Los niños retrocedieron al ver a la mujer que se acercaba a ellos con aquel aspecto desaliñado, el cabello enmarañado y los ojos encendidos de emoción contenida.
Lana, con los ojos muy abiertos, se escondió entre los pliegues del vestido de la niñera como si buscara una barrera contra una visión que no entendía. Elian, desconcertado y asustado, se abrazó a su hermana con fuerza, como si la presencia de su madre fuera una amenaza y no un refugio. No dijeron nada, ni una sola palabra, solo un rechazo callado, casi inconsciente, que le rompió el alma en mil pedazos a Catalina, como si su propia sangre la repudiara. Luciano se adelantó con paso calculado, colocándose entre ella y los niños, erigiéndose como una muralla protectora con una expresión que fingía preocupación, pero que escondía un intento claro de control. —Los has asustado. No deberías haber venido así, Catalina —dijo con un tono más firme, casi como una orden disfrazada de consejo, intentando convertir su regreso en una falta de criterio y no en el acto valiente que era. Catalina tragó saliva, sintiendo cómo la rabia y el dolor se le enredaban en la garganta. Apretó los puños con fuerza, obligándose a no derrumbarse en medio de todos. —No sabía que era necesario un código de vestimenta para asistir a la fiesta de compromiso de mi propio esposo —replicó con ironía templada, dejando caer la frase como una lanza afilada entre los murmullos del gentío. —Mamá está enferma, cariño. Por eso estuvo lejos —intervino Adeline con un tono edulcorado, modulando su voz para parecer dulce frente a los niños, pero con una mirada cargada de veneno—. Pero ahora está un poco mejor, ¿sí? Catalina la fulminó con una mirada tan fría que pareció detener el tiempo. No necesitó hablar para dejar claro su desprecio. —Estoy mejor, sí. Lo suficiente como para notar cuán rápido decoraron mi ausencia —respondió con una voz tan afilada que cortó el aire, y luego se volvió hacia Luciano—. ¿Cuánto tiempo tardaste? ¿Semanas? ¿Días? Luciano dio un paso hacia ella, no con la ternura de un esposo arrepentido, sino con la arrogancia medida de quien intenta recuperar el control de una situación que se le escapa de las manos. —Este no es el lugar para esta conversación —dijo él, bajando la voz, como si con eso pudiera apagar la escena pública que ya era imposible de borrar. —Tienes razón —asintió Catalina con una calma letal, una serenidad que descolocaba—. Pero parece que era el lugar perfecto para olvidarme. En ese instante, mientras las copas quedaban suspendidas en el aire y el murmullo hipócrita de las apariencias se extinguía como una vela vencida por el viento, Catalina alzó la cabeza y, entre el enjambre de rostros petrificados, divisó uno que no reflejaba sorpresa ni escándalo. Allí, bajo la luz tenue de una lámpara antigua, estaba el rostro de su héroe, Julián Moreau, el único que no la miraba con juicio, miedo o burla, sino con una calma firme, como si hubiera sabido todo el tiempo que ese momento llegaría. No la saludó, no hizo un solo gesto, pero su mirada hablaba con una claridad demoledora. Lo estás haciendo bien. Catalina giró sobre sus talones con elegancia, ignorando a Luciano a Sara, a los invitados con miradas juiciosas, al rechazo de sus hijos... y caminó hacia la entrada de su casa con la dignidad de quien lleva la espalda herida, pero jamás encorvada. Esa noche, Catalina Delcourt no destruyó a nadie. Pero dejó claro que había regresado. Y esta vez, no pensaba marcharse en silencio. ... El jardín, que minutos antes era una postal de celebración, quedó en penumbra. Los últimos invitados eran escoltados con discreción por el personal de servicio, que no sabía dónde poner la mirada. El compromiso no había terminado, sino que fue suspendido por la aparición de la esposa loca de Luciano. Catalina se quedó de pie junto al umbral, inmóvil, con los dedos helados por el viento nocturno y el alma desgarrada por la soledad. El abrigo prestado apenas contenía el frío que le venía desde dentro, ese que cala hasta los huesos cuando te das cuenta de que nadie te esperaba, que nadie pensó en ti, que nadie te guardó tu lugar. Luciano apareció poco después, con los hombros tensos y un suspiro fingidamente agotado en los labios. —No tenía opción —empezó, como si ella le hubiera preguntado algo—. La familia necesitaba una anfitriona… y los niños… Elian y Lana… necesitaban una madre. Pero tú estabas… mal de la cabeza. —¿Y por eso decidiste reemplazarme antes de enterrarme oficialmente o siquiera divorciarte? —preguntó Catalina con voz