capitulo 3

La primera grieta

El resto del día pasó como un ruido de fondo.

Podía ver a los profesores hablando, la pizarra llena de fórmulas y fechas, las voces de los demás compañeros mezclándose en un murmullo que me envolvía, pero yo no escuchaba nada.

Solo veía su rostro.

El temblor de sus manos, la forma en que me miró antes de alejarse, como si hubiera querido quedarse, pero no pudiera. Y esa frase que había visto en el papel:

“Recuerda quién eres.”

No sabía si debía asustarme, enojarme o sentir alivio por no estar tan solo en esta oscuridad. Porque desde aquella noche con el espejo, nada había vuelto a sentirse real.

A la salida, el cielo estaba cubierto de nubes negras, cargadas de lluvia que olía a tierra mojada antes de caer. Caminé sin rumbo por los pasillos del instituto, con la mochila colgada de un hombro y los auriculares colgando de mi cuello, apagados.

El pasillo de los casilleros estaba casi vacío, pero la vi ahí.

Ana.

De pie, con su libreta presionada contra el pecho, su cabello oscuro pegado a su cara por la humedad, observándome como si hubiera estado esperándome.

Me detuve, tragando saliva, con un latido pesado en mi pecho.

Ella no habló. Solo alzó la mano, señalando hacia el final del pasillo, hacia la salida de emergencia que daba al patio trasero. Un lugar donde nadie iba porque estaba lleno de mesas rotas y maleza crecida.

La seguí.

No sabía por qué, pero la seguí.

El aire afuera estaba frío, y el olor de la lluvia próxima era tan denso que casi dolía respirar. Ana caminó entre los charcos, con sus botas salpicando agua sucia, hasta detenerse junto a una de las mesas de metal oxidado.

Giró hacia mí, con sus ojos fijos en los míos.

—Lo viste, ¿verdad? —preguntó, con un susurro que se perdió entre las ráfagas de viento.

Asentí, sin saber cómo explicarlo.

Ella cerró los ojos, como si la respuesta le doliera, y cuando los abrió, algo brilló en ellos. Una mezcla de tristeza y miedo, pero también de algo más profundo. Como determinación.

—No soy la única que los ve —murmuró.

—¿Qué son? —pregunté, dando un paso más cerca.

Ana bajó la mirada a su libreta, abriéndola con manos temblorosas. Páginas y páginas llenas de dibujos de espejos, sombras que salían de ellos, ojos sin pupilas que lloraban un líquido oscuro.

—Desde que tengo memoria, ellos me observan —dijo—. En cada reflejo, en cada ventana, incluso en el agua. A veces me llaman. A veces me muestran cosas... cosas que no recuerdo haber vivido.

Alargué la mano, con cuidado, y pasé mi dedo por una de las páginas. Era un dibujo de un espejo roto, con un reflejo que se extendía más allá del cristal, como si hubiera cobrado vida.

—Anoche, mi reflejo me habló —confesé, sintiendo un nudo en la garganta al decirlo en voz alta.

Ana alzó la vista de golpe, sus ojos agrandándose.

—¿Qué te dijo? —preguntó, con la voz tensa.

Me mojé los labios, recordando la palabra que me había quemado al escucharla.

—“Protégela.”

Ana tembló, bajando la mirada, y un susurro escapó de sus labios:

—Ya empezó.

Mi pulso se aceleró.

—¿Qué empezó?

Ella negó con la cabeza, retrocediendo un paso.

—No podemos hablar aquí. No es seguro.

Me acerqué más, sosteniendo su muñeca antes de que pudiera alejarse. Su piel estaba fría, pero un escalofrío recorrió mi brazo al tocarla, como un pulso de energía que me sacudió desde el pecho.

—Dímelo, Ana —dije con firmeza—. No puedes dejarme sin respuestas.

Sus ojos se llenaron de lágrimas que no llegaron a caer.

—Ellos quieren salir —susurró—. Lo han querido siempre. Pero ahora... ahora tienen grietas por donde colarse.

Mi agarre se aflojó, y ella se apartó, abrazándose a sí misma.

—¿Qué son ellos? —insistí.

Ana alzó la vista, y el reflejo de sus ojos era casi negro bajo la nube oscura que cubría el cielo.

—Nuestros reflejos —dijo—. Pero no son nosotros.

Un trueno retumbó en el cielo, y una gota de lluvia cayó sobre mi mejilla, fría como hielo.

En ese instante, un sonido nos hizo girar.

Era un crujido, como el de un vidrio partiéndose.

Los dos miramos hacia el ventanal sucio que daba al pasillo interior del instituto, y allí, en el reflejo, pude verlo.

Mi reflejo.

Sonriendo.

Pero yo no estaba sonriendo.

Mi reflejo alzó la mano, despacio, apoyándola contra el vidrio. Y entonces, una grieta se formó en el cristal, extendiéndose como una telaraña desde donde su mano tocaba.

Mi respiración se detuvo.

Ana soltó un grito ahogado, retrocediendo hasta chocar contra la mesa.

El reflejo sonrió más, mostrando unos dientes manchados de negro, mientras sus ojos se oscurecían completamente, como dos pozos vacíos.

Y entonces, lo escuché.

Un susurro, tan bajo que solo yo pude oírlo:

“Pronto.”

La grieta se extendió un poco más, y una gota de líquido negro resbaló por el cristal, como una lágrima que caía de su ojo.

Yo di un paso atrás, sintiendo que algo se rompía dentro de mí, que algo estaba siendo arrancado de lo más profundo.

Ana se aferró a mi brazo, sus uñas clavándose en mi piel.

—Tenemos que irnos —dijo con voz temblorosa—. Ahora.

Y mientras nos alejábamos, la lluvia comenzó a caer con fuerza, oscureciendo el suelo, cubriendo el sonido de nuestros pasos, mientras detrás de nosotros, en ese ventanal agrietado, mi reflejo seguía observándome.

Esperando.

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