar el descanso para comer en el restaurante del hospital. El comedor era un mosaico de batas blancas, risas y el tintineo de cubiertos. Diego cargó una bandeja con un sándwich de pavo, una manzana y una botella de agua, sus ojos recorriendo el lugar por instinto. Y entonces la vio.

Desde el otro lado del comedor, una figura esbelta capturó su atención como un faro en la tormenta. Valeria Cruz estaba de pie junto a un grupo de médicos, su risa suave flotando sobre el bullicio. A sus 29 años, era una promesa en cardiotorácica, pero su presencia iba más allá de los títulos. Era alta, con una elegancia natural que hacía que cada movimiento pareciera coreografiado. Su cabello, un castaño oscuro con reflejos cobrizos, caía en ondas sueltas sobre sus hombros, atrapando la luz del mediodía como un halo. Llevaba una blusa azul marino que abrazaba sus curvas sin esfuerzo, acentuando su cintura estrecha y sus caderas redondeadas. Los pantalones negros delineaban sus piernas largas, y un par de tacones bajos añadían un toque de sofisticación. Pero fueron sus ojos, esos almendrados que lo habían hechizado en el quirófano, los que lo dejaron sin aliento. Brillaban con una mezcla de inteligencia y picardía, como si guardaran secretos que solo unos pocos podían descifrar. Su carisma era magnético, su sonrisa una invitación a mirarla, a escucharla, a querer saber más.

Diego sintió una descarga eléctrica atravesarlo, un cosquilleo que comenzó en su pecho y se extendió hasta las puntas de sus dedos. Sus manos apretaron la bandeja con más fuerza de lo necesario, y su corazón, que había enfrentado cirugías de vida o muerte, latió con una urgencia desconocida. 

—Cálmate, Rivera— se dijo, pero sus pies ya se movían, llevándolo hacia el grupo con una determinación que rayaba en la imprudencia. Su cuerpo reaccionaba antes que su mente, atraído por ella como una polilla a la llama.

El grupo de médicos era un círculo familiar: Ramírez, el traumatólogo, con su risa estruendosa; Sofía, la enfermera, ajustándose las gafas; y Ortiz, el anestesiólogo de la operación, con su aire de veterano. Diego se acercó, su sonrisa fácil desplegándose como un arma. Era un hombre que sabía cómo moverse en una sala, cómo captar miradas. A sus treinta años, Diego era una presencia imposible de ignorar. Su rostro, de facciones marcadas, tenía una mandíbula esculpida suavizada por una barba incipiente que le daba un aire peligrosamente sensual. Su cabello, frondoso y oscuro, caía en ondas desordenadas que pedían ser tocadas. Sus manos, grandes pero cuidadas, con dedos largos y uñas impecables, sostenían la bandeja con una elegancia casual. Su metro ochenta y cinco de estatura, combinado con unos hombros anchos y un torso definido, exudaba una masculinidad cruda, pero sus ojos, cálidos y expresivos, revelaban una vulnerabilidad que solo unos pocos captaban.

—Buenas tardes, colegas —saludó, su voz grave y cálida resonando sobre el murmullo del comedor. Sus ojos, sin embargo, estaban fijos en Valeria, que giró la cabeza hacia él. El impacto de su mirada fue como un puñetazo, y Diego sintió el calor subir por su cuello. Ella lo observó, sus labios curvándose en una sonrisa leve, casi imperceptible, que escondía más de lo que revelaba.

Valeria, por su parte, sintió un cosquilleo en la nuca al verlo. Diego era un torbellino de energía contenida, un hombre cuya presencia llenaba el espacio sin esfuerzo. Había algo en la forma en que se movía, en la confianza natural de sus gestos, que la intrigaba. Sus manos, grandes y fuertes, parecían hechas para sostener más que instrumentos quirúrgicos. Su cabello, rebelde y brillante, le daba un aire juvenil que contrastaba con la madurez de sus rasgos. Y esos ojos, con destellos dorados que parecían ver más allá de la superficie, la hicieron contener el aliento por un instante.

