El vestíbulo del hotel vibraba con el eco de pasos apresurados, el aire cargado de un aroma a cera de pisos y flores frescas que apenas disimulaba la urgencia que impulsaba a Valeria y Diego. Corrían por el pasillo, sus respiraciones entrecortadas entrelazándose como hilos en un tapiz invisible. El corazón de Valeria latía con un ritmo frenético, cada latido un grito silencioso por Sofía y Gabriel. Diego, a su lado, era una tormenta contenida, sus ojos avellana encendidos con una furia protectora que contrastaba con la suavidad de su mano rozando la de ella, un ancla en el caos.
Subieron al octavo piso en un ascensor que parecía moverse con una lentitud agonizante, el zumbido metálico amplificando la tensión. Cuando las puertas se abrieron, Valeria salió disparada hacia la suite, su perfume —un susurro de bergamota y ámbar blanco— dejando un rastro efímero. Diego la seguía, su presencia sólida como un faro en la penumbra.
Entraron en la habitación, donde la luz suave de una lámpara di