Refugio de Sombras
El cielo amaneció gris, con una niebla pesada que parecía aferrarse a la piel. Ana y yo caminábamos por la calle, con nuestras mochilas colgadas y las cabezas bajas, intentando ignorar las miradas que nos seguían desde cada charco, cada ventana, cada superficie pulida que reflejara nuestra imagen. Yo podía sentirlo. Algo se estaba rompiendo entre nosotros y el mundo real. —No deberíamos estar aquí —dijo Ana en voz baja. —No tenemos opción —respondí. Nos detuvimos frente a la biblioteca antigua del pueblo, un edificio de ladrillo con gárgolas gastadas en el techo. Era uno de los pocos lugares donde las ventanas estaban cubiertas con madera, donde los reflejos no podían seguirnos con tanta facilidad. Entramos. El olor a papel viejo y madera húmeda me envolvió de inmediato. El bibliotecario apenas levantó la vista, y eso me alivió. No quería que nadie más se involucrara. —¿Qué buscamos? —preguntó Ana, abrazándose a sí misma. Saqué un papel arrugado de mi bolsillo, con la palabra “Anabel” escrita, la misma que había aparecido en el espejo. La sostuve entre nosotros. —Tu verdadero nombre. Tal vez sea la clave. Ana tembló, bajando la mirada. —¿Y si no quiero saberlo? La miré, con el pulso fuerte en mis oídos. —No tenemos elección. Nos dirigimos a la sección de registros antiguos. Los estantes de madera crujían mientras sacaba libros polvorientos y carpetas con archivos amarillentos. Ana me ayudaba en silencio, sus manos temblorosas pasando las páginas. —Aquí —dije de pronto, señalando una foto en blanco y negro de una casa enorme, con columnas de piedra y un espejo antiguo visible en el fondo. “Familia Salvatierra, 1982.” Ana se acercó, tocando la foto con la yema de sus dedos. —Ese espejo... —susurró—. Lo recuerdo. Sus ojos se llenaron de lágrimas, y su respiración se agitó. —Ana... De pronto, un golpe sordo retumbó en el pasillo de la biblioteca. Ambos nos congelamos. Otro golpe. Como si algo pesado se arrastrara por el suelo. Miré por encima del estante, con el estómago hecho un nudo. Una figura estaba de pie frente a un espejo colgado cerca de la entrada. Un reflejo. Pero no era exactamente Ana ni yo. Era como una versión distorsionada, con los ojos completamente negros, una sonrisa torcida que no le pertenecía a nadie. El reflejo levantó la mano, golpeando el cristal desde adentro. Crack. Una pequeña grieta se formó. —Ana, atrás de mí —susurré. Pero ella estaba paralizada, con la mirada fija en la figura. —Ese es... —dijo, apenas con voz. El reflejo alzó el rostro, mirándola con intensidad. Su sonrisa se ensanchó, y sus labios se movieron sin emitir sonido. Yo escuché el susurro, tan claro como si estuviera dentro de mi cabeza. “Anabel.” La grieta en el espejo creció, dejando salir un líquido oscuro que goteó al suelo. El reflejo sacó una mano del cristal, pálida, con dedos largos que se movieron como si probaran el aire. —¡Corre! —grité. Ana reaccionó y salimos corriendo por el pasillo, los latidos ensordecedores en mis oídos. Atravesamos la biblioteca mientras detrás de nosotros, el reflejo salía completamente del espejo, dejando un rastro de líquido negro y grietas en el cristal. Salimos a la calle, la niebla tragándose nuestros gritos. Corrimos sin mirar atrás, nuestros pasos resonando en el pavimento húmedo. Ana tropezó y la sostuve antes de que cayera, con su respiración agitada. —No podemos volver a casa —dijo, con lágrimas en los ojos. —Lo sé. Pensé rápido, buscando un lugar donde los reflejos no pudieran alcanzarnos. —Ven conmigo. La llevé a la iglesia abandonada al final del pueblo. Las ventanas estaban rotas, pero cubiertas de polvo y madera, evitando que los reflejos se formaran con claridad. Nos metimos por una puerta lateral, cerrándola con un golpe seco. El aire adentro olía a humedad, a velas viejas y a polvo. Ana se sentó en uno de los bancos de madera, temblando. —¿Por qué me persiguen? —preguntó, con la voz rota. Me arrodillé frente a ella, sosteniendo sus manos frías entre las mías. —Porque eres importante para ellos. Para esa cosa. Porque eres Anabel... o fuiste Anabel, y ahora quieren que regreses. —¿Y si no puedo escapar? —sus ojos brillaron con miedo. —Entonces pelearemos —dije, firme—. No voy a dejarte sola. Ella me miró, y por un instante, vi algo en sus ojos. Una fuerza que siempre había estado ahí, bajo el miedo. Se inclinó hacia mí, apoyando su frente en la mía, y por un momento, todo se detuvo. La niebla afuera, los susurros, los reflejos. Todo desapareció. —Gracias —susurró. Yo cerré los ojos, sintiendo el latido de su corazón, el latido de mi propio miedo. De pronto, un crujido nos hizo girar. En el altar, un espejo roto que no había visto antes reflejaba nuestra imagen... y detrás de nosotros, de pie, estaba la figura oscura, sonriendo, con los ojos negros y vacíos. Ana ahogó un grito. Y en el reflejo, la figura abrió la boca, dejando escapar un murmullo que heló mi sangre. “Ven a casa, Anabel.” ---