Mundo ficciónIniciar sesiónEl reloj aún no marcaba las seis de la mañana cuando Catalina empujó la puerta del Café Saint-Régis.
Catalina había salido muy temprano de la mansión, aprovechando que todos dormían aún, ningún miembro del personal la vio cruzar el jardín ni subir al coche sin dejar rastro.
Su cabello, recién cepillado, enmarcaba su rostro de porcelana, ese que alguna vez fue portada de sociedad, objeto de envidia y blanco de escarnio. Pero sus ojos... sus ojos seguían apagados, como vitrales rotos en una catedral abandonada, testigos mudos de todo lo que había muerto dentro de ella.
Julián Moreau la vio cruzar la sala con la precisión de quien ha dejado de temerle al mundo. Se levantó en silencio, sin prisas, y fue hacia ella con una calma que no buscaba impresionar, sino sostener lo que aún temblaba.
En esa mujer reconoció la belleza helada, intacta por fuera, hecha pedazos por dentro.
—Buenos días, Catalina. —Julián le sostuvo la silla con una cortesía casi sagrada, como si ese gesto pudiera servir de ancla a alguien que había flotado demasiado tiempo entre la locura y la memoria.
—Buen día.
—Gracias por venir tan pronto —murmuró él, bajando la mirada al decirlo. Sus dedos aún se aferraban al respaldo de la silla, como si temiera que, al soltarla, todo desapareciera.
Catalina se sentó sin prisa. La taza de café ya estaba servida, esperándola, como si Julián hubiera sabido exactamente la hora a la que ella llegaría. Rodeó la porcelana humeante con ambas manos, buscando calor donde no lo había, como si el líquido pudiera derretir el hielo que aún le cubría el pecho.
—Sólo he dormido tres horas —respondió, sin mirarlo del todo—. Aprendí que perder tiempo puede costarme la vida. —Quiso sonar firme, y lo logró, aunque por dentro se desmoronaba.
El primer rayo de sol golpeó el ventanal y delineó su perfil como si la luz también reconociera a quienes regresan del infierno.
Ayer había salido del manicomio descalza y en camisón, con la dignidad hecha trizas. Hoy, sentada frente a él, volvía a parecer la heredera invencible que su esposo creyó haber enterrado bajo toneladas de diagnósticos falsos y traiciones estratégicas.
—He repasado todo tu expediente —empezó Julián mientras abría una carpeta de cuero gastado, pero sus ojos no la soltaban—. Pero antes de que hablemos de cifras, necesitas saber por qué acabaste en un hospital psiquiátrico.
Catalina apretó la taza con fuerza, como si el calor pudiera fundir el temblor que empezaba a escalar por sus brazos.
—Empieza. Y no me ahorres detalles —Catalina sostuvo la mirada de Julián con firmeza, aunque por dentro sintiera que cada palabra que él estaba a punto de pronunciar sería como abrir una herida aún sangrante.
Julián desplegó fotos, documentos, informes. Sus dedos se movían como bisturíes sobre la mesa, abriendo heridas con la precisión de quien ya no duda. Sabía que cada palabra que estaba por decir dolería, pero también sabía que doler era el primer paso para sanar.
—Llevo años investigando a Sebastián, tu suegro —dijo sin levantar la mirada. Cada palabra era un ladrillo sobre un muro de memoria—. Descubrí su testamento falso para quedarse con el Grupo Moreau, los desvíos de fondos, los sobornos médicos vinculados con la muerte de mi madre. En esa búsqueda me crucé con mi sobrino Luciano… y con tu nombre.
Catalina sintió cómo el vacío se abría bajo su estómago, arrastrándola hacia un abismo invisible. Era como caer sin moverse, como si cada letra del nombre "Luciano" se hundiera en su piel con el filo de una daga oxidada.
—¿Por qué Luciano haría algo así? —preguntó Catalina, con la voz apenas por encima de un susurro.
Sintió que la traición tomaba forma, se volvía más sólida, más insoportable.
Por dentro, una parte de ella aún quería creer que todo era un error. Pero la otra… la otra ya se preparaba para pelear.
—Él se casó contigo por la misma razón que mi hermano asesinó a nuestro padre: dinero, poder, control —añadió, señalando un informe bancario con el índice firme—. Luciano obligó a tus padres a hipotecar cada viñedo, cada acción, cada propiedad. Lo disfrazó de alianza estratégica, y cuando se negaron a venderle la última parcela, los endeudó a tasas imposibles, los asfixió con sus propias deudas… hasta que no pudieron más.
La palabra que flotó entre los dos no necesitó ser dicha en voz alta. Suicidio.
—Después necesitaba borrar al único testigo incómodo: tú.
Catalina tragó saliva lentamente, sintiendo cómo el líquido áspero descendía por su garganta con la textura de una hoja oxidada. Le supo a óxido, a menta amarga, a ese miedo antiguo que nunca la había abandonado del todo y que ahora despertaba como un animal agazapado en su pecho.
—¿Borrarme? ¿Matándome? —sus palabras salieron como un hilo roto, pero con la fuerza de quien no se rendía. Por dentro, el alma le crujía como vidrio molido.
