Epílogo.
Tres años después, la Casa de los Cerezos parecía otro lugar.
O quizá era ella quien había cambiado.
Las flores rosadas caían con suavidad sobre el sendero como si la naturaleza misma celebrara ese día, y Catalina respiraba hondo para que el aire no se le quedara atrapado en el pecho por la emoción.
El vestido blanco se movía con calma sobre la grava, ligero, sencillo, hermoso sin intentar serlo demasiado. Cabello recogido, algunos mechones sueltos que el viento acariciaba, y esa curva dulce en su vientre que lo decía todo sin pronunciar una sola palabra: seis meses… un milagro creciendo ahí, justo donde antes solo había dolor.
Se detuvo un momento antes de avanzar hacia el jardín. Miró la mansión, la entrada, los cerezos… cada rincón tenía memoria: lágrimas, miedo, huida, regreso, renacimiento.
Si alguien le hubiese dicho que un día caminaría hacia el altar aquí, en su casa… con paz en la respiración, habría jurado que era imposible.
Pero ahí estaba.
Recordó a Sebastián en aquel juic