serena pero tan cortante como una cuchilla recién afilada. Luciano frunció el ceño, pero no respondió. No estaba preparado para esa versión de ella tan serena a pesar de todo. Tal vez esperaba gritos, lágrimas, una escena de histeria que justificara lo que tanto se había esforzado en conseguir, todo el discurso que había construido para deslegitimarla, el de una Catalina desequilibrada. —Catalina… no entiendes. Lo hice por todos, por los niños —dijo Luciano con un tono forzadamente suave, intentando disfrazar su culpa con un aire de sacrificio, como si sus actos fueran heroicos y no profundamente egoístas. Ella dejó escapar una leve sonrisa, carente de toda calidez, una mueca que parecía más una declaración de incredulidad amarga que un gesto real de humor. —Claro, Luciano. Qué noble de tu parte arrastrarme a un hospital psiquiátrico, anularme como persona y luego anunciar tu compromiso con tu exnovia —dijo Catalina con voz serena, aunque sus entrañas hervían de rabia. Él se giró con un gesto cansado, como si se sintiera víctima de sus propias decisiones, arrastrando los pies del alma con la pesadez de quien ha construido su propio calvario ladrillo a ladrillo. No podía sostener su mirada, no por culpa, sino porque sabía que la situación se le había escapado de las manos y tendría que buscar la manera de arreglar aquel desastre antes de que fuera demasiado tarde. —Ahora no es el momento. Mañana… hablaremos de cómo vamos a manejar esto. —¿Esto? —repitió Catalina, soltando una risa seca—. ¿Así es como le llamas ahora a tu esposa legítima? Antes de que él pudiera responder, una voz aguda y cargada de veneno se filtró entre las sombras del pasillo, cortando el aire como una cuchilla envuelta en terciopelo. —Vaya, vaya… la loca regresó con certificado y todo. —Era Adeline, la hermana menor de Luciano, de pie junto a la puerta con los brazos cruzados, luciendo una sonrisa maliciosa y los ojos encendidos de crueldad. —¿Y cómo piensas demostrar que no estás loca? ¿Y si mañana amaneces con un cuchillo en la mano otra vez? ¿Quién te detendrá esta vez? ¡Eres una amenaza para los niños! Catalina la recorrió con la mirada de arriba abajo, deteniéndose un instante en cada detalle de su aspecto como si estuviera evaluando una amenaza menor, pero con la misma frialdad con la que se analiza a un insecto antes de aplastarlo. —¿Sabes cuál es la diferencia entre tú y yo, Adeline? La joven frunció los labios, retadora, con la altivez de quien se siente intocable, aunque por dentro comenzaba a hervirle la sangre ante la amenaza elegante de Catalina. —Ilústrame, ya que ahora pareces tan lúcida. Catalina se acercó solo un paso, lo suficiente como para que sus palabras fueran privadas pero tan firmes que parecían talladas en granito. —Tú finges estar cuerda, pero se nota que el veneno te corre por dentro. Yo, en cambio, tengo como probar que no estoy ni estuve loca. Tú solo tienes un ego frágil que necesita rebajarme para sentirse segura —añadió Catalina con una media sonrisa de triunfo, dejándole claro que ni siquiera sus mejores venenos podían volverla a romper. Luego inclinó ligeramente la cabeza, como si le hablara a una niña caprichosa—. Y lo peor, Adeline, es que hasta para ser cruel se necesita clase, y tú naciste sin ella. Adeline abrió la boca, buscando alguna réplica hiriente, pero no encontró palabras. Se giró bruscamente y se marchó, con el eco de su humillación resonando en los pasillos como un castigo justo y Luciano se fue tras ella. Catalina respiró hondo, sintiendo cómo el aire regresaba a sus pulmones con el peso agrio de una victoria a medias. Había ganado la batalla, sí, al menos aquella contienda verbal que dejó a Adeline sin palabras. Sin embargo, en lo profundo de su pecho, sabía con amarga certeza que aquello era apenas la punta del iceberg. Cuando subió… fue peor de lo que imaginaba. Empujó la puerta de lo que solía ser su habitación, con la esperanza ingenua de encontrarla tal como la había dejado, pero la realidad la abofeteó. Los cojines eran nuevos, con un patrón que jamás habría elegido. Las flores frescas en el jarrón, aunque hermosas, no eran sus favoritas. La colcha de satén, bordada en tonos marfil y cuidadosamente extendida sobre la cama, no era la suya ni evocaba la sensación de hogar que tanto había cuidado construir. Y en la mesita de noche, como una bofetada silente, aún quedaban dos copas de vino a medio vaciar, vestigios de una intimidad ajena, pruebas irrefutables de que alguien más había ocupado su lugar. Sara Armand, la amante de su esposo.