Ahora mando yo, exmarido.
Ahora mando yo, exmarido.
Por: Juliany Linares
¡No estoy loca!

Catalina llevaba tres meses encerrada en un hospital psiquiátrico.

Su marido fue quien la envió allí.

Y lo peor era que ella lo había aceptado.

 Lo hizo por sus hijos. Por su familia. Por amor.

Más tarde entendería que todo era una trampa.

—¡Déjenme salir! ¡No estoy loca! —gritó Catalina golpeando con desesperación la puerta acolchada de su habitación.

La garganta le ardía por tanto gritar, y las manos le dolían, pero no se detenía. Nadie la escuchaba.

El silencio del pabellón psiquiátrico era tan espeso que parecía pegarse a la piel. Catalina apenas recordaba cómo sonaba su propia voz antes de llegar allí.

Del otro lado del vidrio opaco, el doctor Vallois la observaba con una calma escalofriante. Ajustó sus lentes y tomó nota en una carpeta, como si estuviera viendo a un experimento, no a una mujer.

—La paciente ha tenido otro brote. Aumenten la dosis —ordenó sin emoción.

La enfermera entró en la habitación con el carrito metálico. El vaso de plástico temblaba en su mano. No se atrevió a mirarla directamente.

—Catalina, por favor, coopera. Solo te ayudará a dormir mejor —dijo en voz baja, sin alma.

Catalina retrocedió un paso.

—Eso es lo que quieren, ¿no? —susurró—. Que me duerma. Que olvide.

Pero ella ya no quería olvidar.

Había sido atada, sedada, silenciada durante semanas. Cada pastilla era un candado nuevo en su mente. Y cada noche se preguntaba si realmente estaba perdiendo la razón.

Recordó aquel día que Luciano le mostró los videos de seguridad donde ella aparecía fuera de control, estaba en la cocina de la mansión agitando un cuchillo hacia los niños y diciendo cosas sin sentido.

Los empleados la miraban con miedo.

Y ella, avergonzada, terminó creyendo que tal vez sí estaba enferma.

Luciano le habló con voz suave, la misma que antes usaba para decirle que la amaba.

Le aseguró que todo era por su bien.

“Por el bien de los niños”, le dijo.

Y Catalina cedió, pensando en los rostros de Elian y Lana, en la sonrisa de su esposo, en la idea de que sanaría pronto y volvería a casa.

Pero Luciano nunca volvió.

No llamó.

No preguntó.

No intentó sacarla.

Las pastillas la hundían cada vez más. A veces despertaba sin saber si era de día o de noche. Si era lunes o viernes.

 Todo se deshacía en su cabeza, menos una cosa, la necesidad de sobrevivir.

Cuando la enfermera se inclinó sobre ella con la jeringa lista, Catalina actuó.

Con un movimiento rápido tomó un bisturí del carrito y lo presionó contra el cuello de la mujer.

—No quiero hacerte daño —dijo con voz temblorosa pero firme—. Solo quiero que llames a Luciano. Ahora mismo. Quiero verlo.

La enfermera palideció. Tragó saliva, intentando mantener la calma.

A escondidas, presionó el botón de emergencia junto a la cama.

El doctor Vallois apareció segundos después, levantando ambas manos.

—Tranquila, Catalina. Voy a llamar a tu marido ahora mismo, ¿de acuerdo?

Catalina lo miró con desesperación.

—Hazlo —susurró.

El médico asintió lentamente, sacó su teléfono y se acercó con cautela.

—¿Es este el número? —preguntó, mostrando la pantalla.

Catalina bajó la mirada por un instante.

Gran error.

Vallois se lanzó sobre ella con rapidez, le arrebató el bisturí y la empujó hacia la cama. La enfermera lo ayudó.

Las correas apretaron sus muñecas y tobillos.

Catalina gritó, lloró, suplicó.

Nadie la oyó.

El médico levantó otra jeringa.

—Tranquila —murmuró—. Todo pasará pronto.

El brillo del metal la heló por dentro.

Pero antes de que la aguja la tocara, la puerta del pabellón se abrió de golpe.

El sonido fue como un trueno.

Un hombre alto, vestido de traje negro, entró con paso firme y una carpeta en la mano.

—¡Suéltenla!

El doctor se giró, molesto.

—¿Quién es usted? Este es un pabellón restringido.

—Y también una vergüenza médica —respondió el hombre con calma—. He visto prisiones más humanas que este hospital.

Catalina lo observó con el corazón acelerado. No lo conocía, pero algo en su mirada le trasmitía un poco de seguridad.

—¿Quién es usted? —preguntó, apenas audible.

—Alguien que te sacará de aquí. —respondió el desconocido de ojos miel acercándose a ella.

El doctor intentó recuperar el control.

—Ella está aquí por voluntad propia, y según los informes…

—Según los informes falsificados por su esposo —lo interrumpió el hombre con serenidad—. Los mismos que usted firmó sin revisar los antecedentes. Los mismos documentos que autorizaron el uso prolongado de fármacos prohibidos.

El rostro del médico se tensó y la enfermera retrocedió atónita.

Nadie se atrevió a hablar.

Catalina lo miró, sin comprender del todo.

—¿Q-qué está diciendo?

El hombre abrió la carpeta y se la mostró.

Eran recetas con su nombre, sellos falsificados y la firma de Luciano Moreau.

Por un momento, Catalina sintió que el suelo se movía bajo sus pies.

—¿Él… me drogó? ¿Desde cuándo?

—Meses —respondió él—. Fue la manera más limpia de desaparecerte del mundo. Sin escándalos. Sin dejar huellas.

El silencio llenó la habitación.

El médico bajó la mirada. La enfermera se cubrió la boca, horrorizada.

El hombre llegó a ella y la liberó de las correas, el doctor iba a impedirlo, pero un par de hombres armados escoltaban al desconocido.

Catalina se incorporó con dificultad, apoyándose en la pared.

—¿Y tú? ¿Qué ganas con esto? —preguntó, con la voz aún temblorosa.

Él la miró directamente.

—Si quieres salir de aquí, tendrás que hacer un trato conmigo. Soy un hombre de negocios. Y tú tienes algo que necesito, el acceso al mundo de los Moreau-Berthier.

Catalina lo miró fijamente.

Su corazón golpeaba fuerte, pero sus manos ya no temblaban.

Había vivido el infierno. Lo que viniera después no podía darle miedo.

—¿Y si esto es otra trampa? —preguntó.

—Entonces, al menos, saldrás de esta —contestó él, con una honestidad que la desarmó.

Por primera vez en meses, Catalina sintió que su voz le pertenecía otra vez, esta era su oportunidad de salir de ahí.

—Acepto

Catalina no miró atrás.

La jaula se había abierto.

Y esta vez, no pensaba volver.

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