Todo en esa habitación olía a Sara, a su fragancia cara que impregnaba hasta los rincones más recónditos. A su invasión silenciosa, devastadora y descarada.
Cada detalle gritaba su nombre, desde los cojines recién puestos hasta los perfumes sutiles que Catalina nunca habría elegido. Catalina cerró los ojos por un instante, intentando tragar el nudo que se le formó en la garganta, se sentó al borde de la cama que ella misma había elegido con esmero, la misma que había decorado a su gusto y transformado en su refugio. Luciano apareció en el umbral de la puerta, erguido y con esa expresión pétrea que solía adoptar cuando el control comenzaba a escapársele entre los dedos. Su sola presencia era un intento de reafirmar dominio, de recordarle a Catalina quién había dictado las reglas hasta entonces, pero lo que no sabía era que el tablero había cambiado. Y ella también. —Catalina… ya no vives aquí. Ella levantó la mirada, serena, pero con una chispa afilada en la voz que le cortó la compostura. —Luciano. Aunque hayas llenado esta casa con mentiras y reemplazos de poca monta, yo sigo siendo tu esposa. Legal y legítimamente —añadió, con una sonrisa afilada—. Lo que convierte a tu adorada Sara en una simple amante… una intrusa. Sus palabras cayeron como cristales rotos entre ellos, mientras la tensión en el aire se volvía casi insoportable. Luciano parpadeó, como si la verdad le hubiera golpeado de frente y no supiera cómo esconderse de ella. —Cata, no hagas esto más difícil —dijo con un tono que intentaba parecer comprensivo, aunque la tensión en su mandíbula lo traicionaba—. Los niños… ya se han encariñado con ella. No puedes venir ahora y desestabilizarlos. Ellos la necesitan. Necesitan paz. Catalina lo observó, sin pestañear, como si sus palabras fueran un mal chiste contado en un funeral, una broma grotesca lanzada en medio del duelo, el tipo de comentario que no provoca risa sino una vergüenza ajena que cala hondo. Sus ojos no parpadearon, pero su alma ardía por dentro, resistiéndose a quebrarse frente al hombre que la había arrastrado al abismo. —¿Y me lo dices tú? ¿Tú, que firmaste mi encierro con la misma facilidad con la que firmarías un cheque? No me hables de paz, Luciano. Tú les enseñaste a odiarme, a despreciarme… así que no me vengas con tu culpa disfrazada de sensatez. —Catalina se levantó y dio un paso al frente, como si ese movimiento pudiera colocarla de nuevo en el centro de una historia que otros habían escrito sin su consentimiento. —En fin. No me interesa dormir con ustedes, si eso es lo que te preocupa. Pero esta cama la pagué yo, y con gusto la dejaré si me asignas otra habitación. Luciano vaciló, con el ceño levemente fruncido y la mandíbula tensa. No sabía qué hacer con esa versión suya, contenida, sí, pero con una templanza que lo desarmaba, firme como una roca que ya no cede al oleaje. La mujer que tenía delante no era la que él había dejado encerrada en aquel hospital, rota y callada, rendida a los sedantes y al silencio, sino una nueva Catalina, erguida sobre sus cicatrices, transformada en alguien a quien ya no podía manipular ni predecir. —Está bien. Le pediré al personal que prepare el ala este. —Perfecto. Y pide también que desinfecten esta habitación, sigue siendo mía. Catalina no solo estaba reclamando una habitación, estaba marcando territorio, delimitando el espacio que él ya no tenía derecho a invadir sin consecuencias. Antes de salir, se volvió una vez más, dejando caer la estocada final. —Ah, y dile a Sara que recoja sus cosas. No me importa dónde duerma… pero no bajo mi techo. No mientras este apellido siga siendo mío. Luciano no respondió, solo apretó los labios, incapaz de articular palabra, mientras Catalina, con el corazón desgarrado y la dignidad intacta, se escabullía por los pasillos en penumbras. Estando en el pasillo que conectaba las habitaciones, Catalina se detuvo por un segundo, con el corazón golpeándole el pecho. La nostalgia se le metió bajo la piel como una ráfaga helada, y en un impulso irrefrenable, sus pasos comenzaron a moverse sin pedirle permiso. Sabía que podía arrepentirse, que quizá no era el momento, pero la urgencia de ver a sus hijos, aunque fuera tan solo un instante, aunque fuera desde la sombra, le ganó la batalla al dolor, al orgullo, al miedo. Con pasos sigilosos llegó hasta la puerta de la habitación de los mellizos. La abrió apenas unos centímetros, lo suficiente para observar sin ser vista, y se quedó inmóvil. Allí estaban, Elian y Lana aun despiertos. Sus risas llenaban el aire con ese timbre agudo y cristalino que Catalina solía reconocer incluso a través de las paredes. Jugaban entre almohadas, muñecos y bloques de colores, absortos en su