Necesito control.

Luciano apoyó los codos sobre el escritorio de nogal, hundiendo los dedos en el borde de la madera con tanta fuerza que los nudillos se le blanquearon.

Por quinta vez consecutiva marcó el número directo del ala B del Saint-Rémy. Cada pitido del tono libre se le clavaba en los oídos como el eco de un fracaso. Era como escuchar cómo alguien huía mientras él se quedaba atrapado.

Uno... dos... tres tonos... y nada.

Su dedo tembló cuando colgó, dejando que el móvil golpeara la superficie del escritorio y la carcasa vibró levemente entre sus manos sudorosas. La pantalla parpadeó un segundo más, como si incluso el aparato compartiera su desesperación, sabía que aquel silencio no era un error ni una casualidad.

Era un mensaje.

Una traición.

Lo sentía en la piel, en la presión invisible que le apretaba el pecho hasta impedirle respirar con normalidad, en el sudor frío que resbalaba desde su nuca hasta perderse bajo el cuello desordenado de su camisa.

Con el pulgar tembloroso marcó de nuevo, esta vez el interno del doctor Vallois.

Aquel hombre había sido durante meses su pieza más valiosa, el cómplice silencioso que rubricó diagnósticos y convirtió a Catalina Delcourt en un espectro institucional, en una loca esquizofrénica.

Un tono y luego, el salto inmediato al buzón de voz.

Su mandíbula se tensó, esta vez, apretó el móvil hasta sentir cómo crujía la carcasa bajo sus dedos. Por un instante se imaginó partiéndolo en dos, pero ni eso aplacaría la furia que subía por su cuerpo como un veneno.

Quiso recuperar el control, pero apenas logró calmar el temblor que le recorría los brazos. Desvió la mirada hacia la pantalla gigante que cubría la pared del fondo, aunque sabía que era un error.

Desde hacía más de una hora no dejaba de proyectar titulares, cada frase era una sentencia de muerte escrita en letras rojas:

"La esposa silenciada vuelve del manicomio".

Y la imagen, peor que las palabras: Catalina en el jardín, aún envuelta en ese abrigo prestado, levantando un certificado médico como quien porta una bandera.

"Compromiso manchado: Luciano Moreau Berthier celebra compromiso con Sara Armand mientras sigue casado".

"Heredera Delcourt reaparece y exige respuestas: ¿locura fingida o complot familiar?".

"LA ESPOSA LOCA VS. LA AMANTE DESCARADA: GUERRA EN LA ALTA SOCIEDAD".

El pitido agudo que estalló en su oído izquierdo no fue producto del estrés, aunque por un momento quiso creerlo.

Era su cuerpo gritándole que se estaba desbordando, traicionándolo en el instante en que más necesitaba mantenerse erguido

Se levantó de golpe, sin pensarlo, impulsado más por el instinto de escapar que por decisión consciente, haciendo que el sillón de piel crujiera con violencia al volcarse detrás de él, pero ni se dignó a mirarlo.

Comenzó a caminar en círculos por el despacho, se arrancó la corbata con manos temblorosas, tirando del nudo como si arrancara una soga que lo asfixiaba, moviéndose torpemente hasta soltarla del todo y dejarla caer al suelo sin siquiera mirarla.

La humillación no era sólo mental, era física, y se le adhería a la piel como una quemadura invisible que le recorría el cuerpo y le impedía pensar con claridad.

De un manotazo tomó el teléfono del despacho y llamó a su secretaria sin permitirle siquiera pronunciar su nombre.

—Cita a Carrero, a Valette y a todo el departamento legal a la sala de juntas. Ahora —ordenó sin levantar la voz, pero con un filo tan cortante que su secretaria no se atrevió a replicar.

—Señor, algunos apenas están llegando...

—Diez minutos. Si llegan tarde, quiero su carta de renuncia sobre mi escritorio —dijo con un tono que no admitía respuesta.

El teléfono tembló un instante en su mano antes de que cortara la llamada con un gesto seco, como si al hacerlo pudiera deshacerse también de la ansiedad que se le anudaba en la nuca.

Necesitaba que alguien, al menos, obedeciera.

El zumbido de la pantalla continuaba llenando el despacho, un sonido constante que se le clavaba en la sien. Los titulares se sucedían sin tregua, como si el escándalo se alimentara de su propia impotencia.

Volvió a marcar, esta vez el conmutador general del Saint-Rémy. Después, la extensión de urgencias. Luego, la recepción nocturna.

Nada.

Silencio absoluto.

Como si el hospital hubiera desaparecido, como si todos, de pronto, hubieran decidido abandonarlo.

Arrojó el móvil sobre la mesa de centro, lo miró un segundo y después descargó sus nudillos contra el cristal. La superficie vibró bajo el impacto, pero resistió.

Todo a su alrededor seguía intacto. Todo, excepto él.

El reloj marcó el minuto exacto cuando la puerta se abrió y los pasos resonaron en el silencio tenso de la sala de juntas.

El equipo de crisis entró en fila, con la rigidez de un pelotón que sabía que marchaba hacia su verdugo.

Su abogado principal Thibault Carrero encabezaba el grupo, sin disimular bien el sudor que le perlaba la frente y el leve temblor de sus manos.

Detrás de él apareció la directora de comunicación Clémence Valette, sujetando su tablet contra el pecho como si el dispositivo pudiera protegerla de lo que estaba por venir. Cerraban la formación dos analistas, ambos tan jóvenes como inseguros, caminando con la mirada fija en el suelo, demasiado intimidados para sostenerle la mirada a Luciano.

