Ethan siempre supo que había algo roto en él, algo que lo hacía sentir como un reflejo distorsionado entre la gente. Lo que no esperaba era que Ana, una chica con un pasado que no recuerda, compartiera esa misma oscuridad. Voces que susurran detrás de los espejos. Sombras que se mueven cuando nadie las mira. Un nombre olvidado que vuelve para exigir un precio. Cuando sus reflejos comienzan a cobrar vida y las grietas entre realidades se abren, Ethan y Ana descubren que sus destinos están atados a un espejo maldito y a secretos familiares que deberían haber permanecido enterrados. En un mundo donde la realidad se quiebra y los reflejos pueden matarte, amar a alguien puede convertirse en la decisión más peligrosa de todas. Una novela de romance oscuro, suspenso sobrenatural y batallas emocionales, donde cada elección puede cambiarlo todo.
Leer másEl reflejo y la carta
Siempre había sabido que había algo roto en mí. Lo sentía en cada paso por los pasillos del instituto, cada vez que la gente me miraba y yo no lograba sostener la mirada. Era como si detrás de mis ojos hubiera algo que se deslizaba, algo que no se veía, pero que me vigilaba desde dentro. Y aunque aprendí a ignorarlo, esa sensación de ser un reflejo distorsionado entre personas normales nunca se fue. Hasta que llegó esa mañana. Encontré el paquete en la puerta, sin remitente. Envuelto en papel marrón rasgado, atado con un cordel ennegrecido. El aire se sintió denso mientras lo recogía, y mis manos temblaron al abrirlo. Dentro, un espejo, o lo que quedaba de él: grietas que se abrían como telarañas sobre la superficie, con un residuo oscuro en las esquinas, como si hubiera llorado algo que se había secado con el tiempo. Y una nota, en papel amarillento, con tinta casi desvanecida: > “Cuídala, si puedes.” No tenía idea de a quién se refería. Ni por qué el reflejo en ese espejo parecía moverse un milímetro cuando lo miré, como si respirara, como si me mirara con una sonrisa torcida que yo no estaba haciendo. El frío subió por mis muñecas, como un escalofrío líquido que se aferró a mis huesos, mientras lo guardaba en mi mochila con el pulso acelerado, antes de que mi madre saliera de la cocina con esa sonrisa que no le llegaba a los ojos. —¿Todo bien, Ethan? —preguntó, su voz igual de vacía que su sonrisa. —Sí, mamá —mentí. Pero incluso mientras caminaba hacia el instituto, sentía el peso del espejo en mi mochila como un latido ajeno, pesado y oscuro, cada paso resonando como un eco en mi mente. La calle parecía más gris, las casas más estrechas, el cielo más lejano. El día pasó como un zumbido distante. Los gritos en los pasillos, las risas de los demás, las conversaciones sobre exámenes y fiestas... todo me rozaba sin tocarme realmente. Mi mente estaba atrapada en las palabras de la nota, en el reflejo que me miró sin moverse conmigo. Cuando sonó el timbre de salida, la sensación de que alguien me observaba era tan intensa que me detuve en la puerta, mirando a mi alrededor. Mis compañeros salían en grupos, riendo, chocando hombros, quejándose de los deberes, mientras yo solo escuchaba mi respiración. Fue entonces cuando lo vi. Al otro lado de la calle, un hombre con capucha oscura, inmóvil. No pude ver su rostro, solo la línea rígida de su cuello, las manos colgando a los costados, hasta que una de ellas se levantó, sosteniendo un papel. Lo dejó caer al suelo y giró, desapareciendo entre la gente. Mi cuerpo se movió antes de que pudiera pensar. Crucé corriendo, esquivando coches, ignorando los insultos de un conductor mientras recogía el papel. > “Todo comenzó por ella.” Mi pecho se comprimió, como si el aire se hubiera vuelto pesado de repente. Miré a mi alrededor, buscando al hombre, pero se había esfumado. Solo quedaba el murmullo de la calle, el eco de mi respiración y el papel arrugado en mi mano. La noche llegó temprano, o así lo sentí. Me encerré en mi habitación, con la luz tenue de mi