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El verdadero loco eres tú.

De vuelta en su oficina, Luciano se dejó caer pesadamente sobre su silla. Sus dedos buscaron a ciegas en el bolsillo interior del saco hasta sacar su celular secreto. Al encender la pantalla, ésta le devolvió su propio reflejo, distorsionado y borroso, un rostro desencajado y ojeroso que apenas reconoció como propio.

Buscó el chat encriptado con el doctor Vallois. El último mensaje seguía allí, congelado como un recordatorio cruel de su propia caída.

"Incremento de dosis aprobado. Firmaré en tu nombre. No habrá efectos secundarios permanentes."

Fechado hacía un mes, sin una sola respuesta nueva, sin siquiera un miserable tick azul que pudiera darle una señal de vida.

Volvió a intentar y marcó al administrador del hospital, luego al guardia nocturno, después al propio Vallois. Todos eran fantasmas al otro lado de la línea. En cada tono muerto sentía cómo el control que creía tener se desmoronaba como un castillo de arena golpeado por la marea.

En un acto desesperado, como quien busca aire antes de hundirse, marcó a Sebastián. Su padre contestó tras el tercer tono, con un bufido impaciente que le sonó más frío que de costumbre.

—¿Viste las noticias? —preguntó Luciano sin molestarse en saludar, demasiado hundido en su ansiedad para las formalidades.

—Las leí antes que tú —respondió Sebastián, dejando escapar una risita seca, cargada de desdén—. Te advertí que sin control mediático, un imperio sangra por los titulares.

—Necesito cerrar la boca de Catalina, ayúdame, papá —dijo Luciano, apretando el teléfono con tanta fuerza que sus nudillos se pusieron blancos.

—Necesitas algo mejor —replicó su padre, sin rastro de paciencia—. Cerrar la tuya, o todos saldremos perjudicados. ¿Qué pasó con el doctor?

—Desapareció —admitió Luciano, con la garganta tan cerrada que la palabra apenas se le escapó.

El silencio que se instaló fue tan espeso como el humo de un incendio y tan pesado como un yunque hundiéndose en su pecho.

—Encárgate tú, no voy a ayudarte —dictó Sebastián con su tono más seco y despiadado—. Y no vuelvas a llamarme hasta que la esposa lunática sea polvo bajo la alfombra.

Clic.

El sonido del corte fue un disparo.

Luciano se quedó inmóvil durante un instante eterno, con el pulso golpeándole las sienes. De pronto, como si su cuerpo decidiera actuar antes que su mente, lanzó el teléfono secreto contra la pared con una violencia que brotó desde lo más hondo de su impotencia.

El aparato rebotó una vez antes de hacerse añicos contra el suelo, el sonido del impacto llenó el despacho como un latigazo, pero ni así encontró alivio.

La oficina, a su alrededor, parecía demasiado ordenada, como si el espacio se burlara de su caos interior, como si representara la humillación que lo sofocaba, una rabia que necesitaba devorar algo de inmediato, sin tregua, sin contemplaciones, y así fue como la dejó salir, sin oponer resistencia.

Los cuadros fueron los primeros en volar. Después los papeles, las carpetas, los informes, el contenido del escritorio barrido de un manotazo, como si pudiera eliminar con ese gesto cada decisión equivocada. La silla ejecutiva impactó contra la biblioteca, dejando una marca en la madera oscura. Pisó los restos del móvil con el tacón, girándolo hasta reducirlo a fragmentos mientras su respiración era un torbellino descontrolado.

En la pantalla de la televisión, una nueva alerta parpadeó como una sentencia.

"Las acciones Moreau-Berthier y Delcourt abren con caída del 20 %. Inversión americana retira fondos."

Luciano apretó las sienes con ambas manos. Cada golpe que daba, cada objeto que destruía, era un insulto dirigido a Catalina... pero también a sí mismo.

¿Cómo demonios la había subestimado?

Recordó cada detalle de su propia jugada maestra, el cuchillo colocado estratégicamente en la oficina, las imágenes de la cámara recortada, el audio manipulado. La firma falsificada de Vallois en esos diagnósticos clínicos que tanto costaron.

Todo medido al milímetro. Todo planeado. Todo perfecto… hasta que ella salió caminando por la puerta principal del hospital psiquiátrico con la cabeza alta y la dignidad intacta.

