El amanecer teñía San Juan de tonos dorados, pero en el corazón de Valeria Cruz reinaba una tempestad. Los pasillos del Hospital General vibraban con la urgencia habitual, pero ella avanzaba como un espectro, su mente atrapada en el recuerdo ardiente de la sala de descanso, donde Diego Rivera había desmantelado sus defensas con un beso que aún quemaba en su piel. Su teléfono vibraba sin cesar, mensajes y llamadas de Diego que acumulaban un peso insoportable. Cada notificación era un eco de su voz, de su tacto, de la culpa que la asfixiaba. No puedo, pensó, apagando el dispositivo con dedos temblorosos. La imagen de Ana, con su anillo destellando como un faro de advertencia, era una barrera que no podía ignorar.
Diego, por su parte, vivía en un torbellino de frustración y deseo. Sus mensajes quedaban sin respuesta, sus llamadas se perdían en el vacío. Cada rincón del hospital era una búsqueda silenciosa, sus ojos escudriñando los pasillos, las salas, las sombras, con la esperanza de en