capitulo 4

El nombre en el espejo

La lluvia caía con tanta fuerza que dolía en la piel.

Corrimos por el callejón detrás del instituto, con las mochilas golpeando nuestras espaldas y el agua helada empapándonos la ropa. Cada paso era un latido, cada respiración un nudo en el pecho.

Ana se detuvo de pronto, bajo un pequeño techo de lámina oxidada, respirando con dificultad. Su cabello oscuro goteaba sobre su rostro, pegándosele a las mejillas, mientras sus ojos, grandes y asustados, me miraban como si buscara en mí la respuesta que ella misma temía dar.

—Dime qué está pasando —exigí, con el pulso martillando en mis sienes.

Ella tembló, con las manos apretadas contra su pecho, sosteniendo su libreta como si fuera lo único que la mantenía de pie.

—Hace años... —comenzó, pero su voz se quebró.

Un trueno iluminó el callejón, mostrando nuestros reflejos en los charcos del suelo. Mi reflejo se movió un segundo más tarde que yo, sonriendo de nuevo. Tragué saliva, apartando la mirada.

Ana se giró, apoyando la frente contra la pared húmeda, sus hombros sacudidos por un sollozo.

No lo soporté.

Di un paso hacia ella, acercando mi mano a su brazo, pero me detuve, dudando.

No quería asustarla más.

—Ana... —dije, suavizando mi voz—. No estás sola en esto, ¿lo entiendes?

Ella giró lentamente, levantando el rostro hacia mí. Sus ojos brillaban con lágrimas que se mezclaban con la lluvia.

—Ellos me quieren a mí, Ethan —susurró—. Me han querido desde que era niña.

Me quedé quieto, dejando que sus palabras se hundieran en mi mente.

—¿Quiénes son?

Ana bajó la mirada, y cuando habló, su voz fue apenas un murmullo:

—Los que viven detrás del espejo.

Un escalofrío recorrió mi columna.

—¿Qué quieren de ti?

Ella se apartó el cabello mojado del rostro, dejando al descubierto una cicatriz en su clavícula que antes no había visto. Era delgada, blanca, como una línea pálida que apenas resaltaba sobre su piel. Ana la rozó con los dedos, inconscientemente.

—No lo sé —confesó—. Solo sé que siempre me observan. Que me susurran en sueños. Que me llaman por un nombre que no recuerdo...

Alcé una ceja.

—¿Un nombre?

Ana cerró los ojos, con lágrimas cayendo.

—“Anabel.” —abrió los ojos, mirándome con dolor—. Dicen que ese es mi verdadero nombre.

Me quedé en silencio.

El eco de aquel nombre resonó en mi mente, trayendo una sensación de vacío, como si algo dentro de mí se removiera al escucharlo.

Anabel.

—¿Y si es cierto? —pregunté, con un nudo en la garganta—. ¿Y si te están diciendo la verdad?

Ana negó con la cabeza.

—No lo sé. Mi madre... ella nunca quiso hablarme de mi nacimiento. Me dijo que tuve un accidente cuando era niña, que por eso no recuerdo nada antes de los cinco años.

Se abrazó a sí misma, temblando.

—Pero los sueños... las voces... —su voz se quebró—. Me dicen que hubo un espejo. Uno antiguo, de mi familia. Que algo salió de allí y me marcó.

El sonido de la lluvia se convirtió en un zumbido mientras las palabras de Ana se repetían en mi cabeza.

Un espejo antiguo.

Un nombre olvidado.

Voces que susurran.

Miré a mi alrededor, sintiendo que cada reflejo en los charcos y ventanas rotas nos observaba. Que incluso la lluvia reflejaba nuestros rostros, distorsionados, moviéndose con un latido que no era el nuestro.

—Ana —dije, con firmeza—. No dejaré que te hagan daño.

Ella levantó la vista, con un brillo de esperanza en sus ojos.

—¿Por qué?

Tragué saliva, sintiendo el latido en mi garganta, mientras la lluvia seguía cayendo entre nosotros.

—Porque cuando te vi, entendí que no estaba solo en esto. —Di un paso más cerca, cerrando la distancia—. Porque si tengo que enfrentar a lo que sea que está detrás del espejo, no quiero hacerlo sin ti.

Ana respiró hondo, y por un instante, dejó que su frente se apoyara en mi pecho. Podía sentir su temblor, su miedo, su cansancio.

La rodeé con los brazos, despacio, con cuidado de no asustarla, y ella no se apartó.

Por un momento, el mundo se sintió quieto, incluso con la lluvia golpeando alrededor, incluso con las sombras reflejadas en cada superficie.

—No quiero perderte —susurró.

—No vas a hacerlo —respondí, bajando la mirada para encontrar sus ojos.

Fue un segundo.

Un instante de paz.

Hasta que escuchamos el ruido.

Un golpe seco, como un cristal astillándose, y luego otro, y otro.

Nos separamos de golpe, buscando con la mirada, y entonces lo vimos.

En la ventana rota de una puerta cercana, se había formado una grieta en forma de estrella, y en el centro, escrito con un líquido negro que goteaba como tinta, apareció una palabra.

“ANABEL.”

Ana se llevó la mano a la boca, retrocediendo con los ojos abiertos de par en par.

Yo sentí que mis piernas se debilitaban, pero me obligué a mantenerme firme, sosteniéndola para que no cayera.

El reflejo en la ventana nos miraba, con una sonrisa torcida, mientras sus labios se movían sin emitir sonido.

Pero yo lo escuché, dentro de mi mente, como un susurro helado.

“Ven a casa.”

La grieta en el cristal se ensanchó, dejando escapar una gota más de líquido negro que cayó al suelo con un plop que sonó como un latido.

Ana se giró hacia mí, con lágrimas mezcladas con lluvia en su rostro.

—No puedo huir de ellos —dijo, con voz rota—. No puedo...

La abracé, sosteniéndola con fuerza mientras su cuerpo temblaba en mis brazos.

—Entonces pelearemos juntos —susurré—. Pase lo que pase.

Mientras la sostenía, mi mirada se cruzó con la del reflejo en el cristal, que seguía observándonos.

Sonriendo.

Esperando.

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