Luciano no les dirigió ni un vistazo, estaba demasiado ocupado conteniendo su propia rabia.

—Entierren esto —ordenó con una voz áspera sin ni siquiera saludar—. Quiero cada artículo eliminado, cada foto borrada, cada blog amenazado con demandas. Y que el Saint-Rémy publique un comunicado aclarando que la señora Delcourt fue dada de alta momentáneamente tras completar su tratamiento. Que todo el mundo sepa que no la soltaron porque se rehabilitó. ¿Quedó claro?

Carrero intercambió una mirada fugaz con Valette, ambos entendiendo sin palabras el riesgo de lo que estaban a punto de decir.

No le temía a las palabras en sí, sino a las consecuencias de pronunciarlas frente a Luciano, cuyo silencio comenzaba a pesar más que cualquier amenaza verbal.

—Con todo respeto, Sr. Moreau, las redes no se controlan con demandas. Si presionamos demasiado, provocaremos el efecto Streisand —respondió Carrero mientras sus dedos se crispaban sobre la carpeta que tenía frente a él, como si esperara un golpe que en cualquier momento caería.

Luciano giró la cabeza con lentitud, como si el simple acto de enfrentarse visualmente a su interlocutor requiriera un esfuerzo monumental. Su mirada, carente de humanidad, recorrió lentamente la sala como un cuchillo invisible, helando el aire a su paso hasta que se posó en su abogado.

—¿El qué? —preguntó Luciano en un susurro helado.

—Cuanto más intentes borrar algo, más se difunde —respondió Carrero en voz baja, aún sin atreverse a mirarlo directamente. Sabía que sus palabras eran inútiles, pero su conciencia profesional no le permitía callar.

El silencio cayó como una losa y Luciano lo contempló por unos segundos con la expresión de quien acaba de recibir una traición.

—¿Y qué sugieres? —Su voz no fue un grito sino algo peor. Un murmullo cargado de amenaza. Luego, descargó el puño contra la mesa. Papeles, bolígrafos y una grapadora se estremecieron bajo el impacto, pero nadie se atrevió a recoger nada—. ¿Que los inversores crean que voy a casarme con "la amante descarada" mientras la loca de mi esposa real se pasea por los medios jugando a la víctima? ¡Necesito control! ¡Y lo necesito ya!

Valette levantó su tablet lentamente, como si ese gesto pudiera protegerla de la furia que llenaba la habitación.

—“EsposaSilenciadaVuelveACasa” es la tendencia mundial número uno. Superamos las veintiséis millones de menciones en menos de cuatro horas. Las principales agencias ya replican la historia —informó Valette, con un esfuerzo visible por mantener la voz firme. Sus dedos, sin embargo, no lograban dejar de temblar sobre la pantalla de su tablet.

Sabía que cada palabra que pronunciaba era como echar gasolina al fuego en el que Luciano ardía.

El golpe que Luciano soltó contra la mesa fue más fuerte que el anterior. Una carpeta cayó al suelo y la grapadora rodó antes de detenerse contra el borde de la mesa.

—Silenciada mis cojones. ¡Ella está enferma, está loca! —rugió con tanta fuerza que su propia garganta se resintió.

Por un instante, pensó que si lo decía lo suficiente, si lo gritaba lo bastante alto, el mundo terminaría creyéndole.

Pero ni él mismo se lo creía ya.

Valette deslizó una imagen en la pantalla. Catalina con el certificado de alta médica sostenido entre las manos.

—En las fotos no lo parece. Su alta médica está firmada por un comité completo. El hospital sigue sin responder a nuestros comunicados —dijo Valette en un susurro, como si el peso de la realidad le cayera encima mientras hablaba.

Luciano cerró los ojos y masajeó el puente de la nariz. Lo que necesitaba no eran más datos, sino una salida que nadie sabía ofrecerle.

—Consigan una entrevista exclusiva con un psiquiatra de prestigio. Quiero que, en horario estelar, afirme que los brotes psicóticos pueden reaparecer. Que insinúe que la quiebra de los Delcourt y el suicidio de sus padres fue el detonante de su desestabilización mental —mientras hablaba, su mente ya visualizaba la entrevista, las preguntas manipuladas, las respuestas dirigidas.

Necesitaba recuperar el control, aunque fuera a través de más mentiras. Aunque supiera, muy en el fondo, que aquello no bastaría.

Carrero, que hojeaba papeles sin verlos, emitió un leve sonido con su garganta antes de hablar.

—Es un movimiento arriesgado, legalmente. Si Catalina nos demanda...

Luciano lo interrumpió antes de que terminara.

—No lo hará —dijo Luciano con una sonrisa géliday con tanta seguridad, como si la conociera como la palma de su mano—. Una madre estable no expone a sus hijos a un nuevo escándalo. Catalina no es idiota. Lo sabe —añadió, más para convencerse a sí mismo que a los demás.

La sala se quedó sin aire, nadie se atrevió a hablar, nadie siquiera se movió, aunque no pasó desapercibido el comentario: Catalina no es idiota...

¿Entonces como aseguraba que estaba loca?

Luciano los observó a todos, su desprecio se sentía como una daga presionada lentamente contra la garganta de cada uno.

Para él, ya estaban condenados.

—¿Algo más? —preguntó con la voz vacía, sin esperar realmente que alguien tuviera algo útil que decir.

El silencio fue la confirmación.

—Fuera. Trabajen. Quiero resultados antes de que acabe el día. ¡Y no quiero excusas!

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