La medianoche envolvía el Hospital General de San Juan en un silencio frágil, los pasillos bañados en un resplandor plateado que parecía contener el aliento. Las luces tenues proyectaban sombras danzantes sobre el linóleo, y una brisa salada se colaba por las ventanas entreabiertas, trayendo el murmullo del océano. Valeria Cruz avanzaba hacia la sala de descanso, sus pasos resonando con una urgencia contenida. La bata blanca se ajustaba a su figura, pero no podía ocultar la tormenta que rugía en su interior: el peso del regreso de Luis Morales, la punzada de la existencia de Ana, y la chispa indomable que Diego Rivera había encendido en ella, a pesar de sus esfuerzos por sofocarla.
El cuarto de descanso era un refugio precario, un rincón donde el caos del hospital se desvanecía. El aroma a cuero gastado y café olvidado llenaba el aire, y las cortinas de lino se mecían suavemente, dejando que un hilo de luz lunar acariciara los sillones. Valeria se dejó caer en uno, sus manos temblando mientras se quitaban las gafas de montura fina. Sus ojos almendrados, desprovistos de su armadura habitual, brillaban con una vulnerabilidad que luchaba por ocultar. Había jurado proteger su corazón, blindarlo contra el dolor, pero Diego era una grieta en su muralla, una tentación que amenazaba con derrumbarla.
Cerró los ojos, intentando apagar el eco de su voz, el calor de su mirada, el roce fugaz que había encendido su piel en la biblioteca. Pero su mente era un torbellino: Luis, con su arrogancia que aún dolía; Ana, con su sonrisa afilada que marcaba un límite imposible; y Diego, cuya cercanía era un veneno dulce que la atraía sin remedio. No puedo dejarme llevar, se repitió, pero su pulso latía con un anhelo que no podía acallar.
Un crujido suave en la puerta rompió el silencio, y su corazón dio un vuelco. Diego estaba allí, su silueta alta recortada contra la luz del pasillo. La camisa azul, desabotonada en el cuello, dejaba entrever la curva de su clavícula, y su cabello oscuro caía en mechones desordenados que pedían ser tocados. Sus ojos, encendidos con una intensidad que la hizo estremecer, la encontraron al instante. Había una determinación en su postura, una urgencia que cargaba el aire de electricidad.
—Valeria —dijo, su voz un murmullo ronco que resonó como un eco en su pecho. Cerró la puerta tras él, el clic del cerrojo sellando el mundo exterior. Avanzó, sus pasos lentos pero seguros, como si cada movimiento estuviera calculado para no romper el frágil equilibrio entre ellos—. No podía dejar las cosas como estaban. No después de hoy.
Ella se puso de pie, su corazón martilleando, sus manos apretándose contra la falda que delineaba las curvas amplias de sus caderas.
—Diego, no deberías estar aquí —susurró, su voz firme pero traicionada por un temblor que revelaba su lucha interna—. Estás comprometido. No puedo... no podemos hacer esto.Sus palabras eran un escudo, una súplica para mantener la distancia, pero Diego no se detuvo. Se acercó, tan cerca que ella podía sentir el calor de su cuerpo, el aroma fresco de su colonia, un toque de cedro y cítricos que la envolvía como una caricia invisible.
—Ana... —comenzó, su voz baja, cargada de una culpa que no podía ocultar—. Es complicado, Valeria. Pero lo que siento por ti no es una elección. Es algo que no puedo ignorar.Valeria tragó saliva, sus ojos cayendo por un instante a los labios de Diego, carnosos y entreabiertos, una promesa que la tentaba a pesar de sus reservas. Sus caderas, generosas y definidas, captaron la mirada de Diego, y un destello de fascinación cruzó su rostro, haciendo que su pulso se acelerara.
—No es justo —replicó, su voz un hilo de acero, aunque su cuerpo la traicionaba, inclinándose hacia él como si obedeciera una fuerza magnética—. No para ella, no para mí. No puedo ser esa persona, Diego.Pero él dio un paso más, eliminando la distancia. Sus dedos, cálidos y firmes, rozaron su brazo, un contacto que encendió un fuego en su piel.
—No te estoy pidiendo que seas nada más que tú —murmuró, sus ojos clavados en los suyos, buscando una rendición que ella luchaba por negar—. Solo te pido que no me alejes. No cuando ambos sabemos lo que sentimos.El aire se espesó, cargado de una tensión que vibraba entre ellos. Valeria sintió su resolución tambalearse, sus defensas desmoronándose bajo el peso de su mirada. Sus pechos, llenos y definidos bajo la blusa ajustada, subían y bajaban con cada respiración agitada, captando la atención de Diego. Él no pudo evitar detenerse en ellos, en la forma en que la tela los abrazaba, una visión que hacía que su respiración se volviera entrecortada. Ella lo notó, y un calor líquido se extendió por su cuerpo, una mezcla de pudor y deseo que la hizo morderse el labio.
—Diego, por favor —susurró, su voz quebrándose, un último intento de aferrarse a la razón—. Esto está mal. Lo sabes.
Pero antes de que pudiera retroceder, él se inclinó, sus labios encontrando los suyos en un beso que era puro fuego. Fue un asalto suave, desesperado, que deshizo sus defensas en un instante. Valeria intentó resistir, sus manos presionando contra su pecho, pero el calor de su piel, la urgencia de su boca, la desarmaron. Respondió al beso con una pasión que no pudo contener, sus dedos enredándose en la camisa de Diego, aferrándose a él como si fuera lo único que la mantenía en pie. Sus caderas se rozaron, las curvas amplias de su cuerpo encajando contra él, y un gemido bajo escapó de la garganta de Diego, sus manos deslizándose hasta su cintura, venerando la plenitud de sus formas.
