Rubí despierta en mitad de la noche en una lujosa habitación de hotel, al lado de un hombre desconocido. Llena de confusión y vergüenza, huye al amanecer, convencida de que todo fue una trampa orquestada por su hermana, la hija biológica de sus padres adoptivos. Al enfrentarla, Rubí descubre que sus padres no creen en su versión y, con el corazón roto, decide alejarse de ellos para siempre. Mientras intenta reconstruir su vida y olvidar aquella noche, no imagina que el hombre con quien estuvo es Marcus Maxwell, el CEO más poderoso y temido de la ciudad. Marcus, ajeno a su identidad pero obsesionado con encontrarla, no descansará hasta descubrir quién es la misteriosa mujer que lo marcó profundamente. Sin saberlo, el destino volverá a cruzar sus caminos… y nada será como antes.
Leer másLas agujas del reloj marcaban las once cuando Rubí Gibson colgó su delantal, con las manos aún impregnadas del olor a especias. Había sido una jornada agotadora en el restaurante, y lo único que quería era llegar a casa, darse una ducha caliente y dormir por horas. Sin embargo, Marcia, su hermana, le había hecho un encargo que no pudo rechazar.
—Por favor, Rubí —le había dicho Marcia con esa voz suave y frágil que usaba cuando necesitaba manipularla—. Solo tienes que entregar una botella de licor en el Hotel Imperial de parte de la empresa Gibson. Es para un socio muy importante de la empresa. No me siento bien, tengo fiebre... y no puedo ir.
Rubí aceptó, como siempre. Porque Marcia era la hija perfecta a ojos de todos, la que nunca cometía errores. Y ella… ella era la sombra.
Antes de salir, el gerente del restaurante se acercó con una sonrisa torcida y le extendió un sándwich envuelto en papel aluminio.
—Para el camino. Hoy trabajaste como una campeona —dijo, guiñándole un ojo.
Rubí lo aceptó con una sonrisa cansada. El hambre le rugía en el estómago. Mientras manejaba por las calles vacías rumbo al hotel, comió sin pensar demasiado. Pero apenas unos minutos después de entrar en el elegante edificio y tomar el ascensor, algo comenzó a ir mal.
Un calor extraño le recorrió la piel. El corazón le latía con fuerza, no de ansiedad, sino de algo más… físico. Algo que no podía controlar. Se sujetó de la pared al salir del elevador, con las piernas temblorosas, y apenas logró llegar a la habitación marcada: 87, aunque su vista estaba tan nublada que en realidad entro a la habitación 81.
Entró sin tocar —la puerta ya estaba entreabierta—, y dejó la botella sobre la mesita de noche. Pero al instante, el mareo la obligó a sentarse en la cama. Su cuerpo ardía, como si su sangre estuviera siendo reemplazada por fuego líquido. Cada fibra de su ser clamaba por contacto. Por alivio. Por algo que la asustó profundamente.
Entonces lo recordó: la mirada del gerente cuando le dio el sándwich. Esa sonrisa lasciva, esa forma en que la observaba cuando creía que nadie lo notaba.
—No… no puede ser —susurró, presa del pánico.
Sacó su teléfono con manos temblorosas y marcó el número de su madre. Respondió tras el segundo tono, pero su voz no fue la que esperaba.
—Rubí, no puedo hablar ahora, tu hermana está con fiebre y necesita reposo. Llámame luego, ¿sí?
—Mamá, por favor... me siento...
Pero ya le habían colgado.
Un nudo se le formó en la garganta. No por la droga, no por el miedo. Sino por el abandono. ¿Dónde estaba la madre que solía correr cuando ella lloraba en las noches de fiebre? ¿En qué momento dejó de importar?
Las lágrimas le nublaron la vista. El calor dentro de su cuerpo se hacía insoportable. Se tumbó en la cama, jadeando. Y entonces, la puerta se abrió.
Una figura masculina cruzó el umbral, alta, imponente con el ceño fruncido por el cansancio.
La habitación era apenas iluminada por una luz tenue y dorada, que dibujaba siluetas fantasmales sobre las paredes.
Marcus Maxwell, el hombre más poderoso de la Ciudad, aunque ella no lo sabía, acababa de regresar de una reunión interminable. Pero su gesto se endureció al ver a una mujer desconocida en su cama, retorciéndose con el rostro encendido.
—¿Quién eres? —preguntó con frialdad.
Rubí apenas logró levantar la vista. Los ojos se le llenaron de súplica.
—Por favor... algo me dieron... no puedo controlar esto... ayúdame...
Él se quedó inmóvil por un instante. No entendía por qué no podía apartar la mirada de esa joven. Tenía la piel perlada de sudor y los labios entreabiertos en un suspiro involuntario. Algo en su interior se agitó, pero su mente le decía que se alejara. Que algo no encajaba.
