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Estoy dada de alta, cariño.

La noche en que Catalina Delcourt cruzó las puertas del hospital psiquiátrico, ya no era la misma mujer que había entrado.

Llevaba un abrigo que no era suyo, los pies descalzos y el camisón ondeando con el viento.

En el pecho apretaba los papeles de su alta médica como si fueran su única prueba de existencia.

No sentía miedo, solo una idea fija que latía como una orden en su cabeza: volver a casa.

Pero cuando llegó, comprendió que ya no tenía una.

Las luces de la mansión Delcourt brillaban con una intensidad ofensiva. Los jardines estaban llenos de invitados, de música, de copas en alto.

Parecía una boda.

Y en el centro, bajo un arco de rosas blancas, estaba él.

Luciano Moreau.

Su esposo.

Traje oscuro, sonrisa impecable, copa en la mano.

Y a su lado, la mujer que una vez había dejado para casarse con Catalina.

Sara Armand.

Lucía un vestido blanco de seda y la felicidad fácil de quien no tiene nada que perder.

Entonces Catalino vio el letrero detrás de ellos que lo decía todo:

“Compromiso de Sara & Luciano.”

Catalina se quedó inmóvil.

El barro se le pegaba a los pies y el alma se le desmoronaba, como si todo el peso de su pasado le cayera de golpe sobre los hombros.

No podía creer lo que veía.

¿Cómo era posible que su esposo estuviera comprometiéndose con su ex?

¿Cómo podía sonreír tan tranquilo, tan feliz, alzando una copa, mientras que ella salía de aquel encierro en el que él la metió?

Pero entonces, los vio.

Sus hijos.

Lana y Elian.

Corrían por el jardín, riendo sin ni siquiera percatarse de su presencia.

El corazón se le partió en dos, pero enseguida algo dentro de ella se encendió, una furia serena, fría, poderosa.

Catalina Delcourt había vuelto, y no pensaba arrodillarse.

Los aplausos estallaron justo cuando Luciano alzaba su copa.

—Gracias por acompañarnos —dijo con voz cálida, esa que usaba para el público—. Es un honor anunciar que Sara y yo… vamos a casarnos.

Los flashes iluminaron el jardín capturando la mejor imagen.

Sara fingió sorpresa mientras recibía el anillo de compromiso y los invitados aplaudieron con entusiasmo artificial.

Nadie imaginaba que, entre ellos, caminaba un fantasma.

Catalina avanzó despacio.

Su figura desentonaba entre la elegancia de la fiesta.

Era una afrenta viva, un recuerdo que Luciano creía enterrado.

Pero no se detuvo.

Fue Adeline, la hermana de Luciano, quien la vio primero.

—¡Luciano! —gritó, llevándose una mano al pecho—. ¡Es Catalina! ¡Está aquí!

El micrófono captó su voz y el grito retumbó en todo el jardín. El silencio que siguió fue absoluto.

Luciano giró la cabeza y por un instante, su rostro se contrajo en puro terror.

¿Qué hacía Catalina allí?

¿Cómo había salido del hospital psiquiátrico si él mismo se había encargado de mantenerla en el manicomio?

¿Quién se había atrevido a abrirle la puerta del encierro que tanto le costó construir?

Luego, como buen actor, volvió a sonreír fingiendo control.

Catalina siguió caminando en medio de las miradas y las conversaciones murmuradas se apagaron.

Los invitados la observaban con una mezcla de morbo y desconcierto.

—Es ella. Catalina Delcourt —susurró alguien.

—¿No estaba loca?

—Qué vergüenza venir así.

Catalina los escuchó, pero no bajó la cabeza.

Había pasado por el infierno, el juicio de esas personas ya no dolía.

Luciano bajó del escenario con elegancia ensayada, intentando mantener la compostura.

—Cata… ¿cómo saliste del hospital? —preguntó acercándose para bloquearle el paso. Su voz sonaba amable, pero en los ojos le hervía la rabia.

Catalina alzó los papeles una vez que estuvo frente a él.

—Estoy dada de alta, cariño —dijo alto, para que todos oyeran—. Pero parece que nadie de mi familia consideró oportuno venir a recogerme.

Un murmullo recorrió el jardín entre los invitados.

Luciano apretó la mandíbula, un tic apenas visible que revelaba la furia detrás de su sonrisa ensayada.

El corazón le golpeaba en el pecho y sintió cómo el control, ese que tanto se esforzaba por mantener, se deslizaba lentamente entre sus dedos.

—No es el momento. Vamos a hablar en privado —murmuró, intentando recuperar el control, aunque el temblor en su mano lo delataba.

Catalina no se movió.

—¿Ahora sí quieres hablar conmigo? Llevo tres meses sin una llamada, sin una visita. Para ti, ya estaba muerta, ¿verdad? —preguntó con una serenidad que heló el aire.

Luciano tragó saliva, consciente de que todos lo observaban.

Sara, que estaba paralizada sin entender nada, dio un paso atrás, aferrando su copa con fuerza, sin saber si intervenir o desaparecer.

—Catalina, estás alterada —dijo Luciano, intentando tomarle el brazo—. No hagas esto.

—Estoy despierta —respondió ella, soltándose de golpe—. Que no es lo mismo.

El murmullo creció y los flashes de las cámaras no se detuvieron, pero nadie intervenía.

Y entonces, entre el ruido, se alzaron voces conocidas.

—¡Qué vergüenza! —dijo Margot Berthier, la madre de Luciano, con su tono de superioridad heredada—. Siempre supe que esa mujer no estaba bien de la cabeza.

—Mírala —añadió su esposo Sebastián Moreau, cruzado de brazos, disfrutando el espectáculo—. No es más que un despojo.

—¿La van a dejar acercarse a los niños? ¿Después de todo lo que hizo? —susurró una tía política, llevándose una copa a los labios —¿Y si se le da por atacar a alguien aquí? ¡Mírala! Está completamente ida.

Adeline no se quedó atrás. Con una sonrisa envenenada aprovechó el momento para clavarle su daga habitual disfrazada de preocupación.

—Tal vez debimos contratar seguridad... aunque, francamente, dudo que alguien en su sano juicio aparezca vestida como una indigente a una gala. Pobrecita, realmente está loca.

—Es una loca esquizofrénica —añadió Margot con repudio, mientras observaba a Catalina como si fuera una amenaza pública y no la madre de sus nietos.

Catalina los escuchó a todos, sin apartar la mirada de su esposo.

Cada palabra era una herida que volvía a abrirse.

Pero no lloró, solo levantó el mentón.

Y entonces, su mirada se encontró con lo único que podía mantenerla de pie.

Sus hijos, Lana y Elian, quienes estaban de pie junto al arco floral, vestidos de blanco, tomados de la mano mirando con miedo lo que pasaba.

Catalina dio un paso hacia ellos y su voz se quebró apenas un suspiro.

—Mis amores… mamá volvió.

Pero ellos… ellos la miraban como si fuera una sombra sin nombre, incapaces de reconocerla como la mujer que los había llevado en el vientre, que les había cantado al dormir.

No la reconocían.

Y por primera vez en meses, Luciano perdió la sonrisa…

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