"Catalina. Catalina. Catalina."

Su nombre se repetía en su cabeza como una letanía maldita.

La imaginó presentándose frente a cada comité, certificando su salud, reclamando lo que era suyo: sus hijos, sus viñedos, su apellido.

"Mi apellido", rugía su mente. Su apellido.

Sentía que la prensa no tardaría en llegar al Saint-Rémy, y ese silencio del hospital apestaba a traición. Si Vallois hablaba, el imperio se desmoronaría como papel mojado. Lo sabía, lo sentía en la sangre.

Continuó lanzando objetos a ciegas, cegado por una furia que ni siquiera lograba contener y solo se detuvo cuando un escozor ardiente en la palma lo obligó a mirar su propia mano.

Se había cortado con un vidrio.

La sangre goteaba, espesa y caliente, sobre la carpeta de cuero que había quedado abierta sobre el suelo. La carpeta en la que Sara Armand había estampado su firma con tinta dorada la noche anterior, creyendo que por fin estaría junto a su verdadero amor.

Pensó en Sara, en su vestido blanco, en su sonrisa radiante. Luego pensó en Catalina, embarrada, descalza, apareciendo como una pesadilla a arruinarlo todo sin más arma que su dignidad recuperada.

La escena lo desgarró más que cualquier herida física.

El móvil personal vibró en su bolsillo. Lo sacó con la desgana de quien sabe que ninguna noticia será buena y lo confirmó cuando se encontró con un mensaje de un tabloide de espectáculos.

"Buscamos su versión sobre los rumores de bigamia y manipulación psiquiátrica. ¿Comentar?"

Luciano soltó una carcajada seca, una risa rota, histérica, que terminó en un carraspeo ahogado.

Entonces la puerta se entreabrió y la silueta de Sara apareció, envuelta en un abrigo blanco, con su rostro impecablemente maquillado, el cual comenzó a arrugarse apenas sus ojos recorrieron el desastre que dominaba el lugar.

Los cristales cubrían la alfombra como esquirlas de hielo, los libros descansaban esparcidos y sin orden, la laptop destrozada mostraba sus entrañas metálicas sobre la moqueta.

Aquel lugar no era una oficina, sino el escenario de una guerra perdida.

Su expresión pasó del desconcierto al susto. Luego al desconcierto absoluto cuando reconoció, en aquel hombre despeinado y ensangrentado, al mismo que había amado desde su adolescencia.

—Luciano… ¿qué has hecho? —preguntó con la voz rota.

Él, aún jadeante, se pasó la mano por el cabello sudoroso. Se giró lentamente hacia la ventana, como si culpara al amanecer por lo que se había convertido.

—Fuera, Sara. No estoy de buen humor —susurró con la voz tan quebrada que apenas parecía suya, mientras su cuerpo se tensaba como si cada músculo le impidiera girarse hacia ella.

Clavó la mirada en el vacío frente a la ventana, intentando no ceder al peso de su vergüenza, preguntándose en silencio cómo había llegado a suplicarle así a una mujer que, en ese momento, le resultaba demasiado humana como para permitirle mostrarle su debilidad.

Ella avanzó despacio, como si el suelo pudiera romperse bajo sus pies.

—Necesitamos reaccionar juntos, Luciano. Los medios...

—¿Los medios? —repitió Luciano con voz calmada, y giró hacia ella mientras soltaba una carcajada amarga—. ¡Los medios me dan igual! —Señaló la pantalla fracturada donde el presentador hablaba de "la esposa del manicomio" con deleite morboso—. ¡Mira! "La amante descarada", "La señora legítima". Eres la amante ante los medios, Sara. ¿Te das cuenta?

Sara abrió los labios, sin lograr pronunciar palabra, porque la frase que acababa de escuchar no fue solo una agresión verbal, fue un golpe invisible que le atravesó el pecho, dejándola sin aire.

—Yo no soy tu amante —dijo alzando la barbilla con un último intento de dignidad—. Soy tu prometida. O al menos eso creí… hasta verte gritar como un desquiciado.

