Mundo de ficçãoIniciar sessão
Catalina llevaba tres meses encerrada en un hospital psiquiátrico.
Su marido fue quien la envió allí.
Y lo peor era que ella lo había aceptado.
Lo hizo por sus hijos. Por su familia. Por amor.
Más tarde entendería que todo era una trampa.
—¡Déjenme salir! ¡No estoy loca! —gritó Catalina golpeando con desesperación la puerta acolchada de su habitación.
La garganta le ardía por tanto gritar, y las manos le dolían, pero no se detenía. Nadie la escuchaba.
El silencio del pabellón psiquiátrico era tan espeso que parecía pegarse a la piel. Catalina apenas recordaba cómo sonaba su propia voz antes de llegar allí.
Del otro lado del vidrio opaco, el doctor Vallois la observaba con una calma escalofriante. Ajustó sus lentes y tomó nota en una carpeta, como si estuviera viendo a un experimento, no a una mujer.
—La paciente ha tenido otro brote. Aumenten la dosis —ordenó sin emoción.
La enfermera entró en la habitación con el carrito metálico. El vaso de plástico temblaba en su mano. No se atrevió a mirarla directamente.
—Catalina, por favor, coopera. Solo te ayudará a dormir mejor —dijo en voz baja, sin alma.
Catalina retrocedió un paso.
Pero ella ya no quería olvidar.
Recordó aquel día que Luciano le mostró los videos de seguridad donde ella aparecía fuera de control, estaba en la cocina de la mansión agitando un cuchillo hacia los niños y diciendo cosas sin sentido.
Luciano le habló con voz suave, la misma que antes usaba para decirle que la amaba.
Pero Luciano nunca volvió.
Las pastillas la hundían cada vez más. A veces despertaba sin saber si era de día o de noche. Si era lunes o viernes.
Todo se deshacía en su cabeza, menos una cosa, la necesidad de sobrevivir.
Cuando la enfermera se inclinó sobre ella con la jeringa lista, Catalina actuó.
—No quiero hacerte daño —dijo con voz temblorosa pero firme—. Solo quiero que llames a Luciano. Ahora mismo. Quiero verlo.
La enfermera palideció. Tragó saliva, intentando mantener la calma.
El doctor Vallois apareció segundos después, levantando ambas manos.
Catalina lo miró con desesperación.
El médico asintió lentamente, sacó su teléfono y se acercó con cautela.
Catalina bajó la mirada por un instante.
Vallois se lanzó sobre ella con rapidez, le arrebató el bisturí y la empujó hacia la cama. La enfermera lo ayudó.
El médico levantó otra jeringa.
El brillo del metal la heló por dentro.
El sonido fue como un trueno.
—¡Suéltenla!
El doctor se giró, molesto.
—Y también una vergüenza médica —respondió el hombre con calma—. He visto prisiones más humanas que este hospital.
Catalina lo observó con el corazón acelerado. No lo conocía, pero algo en su mirada le trasmitía un poco de seguridad.
—Alguien que te sacará de aquí. —respondió el desconocido de ojos miel acercándose a ella.
El doctor intentó recuperar el control.
—Según los informes falsificados por su esposo —lo interrumpió el hombre con serenidad—. Los mismos que usted firmó sin revisar los antecedentes. Los mismos documentos que autorizaron el uso prolongado de fármacos prohibidos.
El rostro del médico se tensó y la enfermera retrocedió atónita.
Catalina lo miró, sin comprender del todo.
El hombre abrió la carpeta y se la mostró.
Por un momento, Catalina sintió que el suelo se movía bajo sus pies.
—Meses —respondió él—. Fue la manera más limpia de desaparecerte del mundo. Sin escándalos. Sin dejar huellas.
El silencio llenó la habitación.
El hombre llegó a ella y la liberó de las correas, el doctor iba a impedirlo, pero un par de hombres armados escoltaban al desconocido.
—¿Y tú? ¿Qué ganas con esto? —preguntó, con la voz aún temblorosa.
Él la miró directamente.
Catalina lo miró fijamente.
—¿Y si esto es otra trampa? —preguntó.
—Entonces, al menos, saldrás de esta —contestó él, con una honestidad que la desarmó.
Por primera vez en meses, Catalina sintió que su voz le pertenecía otra vez, esta era su oportunidad de salir de ahí.
—AceptoCatalina no miró atrás.
La jaula se había abierto.
Y esta vez, no pensaba volver.