Diego extendió una mano hacia Valeria, su corazón latiendo como un tambor. —Supongo que usted fue el ángel que nos salvó ayer en el quirófano —dijo, su tono juguetón pero cargado de una sinceridad que no pudo ocultar. Sus ojos buscaron los de ella, buscando una chispa, una señal. La palabra “ángel” salió de sus labios con una reverencia que no había planeado, como si ella fuera más que una colega, más que una desconocida.

Valeria arqueó una ceja, su sonrisa ampliándose apenas, un destello de desafío en su mirada. Tomó su mano, sus dedos delgados y cálidos envolviéndose en los de él. El contacto fue breve, pero suficiente para que Diego sintiera una corriente que lo sacudió hasta los huesos. Su piel era suave, con un calor que parecía pulsar contra la suya. 

—Bueno, no sé a qué se refiere —respondió ella, su voz suave pero con un matiz irónico que lo desarmó—. Solo soy una cirujana, como supongo que es usted... ¿Diego Rivera? —Su tono era una mezcla de curiosidad y provocación, como si estuviera probándolo. Había memorizado su nombre, un detalle que hizo que el pecho de Diego se hinchara. La forma en que pronunció “Rivera”, con un leve énfasis en la “r”, fue como una caricia.

Él apretó su mano con suavidad, reacio a soltarla. 

—Encantado de conocerla, doctora Cruz. Quería agradecerle por lo de ayer. Fue... impresionante. —Sus palabras eran genuinas, pero su mirada decía más, recorriendo su rostro, deteniéndose en la curva de sus labios, en el arco de sus cejas. Quería memorizarla, grabar cada detalle antes de que ella desapareciera de nuevo.

Valeria inclinó la cabeza, sus ojos brillando con un destello juguetón. 

—No hay nada que agradecer, doctor Rivera. Solo hice mi trabajo. —Pero había algo en su tono, un matiz que sugería que ella también había sentido la chispa, que también estaba midiendo la distancia entre ellos.

Antes de que Diego pudiera responder, Ortiz se interpuso, poniendo una mano en su hombro y alejándolo del grupo con una excusa torpe. 

—Rivera, ven un segundo, necesito hablarte de un caso —dijo, su tono firme pero con un dejo de advertencia. Diego frunció el ceño, pero siguió a Ortiz a unos pasos de distancia, donde el murmullo del comedor los protegía de oídos curiosos. Su mirada, sin embargo, seguía volviendo a Valeria, que ahora charlaba con Ramírez, su cabello cayendo como una cascada sobre sus hombros, sus curvas frondosas dibujadas contra la luz. Era hipnótica, una fuerza que lo atraía sin remedio. Cada gesto suyo, desde la forma en que cruzaba los brazos hasta el leve movimiento de su cabeza al reír, era un imán.

—¿Qué te pasa, hombre? —preguntó Ortiz, cruzándose de brazos. Su rostro, curtido por años en el quirófano, mostraba una mezcla de diversión y preocupación—. Para, Diego. La estás mirando como si fuera la última mujer en la Tierra.

Diego sonrió, incapaz de disimular. Su rostro se iluminó, una mezcla de picardía y vulnerabilidad que lo hacía aún más atractivo. 

—No sé qué me pasa —admitió, su voz baja, casi un susurro. Se pasó una mano por el cabello, un gesto nervioso que revelaba más de lo que quería—. Es... diferente. Es atractiva, Ortiz. Quiero conocerla. —Sus ojos volvieron a Valeria, atrapados en la forma en que inclinaba la cabeza, en el brillo de sus ojos almendrados. Su blusa se ajustaba a su torso, delineando sus curvas con una precisión que hacía difícil apartar la mirada.

Ortiz suspiró, negando con la cabeza. 