lámpara proyectando sombras largas sobre las paredes. Saqué el espejo de mi mochila y lo coloqué sobre el escritorio, las grietas atrapando la luz como cicatrices de algo que no quería sanar. Lo miré. El reflejo parecía normal, al principio. Mi cabello desordenado, mis ojeras marcadas, los ojos que nunca lograban sostener una mirada demasiado tiempo. Pero entonces, algo cambió. Un parpadeo. Mi reflejo... se movió. No de esa forma en que uno se mueve al inclinarse. No. Mi reflejo alzó una mano cuando yo no lo hice, y esa sonrisa torcida volvió a aparecer, estirándose de una forma que mi rostro no podía imitar. Sus labios se movieron, formando palabras que no escuché, pero que sentí, como un latido extraño vibrando bajo mi piel. “Protégela.” La voz era un susurro dentro de mi mente, tan real que sentí como si me hubieran hablado al oído. Retrocedí, golpeando la silla detrás de mí, con el corazón retumbando en mis costillas. Un golpe en la puerta me hizo girar. —¿Ethan? —Era mi madre, su voz amortiguada—. ¿Estás bien? —Sí —respondí con voz rasposa, mirando de reojo al espejo. El reflejo volvió a la normalidad, mostrándome a mí, temblando, con el pecho subiendo y bajando de forma irregular. Apagué la luz esa noche, pero no pude dormir. Cada sombra en las paredes parecía moverse, cada reflejo en la ventana mostraba un destello de algo que no debía estar ahí. Me senté en la cama, abrazando mis rodillas, con la nota arrugada entre mis dedos. “Cuídala.” “Todo comenzó por ella.” ¿Quién era ella? ¿De qué debía protegerla? Y lo más aterrador de todo: ¿de quién? No sabía que, en unas horas, al entrar al instituto, mis ojos se cruzarían con los de una chica de cabello oscuro y mirada perdida que me miraría como si me conociera. O que ese sería el momento en que todo comenzaría a romperse, otra vez. ---epílogo El silencio llenaba la casa con una paz casi irreal, como si el tiempo mismo hubiera decidido detenerse para darnos un respiro después de todo lo vivido. La tormenta finalmente se había alejado, dejando tras de sí un cielo despejado que comenzaba a teñirse de un tenue color dorado. Era el amanecer, el primero que presenciábamos desde hacía demasiado tiempo, un amanecer que no solo anunciaba un nuevo día, sino un nuevo comienzo, una oportunidad para reconstruirnos a nosotros mismos y a todo lo que habíamos perdido. Nos sentamos juntos en el umbral de la puerta, la madera áspera bajo nuestros dedos contrastaba con la suavidad del aire fresco que entraba desde el exterior. Respiramos profundamente, dejando que ese aire nuevo y puro invadiera nuestros pulmones y, con cada bocanada, sentí cómo el peso que habíamos cargado durante tanto tiempo comenzaba a aligerarse. Era un peso hecho de miedos, de recuerdos dolorosos, de sombras que parecían seguirnos incluso en la luz, pero qu
El cielo estaba despejado cuando salimos nuevamente al jardín esa tarde. El sol, ya bajo pero todavía cálido, acariciaba suavemente la piel, mientras una brisa ligera movía las hojas de los árboles y mecía el aire con un susurro tranquilo. Llevábamos las manos llenas de semillas de girasol y un pequeño saco de tierra húmeda que olía a esperanza, a comienzo, a vida nueva.León había insistido en hacerlo juntos. No quería que plantara solo; quería que cada girasol llevara un pedazo de nosotros, un recuerdo silencioso y eterno de todo lo que habíamos superado para llegar hasta aquí. Esa idea me pareció hermosa y simple, un ritual para dar sentido a nuestro futuro.—Aquí —dije, señalando un espacio cerca de la cerca, donde la luz caía de lleno, bañando la tierra—. Aquí recibirán sol todo el día.León asintió, con una pequeña sonrisa en los labios, una que parecía fresca, casi como si fuera la primera vez en mucho tiempo que veía el jardín y el mundo con ojos diferentes. Se arrodilló sobre