—Ese es el punto —respondió Julián, con la frialdad de quien ya lo ha llorado todo—. Matarte habría sido muy evidente. Desaparecerte legalmente era más rentable. —Le acercó un informe clínico, el papel temblando apenas entre sus dedos—. Pagó a un psiquiatra para fabricarte un diagnóstico. Ordenó sedarte con alucinógenos para provocarte episodios. Manipuló el video del cuchillo para que pareciera que eras un peligro para todos, pero en especial para los niños. Hizo creer al mundo que habías enloquecido por la quiebra y el suicidio de tus padres.
La taza tembló entre sus manos, como si absorbiera el temblor que ella no se permitía mostrar del todo. Una lágrima negra de café se deslizó por el borde, como si el propio dolor supiera cómo derramarse con elegancia sin hacer ruido.
—No puedo creer que haya sido capaz de... El hombre que fue el amor de mi vida… —la voz se le quebró en un suspiro—. El padre de mis hijos. Él arruinó mi vida.
No se cubrió el rostro. Dejó que las lágrimas bajaran despacio, sin prisa, como si cada una necesitara salir para vaciar un poco del peso que llevaba dentro.
No tenía intención de ocultarse, después de todo lo que había soportado, llorar frente a Julián no le parecía una debilidad, sino una forma honesta de mostrarse humana.
Julián le acercó un pañuelo blanco con sus iniciales, sin decir nada. Catalina lo tomó con lentitud, pero no lo usó, solo dejó que las lágrimas siguieran cayendo, porque necesitaba sentirlas, necesitaba que el dolor se notara, al menos para ella misma.
Había callado demasiado tiempo. Ahora, ni siquiera quería limpiarse el rostro, quería recordar lo que se sentía estar rota y aún así seguir en pie.
—Ahora entiendes por qué te saqué de allí. Eres una pieza clave, y no sólo por lo que sabes, sino por quién eres —dijo él, sin rodeos, mirándola con firmeza—. Te necesito, Catalina, porque sin ti este plan no tiene sentido. Y por eso mismo, no pienso detenerme hasta ver cómo se desmorona cada ladrillo del imperio que te destruyó, que nos destruyó.
Ella respiró hondo, conteniendo el sollozo como quien intenta sostenerse entre los escombros. Las palabras de Julián se le clavaban en el pecho, no por lo que decían, sino por que despertaban la necesidad de reconstruirse, de levantarse del fango con algo más que rabia.
Alzó el rostro, con la barbilla erguida, como si volviera a recordarse quién era, no solo para él, sino para sí misma. Y en ese gesto había algo más que orgullo, había una decisión.
—Necesito garantías, Julián. Anoche creí en ti porque no tenía alternativa. Pero ya no puedo permitirme otra trampa. No más apuestas ciegas. —Su voz estaba cargada de control, aunque por dentro, el miedo latía como tambor, pero no iba a retroceder.
Julián asintió. Sacó un pendrive negro y lo colocó sobre el mantel como quien deja una llave de vida y muerte.
—Aquí tienes copias cifradas de todos los correos, transferencias y grabaciones, es todo lo que he recolectado hasta el momento. Hay tres respaldos automáticos que se enviarán a la prensa si algo me ocurre —dijo con calma y en ningún momento su mirada color miel se apartó de la suya—. Y quiero algo a cambio.
Catalina tomó el dispositivo con cuidado, sintiendo su peso más allá del físico. No era grande, pero en su mano parecía cargar decisiones, heridas, verdades y caminos que no tendrían vuelta atrás.
Le pesaba como un corazón de hierro, no por el material, sino por lo que representaba.
—Habla.
—Quiero que compres el siete por ciento de Grupo Moreau, la filial más rentable de los Berthier. Lo harás a través de un fideicomiso anónimo, serás mi accionista silenciosa. Cuando los arruinemos, ese siete por ciento nos dará la llave para reestructurar todo… y para que lleves tu apellido, Delcourt, a la presidencia —explicó Julián, manteniendo un tono firme pero sereno. No había ansiedad ni ambición en su voz, solo una claridad que venía de alguien que ya había medido las consecuencias.
Catalina dejó escapar un suspiro, largo y contenido, como si intentara ordenar las ideas que se agolpaban en su mente.
Lo que Julián acababa de proponerle no era solo una estrategia de venganza, era una declaración de guerra vestida de oportunidad. Sentía una mezcla extraña de asombro, respeto y vértigo, como si estuviera asomada al borde de algo que ya no podía ignorar.
—¿No te basta con salvarme? —preguntó, y su mirada no se desvió de la suya. Quería saber hasta dónde llegaba esa promesa.
Julián sostuvo su mirada sin apartarse ni un segundo. El sol entraba por el ventanal y rozaba sus ojos color miel, pero el brillo que asomaba no tenía nada que ver con la luz del día.
No era compasión ni nostalgia, era una convicción tranquila, como si ya hubiera tomado una decisión y estuviera esperando que ella hiciera lo mismo.
—No busco salvarte, Catalina. Busco que reines y lo demás vendrá por añadidura.
Esa frase le cambió el ritmo al mundo.
Todo en su interior, desde la rabia hasta el miedo que aún le recorría los huesos, se ordenó como si por fin hubiera un rumbo claro. Catalina bajó los párpados por un segundo y soltó el aire contenido en su pecho. Por primera vez en mucho tiempo, sintió que había algo por lo que valía la pena seguir en pie.
—Entonces es un trato.