mundo infantil, un universo donde ella ya no existía, donde su ausencia no dolía porque simplemente había sido borrada. Catalina, de pie junto a la puerta entreabierta, sonrió con nostalgia y sus ojos se humedecieron. Sin embargo, esa tenue alegría fue efímera, como una ráfaga que apenas roza la piel antes de desaparecer. Elian giró hacia la puerta al percibir su presencia, y en un instante todo cambió, sus ojos se abrieron como platos, pero no de sorpresa… sino de repudio y miedo. —¡Ahí está la loca! —gritó, señalándola con el dedo extendido, como si su sola presencia fuera una amenaza, como si estuviera frente a un monstruo de las pesadillas. "Loca". La acusación, lanzada con la brutal honestidad de un niño, desgarró el corazón de Catalina con la misma intensidad que un cuchillo. —¡Vete! ¡Papá dijo que ya no vivimos contigo! —Lana lo imitó enseguida, con la misma energía cruel. Sus ojos, antes reflejo de inocencia, ahora estaban nublados por el juicio aprendido. —¡Sí, lárgate! ¡Eres mala! ¡Das miedo! —añadió Elian, frunciendo el ceño con rabia infantil—. ¡Nadie quiere verte! —¡Eres la señora del manicomio! ¡La que grita! —chilló Lana, escondiéndose tras un cojín. Catalina retrocedió como si una ola invisible de dolor la hubiera golpeado de lleno. No dijo nada, simplemente no pudo, las palabras se le quedaron atoradas en la garganta como espinas imposibles de tragar, mientras sus ojos se mantenían abiertos, fijos, tratando de contener un alud de lágrimas que se negaba a brotar. Las palabras de sus hijos no eran solo crueles, eran cuchillas afiladas cargadas de inocencia corrompida, de rechazo aprendido, que se clavaban en su alma una y otra vez, dejándola sin escudo ni trinchera desde donde protegerse. Y en ese instante, se sintió pequeña, olvidada, arrancada del corazón de aquellos a quienes había dado la vida. Cerró la puerta con una lentitud dolorosa, como si al hacerlo tratara de no romperse en mil pedazos. Sus manos, temblorosas, permanecieron sobre el pomo unos segundos más, buscando estabilidad en medio del derrumbe. Respiró hondo, una, dos veces, y mientras se alejaba, las risas volvieron a estallar al otro lado del umbral. Esa vez, no eran dulces, eran crueles, punzantes, como si incluso la inocencia se hubiera convertido en otra arma contra ella, moldeada por la traición y el abandono. Esa noche, ya instalada en su nueva habitación, mucho mejor que el pabellón donde había estado durante meses, Catalina permaneció despierta durante una hora más, con los ojos clavados en el techo y el corazón latiéndole en la garganta. Intuía que los niños ya debían estar dormidos, pero la idea de acercarse a ellos, de verlos aunque fuera de lejos y poder darles un beso de buenas noches, la mantenía en vilo. Hacía tanto que no lo hacía. Finalmente, Catalina salió de su habitación con pasos silenciosos. A esa hora estaba el mayordomo dando una última vuelta a la mansión y ella aprovechó el momento para hacer su petición. —¿Puedo ver a los niños? El mayordomo bajó la mirada, incómodo, como si no pudiera sostenerle los ojos. —Señora… los niños quedaron algo nerviosos. Prefirieron quedarse esta noche en el ala norte, con la niñera. Lo siento. Catalina asintió lentamente, como quien se traga un cuchillo por dentro y no deja que la sangre se note. —Dígales que los amo. Que los extraño. Que mamá va a estar bien —susurró, conteniendo el temblor en sus labios. Se devolvió a la habitación cuando el mayordomo asintió con su cabeza, cerró la puerta tras de sí y se sentó en la cama en medio del silencio. El silencio de una casa que ya no la reconocía como suya. Y aun así, no lloró. Se recostó con los ojos abiertos, repasando una y otra vez lo ocurrido. La fiesta de compromiso de su aun esposo. Las miradas y el desprecio de sus hijos. La frialdad y cinismo de Luciano. La sorna venenosa de Adeline. Y sobre todo, el rostro de aquel hombre que la salvó. Julián... ¿Quién era realmente? ¿Por qué había aparecido justo en ese momento? ¿Cómo había conseguido toda esa información… y por qué la había salvado? ¿Cuál fue la verdadera causa de la muerte de sus padres? ¿Qué había detrás de todo ese complot y cuál era el verdadero objetivo de Luciano? Sus ojos comenzaron a cerrarse, no por descanso, sino por agotamiento emocional, pero incluso en sueños, las preguntas la perseguían con la misma intensidad que el miedo que había sentido durante cada noche en el hospital. Porque esta vez, no se trataba solo de recuperar su vida. Era su nombre. Su voz. Sus hijos. Su historia. Su verdad arrancada y pisoteada. Y Catalina Delcourt juró, con el corazón latiendo en silencio, que no se quedaría dormida en esta nueva guerra. Esta vez, iba a despertar de verdad.