El cielo estaba despejado cuando salimos nuevamente al jardín esa tarde. El sol, ya bajo pero todavía cálido, acariciaba suavemente la piel, mientras una brisa ligera movía las hojas de los árboles y mecía el aire con un susurro tranquilo. Llevábamos las manos llenas de semillas de girasol y un pequeño saco de tierra húmeda que olía a esperanza, a comienzo, a vida nueva.
León había insistido en hacerlo juntos. No quería que plantara solo; quería que cada girasol llevara un pedazo de nosotros, un recuerdo silencioso y eterno de todo lo que habíamos superado para llegar hasta aquí. Esa idea me pareció hermosa y simple, un ritual para dar sentido a nuestro futuro.
—Aquí —dije, señalando un espacio cerca de la cerca, donde la luz caía de lleno, bañando la tierra—. Aquí recibirán sol todo el día.
León asintió, con una pequeña sonrisa en los labios, una que parecía fresca, casi como si fuera la primera vez en mucho tiempo que veía el jardín y el mundo con ojos diferentes. Se arrodilló sobre