—Es atractiva, sí. Todos lo ven. Pero tú, amigo, eres un hombre comprometido. ¿O se te olvidó que te casas en dos meses? —Su tono era directo, casi un reproche, pero había una preocupación genuina en sus ojos.

Las palabras cayeron como un balde de agua fría. Diego parpadeó, su sonrisa desvaneciéndose. Ana, su prometida, apareció en su mente: dulce, confiable, con su cabello rubio y sus ojos claros, planeando una boda que él había aceptado con más deber que pasión. Habían estado juntos dos años, un noviazgo estable que parecía el camino correcto. Pero ahora, la imagen de Ana se desdibujaba, opacada por el recuerdo de Valeria: su aroma, su voz, la forma en que sus manos se habían movido en el quirófano con una destreza que lo había dejado sin palabras. El anillo que aún no usaba, pero que aguardaba en una caja en su apartamento, sintió como una cadena invisible apretando su dedo.

—No estoy haciendo nada malo —dijo, mirando al suelo, pero su voz carecía de convicción. Estaba justificándose, no a Ortiz, sino a sí mismo. Solo había hablado con ella, solo había sentido su mano en la suya. Pero la verdad, un murmullo en el fondo de su mente, era más peligrosa: quería más. Quería saber cómo sonaba su risa en un momento, cómo se sentía su cabello entre sus dedos, qué secretos escondían esos ojos.

Ortiz lo miró fijamente, sus ojos entrecerrados. 

—No juegues con fuego, Diego. Valeria no es una mujer cualquiera. Tiene... una historia. Y tú, bueno, ya sabes qué tienes en casa. —Dio una palmada en su hombro, un gesto que era más un ancla que un consuelo, y regresó al grupo, dejando a Diego solo con el peso de sus pensamientos.

Diego se quedó allí, la bandeja aún en su mano, el sándwich olvidado. El comedor bullía a su alrededor, pero él estaba atrapado en un mundo propio, donde el eco de Valeria era lo único que resonaba. Sus ojos la buscaron una vez más, y ella, como si sintiera su mirada, giró ligeramente la cabeza. Sus ojos se encontraron, y por un instante, el ruido del comedor se desvaneció. Había una promesa en esa mirada, un desafío tácito que no necesitaba palabras. Era como si ambos reconocieran el peligro, la línea que estaban a punto de cruzar, pero ninguno estuviera dispuesto a retroceder.

Valeria apartó la mirada primero, volviendo a su conversación con Ramírez, pero Diego supo que algo había comenzado. Una chispa que no podía ignorar, un fuego que no podía apagar. Se sentó en una mesa solitaria, la bandeja frente a él, pero no tocó la comida. Su mente estaba en ella, en la forma en que su cabello había capturado la luz, en el calor de su mano, en la sonrisa que había escondido tras su respuesta. Y en el fondo, una voz le susurraba: —Estás comprometido—. Pero esa voz era cada vez más débil, ahogada por el deseo que lo consumía.

El resto del día pasó en una bruma. Diego atendió consultas, revisó radiografías, discutió casos con residentes. Pero cada paso en el hospital era una búsqueda silenciosa, cada esquina una esperanza de encontrarla. No la vio de nuevo, pero su presencia lo seguía, un eco que no podía sacudir. Cuando terminó su turno al atardecer, el cielo de San Juan estaba pintado de púrpura y naranja. Condujo a casa, las calles vibrando con el ritmo de la ciudad, pero su mente estaba en el hospital, en el comedor, en esos ojos almendrados.

En su apartamento, se dejó caer en el sofá, la ventana abierta dejando entrar el murmullo del océano. Ana le había enviado un mensaje, preguntando cómo estaba, hablando de la boda, de los detalles que aún debían decidir. Diego miró la pantalla, su dedo flotando sobre el teclado, pero no respondió. En cambio, cerró los ojos, y allí estaba Valeria, su risa, su aroma, su desafío. Sabía que estaba en problemas, que estaba cruzando una línea que no debería haber tocado. Pero por primera vez, no quería detenerse.

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