Pero no lo hizo.
El hombre no respondió de inmediato. Su mirada, profunda y encendida como brasas, se clavó en ella con intensidad. Y aunque una parte de su mente intentaba ordenar lo que sucedía, su cuerpo parecía seguir otro camino: uno que se dejaba arrastrar por la calidez que le recorría la piel, por esa especie de fiebre dulce que le nublaba el juicio.
Marcus se acercó sin prisa, inclinándose sobre ella con una mezcla de control y deseo contenido. Sus labios rozaron los de Rubí con una suavidad que contrastaba con lo que su cuerpo exigía. Fue un beso lento, tentador… que encendió algo en su interior.
Rubí lo correspondió.
Se abandonó al momento, al beso que se tornó más profundo, al roce de sus cuerpos, al susurro de una noche que no tendría nombre… solo consecuencias.
…
A las tres de la mañana, Rubí se despertó. El efecto del fármaco había disminuido, aunque su cuerpo aún temblaba. No sabía exactamente qué había pasado. Ni quién era el hombre que había estado con ella. Pero el pánico la dominó.
Marcia Gibson fue quien le pidió que entregara ese vino. Fue ella quien insistió en que lo llevara personalmente a una habitación de hotel para un “cliente VIP”. Una botella de vino de edición limitada. Nada más.
Una mentira.
Una trampa.
Se aterró al saber que había pasado la noche con un desconocido. Al ver que él no estaba despierto, usó esa oportunidad. Se levantó con torpeza, recogió su ropa dispersa por el suelo y huyó de la opulenta habitación sin mirar atrás.
Su corazón palpitaba salvajemente mientras corría por los pasillos del hotel, ignorando las miradas curiosas del personal de limpieza nocturno. Afuera, el aire era más frío que de costumbre.
Regresó a su pequeño apartamento con pasos tambaleantes. Apenas cruzó la puerta, dejó caer las llaves y se desplomó sobre la cama.
Miró el celular. Docenas de llamadas perdidas. Todas de su padre.
Cerró los ojos con fuerza, deseando que todo fuera una pesadilla. Pero la ardiente sensación en su piel y los moretones que sentía con cada movimiento eran un cruel recordatorio de que nada era un sueño.
—¿Por qué…? —susurró, tapándose el rostro—. ¿Por qué tuve que pasar por esto?
Rubí entró al baño y encendió la luz. El reflejo en el espejo casi la hizo retroceder. Su cuerpo estaba cubierto de marcas rojas, como si alguien hubiera intentado pintar el mapa de una guerra en su piel. Las lágrimas rodaron libremente por sus mejillas.
Se miró en silencio durante unos segundos. Luego, su voz, rota por el llanto, estalló.
—Desde el principio… la familia Gibson siempre fue tuya, Marcia. ¿Por qué molestarte en destruirme así?
Dieciocho años atrás, Rubí y Marcia fueron cambiadas por error en la sala de partos. Los Gibson criaron a Rubí como su hija. Hace un año, el destino les devolvió a Marcia, la hija biológica que tanto habían llorado.
Desde su llegada, Marcia se convirtió en el centro de atención. Los padres aseguraban que ambas eran sus hijas, que ambas dirigirían la cadena de negocios de la familia.
Mentiras.
Rubí había sentido cómo el amor se deslizaba entre sus dedos, cómo la admiración de sus padres se volcaba completamente en Marcia. En la superficie, Marcia era frágil y amable. Pero en las sombras, era venenosa.
No tardó mucho en entenderlo. Por eso se fue. Por eso ahora vivía sola, trabajando en un restaurante, luchando por mantenerse a flote con la poca dignidad que le quedaba.
Rubí apretó los puños y se dejó caer en la tina, dejando que el agua templada acariciara sus heridas. Pero nada podía lavar la vergüenza, ni borrar las preguntas que retumbaban en su mente.
¿Quién era ese hombre?
¿Era solo un peón de Marcia?
¿O algo más?
No sabía que, en otro rincón de la ciudad, Marcus Maxwell despertaba lentamente… con su pulsera olvidada entre sus dedos y la obsesión ardiente de encontrar a la mujer que no podía olvidar.
Aunque Rubí no quería hacer suposiciones precipitadas, sabía que aquello no podía haber sido una simple coincidencia.
No.
Cada detalle, cada gesto, cada palabra de esa noche... todo encajaba demasiado bien como para ser casualidad. Su instinto le gritaba lo que su razón intentaba negar: Marcia lo había planeado. Cada paso. Cada movimiento.
Rubí estaba furiosa, pero más que eso, herida.
Había tocado fondo.
Y ahora, lo único que la mantenía en pie era la necesidad de respuestas… y justicia.
