Te necesito.
El reloj aún no marcaba las seis de la mañana cuando Catalina empujó la puerta del Café Saint-Régis.
Catalina había salido muy temprano de la mansión, aprovechando que todos dormían aún, ningún miembro del personal la vio cruzar el jardín ni subir al coche sin dejar rastro.
Su cabello, recién cepillado, enmarcaba su rostro de porcelana, ese que alguna vez fue portada de sociedad, objeto de envidia y blanco de escarnio. Pero sus ojos... sus ojos seguían apagados, como vitrales rotos en una catedral abandonada, testigos mudos de todo lo que había muerto dentro de ella.
Julián Moreau la vio cruzar la sala con la precisión de quien ha dejado de temerle al mundo. Se levantó en silencio, sin prisas, y fue hacia ella con una calma que no buscaba impresionar, sino sostener lo que aún temblaba.
En esa mujer reconoció la belleza helada, intacta por fuera, hecha pedazos por dentro.
—Buenos días, Catalina. —Julián le sostuvo la silla con una cortesía casi sagrada, como si ese gesto pudiera servir