—¡PROMETIDA! —gritó Luciano, su garganta desgarrándose—. Estás comprometida con un cadáver andante, Sara. A un nombre que empieza a oler a podrido. ¿Eso quieres? —exclamó, y el temblor en su voz traicionó por un instante el miedo oculto bajo toda aquella furia, ese miedo a perderlo todo, incluso a ella.

—Nunca me habías hablado así —susurró Sara, temblando de rabia y decepción—. Y si me necesitas para limpiar tu imagen, empieza por respetarme. No soy tu secretaria, no soy un objeto que puedas pisotear. —dijo con la barbilla alta, dándose su lugar mientras el orgullo lastimado se le anudaba en la garganta y sus manos, temblorosas, se cerraban en puños a los costados como única defensa frente al hombre que sentía cada vez más ajeno

El silencio se adueñó del despacho. Sara, con el corazón latiéndole en las sienes, dio un paso hacia atrás, a punto de marcharse, sintiendo que no quedaba nada más por decir. Pero, antes de que pudiera girarse del todo, Luciano la tomó de la mano, con un agarre que no fue brusco, sino urgente, casi desesperado.

Y cuando finalmente habló, su voz fue distinta, más suave, cargada de algo que ni él mismo supo nombrar.

—Te necesito... —Luciano intentó explicarse, pero sus palabras se quebraron y el silencio se le enredó en la garganta—. Necesito que desaparezcas un tiempo, que te alejes de todo esto, que vayas a la Riviera, que fotografíes playas o lo que sea, pero que finjas, aunque sea un poco, que todo esto es solo una campaña sucia. Solo eso... —su voz se apagó como si le pesara el mundo en la lengua, como si cada palabra le drenara la poca fuerza que le quedaba.

—¿Huir? —Sara retrocedió un paso, incrédula—. Si huyo, confirmo que soy tu amante y ella tu esposa legítima. ¿No lo ves? Yo no soy el problema, Luciano. El problema eres tú. —Su frase fue un disparo directo que le atravesó el pecho sin previo aviso.

En el fondo, Sara sentía un dolor distinto al miedo o la rabia, un dolor amargo y profundo que nacía de saberse atrapada, utilizada. Mientras escuchaba las súplicas disfrazadas de órdenes, entendía que Luciano la estaba arrastrando junto a él a un escándalo que mancharía su muy cuidada reputación.

Luciano la miró con ojos nublados, cargados de un agotamiento que pesaba más que la rabia.

—No me desafíes. ¿Sabes lo que está en juego? —Su voz no tardó en recobrarse con un tono que nada tenía que ver con la súplica de hace unos segundos. Sonó de nuevo áspero, desafiante, casi amenazador, como si la rabia que creía vencida regresara, alimentada por el orgullo herido, mientras sus ojos recobraban el brillo oscuro de quien se niega a perder.

—Alguien tiene que hacerlo. Y lo único que entiendo es que cada palabra que gritas confirma que Catalina es la víctima. —Sara ya no temblaba de miedo, pues ese sentimiento había quedado sepultado bajo algo mucho más potente. Ahora temblaba de rabia que le vibraba en los huesos y le helaba el pecho.

Luciano descargó un puñetazo brutal sobre la mesa y un temblor recorrió la madera mientras las astillas vibraban bajo su palma herida.

Sara se estremeció al escuchar el impacto, su respiración se entrecortó por un instante, aunque sus pies se mantuvieron clavados al suelo, su cuerpo tenso como un resorte a punto de romperse.

—Fuera. —Su voz fue un gruñido—. ¡Sal de aquí ahora!

Sara lo miró, las lágrimas ardiéndole en los ojos sin permitirse el lujo de dejarlas caer, mientras su pecho subía y bajaba con dificultad, como si cada respiración fuera un acto de resistencia.

Alzó la barbilla, aunque sentía que el orgullo se le resbalaba entre los dedos como vidrio roto, obligándose a caminar hacia la puerta con pasos lentos y pesados

Justo antes de salir, se detuvo de golpe, giró sobre sus talones con la fuerza de quien se niega a irse sin la última palabra.

—¿Sabes? Siempre le temí a tu esposa "esquizofrénica". Ahora entiendo por qué prefirió volverse loca antes que seguir contigo. Aunque, pensándolo bien, quizás el verdadero loco eres tú.

Y se fue.

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