El amanecer llegó despacio, como una caricia suave que se colaba entre las cortinas de la habitación. La luz dorada pintaba el borde de la cama, iluminaba los cabellos despeinados de León y reflejaba cada línea de su rostro relajado, tan distinto al que había conocido durante tanto tiempo. Me quedé quieto, observándolo mientras su pecho subía y bajaba con calma, una respiración pausada que parecía marcar el ritmo de un nuevo comienzo.
Abrí los ojos primero y, por un instante, solo me dediqué a contemplarlo, como si al mirarlo fijamente pudiera grabar ese momento para siempre. La sombra de miedo que tantas noches le había acompañado, ahora parecía haberse desvanecido, al menos por un rato. No había gritos, no había sobresaltos, no había fantasmas que nos persiguieran ni ecos de heridas pasadas.
Solo nosotros, despertando lentamente al mismo tiempo que el sol.
León movió una mano, rozando mi brazo con la suavidad de quien aún no sabe si está en un sueño o en la realidad. Abrió los ojos