Regresar al pueblo se sintió irreal.
El camino estaba cubierto de hojas caídas que crujían bajo nuestros pies con cada paso, y el aire olía a tierra húmeda, fresco y limpio, como si la tormenta de la noche anterior hubiera lavado no solo el paisaje, sino también parte del peso que arrastrábamos en el alma. Los árboles formaban túneles de luz y sombra que se entrelazaban sobre nuestras cabezas, dejando que rayos de sol tímidos se colaran entre las ramas, pintando pequeños cuadros de luz en el suelo. El canto de los pájaros se mezclaba con el sonido de nuestros pasos sobre la gravilla, una melodía sutil y constante, que parecía celebrar el amanecer de un día tranquilo, uno que prometía una tregua después de la tormenta.
León sostenía mi mano con suavidad, como si temiera que me desvaneciera si la soltaba. Su agarre era firme pero delicado, un recordatorio silencioso de que no estábamos solos, de que habíamos sobrevivido juntos a lo imposible. No había prisa, no había urgencia, solo noso