—Valeria —murmuró contra sus labios, su voz un gruñido suave, cargado de anhelo—. No puedo parar. No contigo.
Ella jadeó, su cuerpo traicionándola mientras se arqueaba hacia él, sus pechos presionándose contra su torso, encendiendo un incendio que los consumía a ambos. La sala de descanso se convirtió en un mundo aparte, las paredes desvaneciéndose en la penumbra. Diego la alzó con facilidad, sentándola en el borde de una mesa baja, sus manos deslizándose bajo su blusa, rozando la piel suave de su cintura. Ella tembló bajo su toque, sus dedos enredándose en su cabello, tirando suavemente mientras el deseo los arrastraba.
La ropa cayó como hojas en un vendaval, la blusa de Valeria deslizándose al suelo, seguida por la camisa de Diego, revelando la piel bronceada y tensa de su torso. Ella recorrió su pecho con las yemas de los dedos, fascinada por la firmeza de sus músculos, por el latido acelerado de su corazón. Diego, por su parte, estaba hipnotizado por ella: las caderas amplias que se movían con una sensualidad inconsciente, los pechos que llenaban sus manos con una plenitud que lo hacía perder la razón. Sus manos los exploraron con reverencia, sus labios trazando un camino ardiente por su cuello, descendiendo hasta el escote, donde besó la piel expuesta con una devoción que la hizo estremecer.
—Eres... —susurró Diego contra su piel, su voz rota por la pasión—. Eres un sueño del que no quiero despertar.
Valeria jadeó, sus uñas marcando suavemente su espalda, mientras sus caderas se movían instintivamente, buscando más de él. Diego respondió, sus manos firmes guiándola, sus cuerpos entrelazados en un ritmo que era puro instinto. La mesa crujió bajo su peso, pero ninguno lo notó, perdidos en la urgencia de sus caricias, en el latido compartido que los consumía. Cada movimiento era un incendio, cada roce una chispa que los acercaba al borde.
Cuando sus cuerpos se unieron, fue como si el universo se detuviera. El placer los envolvió, un torbellino de sensaciones que los arrancó de la realidad. Valeria se aferró a él, sus uñas clavándose en sus hombros, mientras Diego la sostenía con una fuerza que era tanto posesión como adoración. Sus movimientos eran un baile primal, cada embestida un eco de la pasión que los había llevado hasta ese punto. La penumbra los envolvía, la luz lunar danzando sobre sus cuerpos, y el aire se llenaba de sus jadeos, de sus susurros, de la promesa tácita de que esto, aunque prohibido, era inevitable.
El clímax los alcanzó como un relámpago, dejándolos temblando, entrelazados, con los corazones latiendo al unísono. Valeria apoyó la frente contra el pecho de Diego, su respiración entrecortada, mientras él la envolvía con sus brazos, su aliento cálido rozando su cabello. El silencio que siguió era frágil, cargado de una intimidad que los ataba y los condenaba al mismo tiempo.
—Valeria —murmuró Diego, su voz un susurro roto, sus manos aún acariciando sus caderas, como si temiera que ella se desvaneciera—. Esto... no puedo dejarlo ir. No a ti.
Ella levantó la vista, sus ojos almendrados brillando con una mezcla de éxtasis y culpa. La realidad irrumpió como un viento helado: Ana, con su anillo destellando como un aviso; Luis, con su sombra que aún la perseguía; el hospital, con sus reglas y consecuencias.
—Esto no cambia nada, Diego —susurró, su voz temblorosa, sus dedos rozando la mandíbula de él, memorizando su contorno—. Estás comprometido. Y yo... no puedo ser la que destruya eso.Diego la miró, sus ojos encendidos con una determinación que la hizo estremecer.
—No me pidas que me arrepienta —dijo, su voz firme, aunque cargada de una vulnerabilidad que la desgarró—. No cuando cada segundo contigo es lo único que se siente real.Ella se apartó lentamente, recogiendo su blusa del suelo, sus manos temblando mientras se vestía. La penumbra parecía más densa ahora, el aire cargado de las consecuencias de lo que habían hecho.
—Necesito tiempo —susurró, su voz apenas audible—. No puedo dejar que esto me rompa otra vez.Él asintió, aunque cada fibra de su ser gritaba por retenerla. La observó mientras se dirigía a la puerta, su figura elegante recortada contra la luz del pasillo, las caderas que tanto lo fascinaban moviéndose con una gracia que lo dejó sin aliento.
—Estaré aquí —dijo, su voz un eco en la penumbra—. Cuando estés lista.Valeria no respondió, pero la puerta se cerró con un susurro que resonó como un latido. Afuera, el hospital seguía su ritmo, ajeno al incendio que había estallado en esa sala. Pero mientras caminaba por el pasillo, el calor de Diego aún quemaba en su piel, un recordatorio de que había cruzado una línea de la que no había vuelta atrás. Y en algún lugar, en la oficina del director, Luis Morales planeaba su próximo movimiento, mientras Ana, con su sonrisa afilada, comenzaba a sospechar que el hombre que amaba guardaba un secreto que podía cambiarlo todo.