El amanecer llegó despacio, como una caricia suave que se colaba entre las cortinas de la habitación. La luz dorada pintaba el borde de la cama, iluminaba los cabellos despeinados de León y reflejaba cada línea de su rostro relajado, tan distinto al que había conocido durante tanto tiempo. Me quedé quieto, observándolo mientras su pecho subía y bajaba con calma, una respiración pausada que parecía marcar el ritmo de un nuevo comienzo.Abrí los ojos primero y, por un instante, solo me dediqué a contemplarlo, como si al mirarlo fijamente pudiera grabar ese momento para siempre. La sombra de miedo que tantas noches le había acompañado, ahora parecía haberse desvanecido, al menos por un rato. No había gritos, no había sobresaltos, no había fantasmas que nos persiguieran ni ecos de heridas pasadas.Solo nosotros, despertando lentamente al mismo tiempo que el sol.León movió una mano, rozando mi brazo con la suavidad de quien aún no sabe si está en un sueño o en la realidad. Abrió los ojos
La casa se sentía diferente al volver. Cada rincón parecía susurrar recuerdos, algunos dulces, otros punzantes, pero todos genuinos, inconfundibles. El polvo todavía cubría algunos muebles, como una capa fina de tiempo detenido, y las cortinas ondeaban suavemente con la brisa, dejando entrar la luz del atardecer que pintaba las paredes con tonos naranjas y dorados, creando un cuadro vivo que llenaba el espacio de calidez. León se detuvo en la entrada, mirando todo en silencio, con la mochila colgada en un hombro, como si dudara si realmente estaba de regreso o si todo era un sueño del que despertaría en cualquier momento. Sus ojos recorrieron las esquinas, los objetos familiares que permanecían tal como los habíamos dejado, y ese momento me pareció frágil, como si sostuviera en sus manos un hilo muy delgado entre el pasado y el presente. Me acerqué despacio, sin querer romper ese silencio cargado de emociones, y le tomé la mano con suavidad, buscando anclarlo, recordarle que aquel
Regresar al pueblo se sintió irreal.El camino estaba cubierto de hojas caídas que crujían bajo nuestros pies con cada paso, y el aire olía a tierra húmeda, fresco y limpio, como si la tormenta de la noche anterior hubiera lavado no solo el paisaje, sino también parte del peso que arrastrábamos en el alma. Los árboles formaban túneles de luz y sombra que se entrelazaban sobre nuestras cabezas, dejando que rayos de sol tímidos se colaran entre las ramas, pintando pequeños cuadros de luz en el suelo. El canto de los pájaros se mezclaba con el sonido de nuestros pasos sobre la gravilla, una melodía sutil y constante, que parecía celebrar el amanecer de un día tranquilo, uno que prometía una tregua después de la tormenta.León sostenía mi mano con suavidad, como si temiera que me desvaneciera si la soltaba. Su agarre era firme pero delicado, un recordatorio silencioso de que no estábamos solos, de que habíamos sobrevivido juntos a lo imposible. No había prisa, no había urgencia, solo noso
El amanecer llegó sin pedir permiso.Un rayo de luz dorada atravesó el polvo suspendido en el aire, colándose entre las grietas de las paredes y acariciando nuestras pieles heridas con un calor tenue y casi milagroso, un recordatorio silencioso de que, a pesar de todo lo que habíamos enfrentado, seguíamos aquí. Respirando, vivos, y con la posibilidad de un nuevo comienzo.Salimos de la casa en silencio.Cada paso que dábamos sobre los escombros era un crujido sordo, una pequeña ruptura en el mutismo sepulcral que nos envolvía, un sonido diminuto comparado con el estruendo de las batallas que se habían librado dentro de esas paredes. Pero en ese instante, el simple crujir de los escombros bajo nuestros pies sonaba como un himno a la resistencia, una señal de que habíamos sobrevivido, que habíamos ganado algo más que una batalla: habíamos ganado la posibilidad de seguir.Cassandra se detuvo en el umbral de la casa derruida, el cabello revuelto por el viento que se colaba entre las ruina
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