El amanecer llegó sin pedir permiso.
Un rayo de luz dorada atravesó el polvo suspendido en el aire, colándose entre las grietas de las paredes y acariciando nuestras pieles heridas con un calor tenue y casi milagroso, un recordatorio silencioso de que, a pesar de todo lo que habíamos enfrentado, seguíamos aquí. Respirando, vivos, y con la posibilidad de un nuevo comienzo.
Salimos de la casa en silencio.
Cada paso que dábamos sobre los escombros era un crujido sordo, una pequeña ruptura en el mutismo sepulcral que nos envolvía, un sonido diminuto comparado con el estruendo de las batallas que se habían librado dentro de esas paredes. Pero en ese instante, el simple crujir de los escombros bajo nuestros pies sonaba como un himno a la resistencia, una señal de que habíamos sobrevivido, que habíamos ganado algo más que una batalla: habíamos ganado la posibilidad de seguir.
Cassandra se detuvo en el umbral de la casa derruida, el cabello revuelto por el viento que se colaba entre las ruina