Después de lavarse el cuerpo marcado y cambiarse de ropa, ató su cabello en una coleta alta, encendió el motor de su viejo auto oxidado —el único regalo “práctico” que su padre le había comprado años atrás— y condujo hacia la villa de la familia Gibson antes del amanecer.
No se detendría hasta enfrentarse a Marcia. Quería verla. Quería escuchar de sus propios labios por qué la había entregado así.
Más importante aún… quería saber quién demonios era ese hombre.
El teléfono sonó.Marcus Maxwell lo contestó al segundo tono sin apartar los ojos del ventanal del avión privado que acababa de aterrizar en la ciudad. Su voz, como siempre, era directa, seca, sin margen para titubeos:—Habla Maxwell.Del otro lado de la línea, Ana Gray, su secretaria personal, se preparaba para hablar con rapidez. Pero antes de que pudiera decir siquiera una palabra, Marcus se adelantó.—No hace falta que veas a los Gibson.Ana se congeló.—Jefe, yo… ya lo hice —dijo, conteniendo el aire—. Hace más de una hora.Un breve silencio llenó el canal.—Entiendo —fue todo lo que Marcus respondió, sin alterar el tono—. No importa.Y colgó.Ana se quedó con el teléfono en la mano, el corazón latiéndole con fuerza.Había ejecutado la orden. Tal como él lo había instruido antes de partir: si Rubí no llamaba antes del mediodía, contactaría a la familia Gibson y les ofrecería un acuerdo a cambio de dejar que Rubí se integrara como niñera del Pequeño Dylan. Solo una medida de presi
ActualidadMarcia sostenía el teléfono como si quemara. Su rostro estaba completamente pálido mientras trataba de calmar su respiración. El veredicto del doctor Quill retumbaba en su cabeza como una alarma incesante:“¡Está embarazada!”Casi tres meses… ¿Cómo había sido tan descuidada?“Si aborta este feto, podría causarle infertilidad permanente…”La frase era aún más aterradora que la primera. Marcia había dedicado toda su vida a perfeccionar su imagen, a asegurarse de ser la hija ideal, la prometida perfecta, el futuro de los Gibson. Pero ahora… todo amenazaba con desmoronarse.Y si Erick se enteraba…Y si la familia Thomson lo sabía…Todo se acabaría.Marcia respiró hondo, recompuso su expresión, se aplicó un poco de rubor en las mejillas para disimular su palidez, y cruzó las puertas de la residencia con una sonrisa ensayada.En la sala, Efraín y Eva conversaban con una mujer que irradiaba autoridad. Marcia reconoció su elegancia apenas la vio: postura impecable, ropa sin una arr
Un dia antesEl sonido del tecleo era constante en la oficina del piso superior. La vista desde el ventanal era espectacular, pero Marcus Maxwell no la miraba. Sus ojos estaban fijos en la pantalla, su mente enfocada en contratos, cifras y decisiones que movían millones.Afuera, Gavin, su mano derecha, colgó una llamada con el ceño fruncido. El médico del Pequeño Dylan había sido claro: era esencial que tomara su medicación esa mañana, y hacerlo con el estómago vacío podía provocarle efectos adversos. El problema era… que el niño no había comido nada desde la noche anterior.O eso pensaban.Entró con rapidez al despacho, deteniéndose frente al escritorio del jefe con la misma tensión que alguien a punto de tocar a un león dormido.—Jefe —dijo con cautela—, la medicación del Pequeño Dylan… ¿quién se encargará de dársela hoy?Marcus alzó la vista por un instante. Una pregunta sencilla, pero el eco de la responsabilidad que contenía no era menor. Administrar esa medicina a Dylan era casi
El pasillo era estrecho, las luces parpadeaban como si presintieran lo que estaba a punto de estallar. Erick seguía mirándola como si esperara que su absurda propuesta aún tuviera algún peso, como si su oferta tuviera un dejo de nobleza.Rubí no lo pensó. Le golpeó la cara con una bofetada que resonó en el silencio.Él se quedó inmóvil, sorprendido, mientras la marca roja se dibujaba en su mejilla.—¿Así es como me ves ahora? —escupió Rubí, con los ojos brillando de furia—. ¿Una mujer desesperada que se acuesta por dinero? ¿Crees que me he pasado estos días quitándome la ropa para sobrevivir?Erick abrió la boca, pero ella no le dio oportunidad.—Cada centavo que he ganado ha sido con mi trabajo. Sirviendo mesas, limpiando baños, soportando borrachos. No tengo privilegios, ni apellido que me abra puertas. Solo tengo mis manos y mi cansancio. —Lo miró con una mezcla de decepción y asco—. Si de verdad te preocuparas por mí, habrías empezado por controlar a tus amigos. Ellos son el verda
El zumbido de conversaciones mezcladas con el olor a alcohol y fritura llenaba el ambiente. Rubí limpiaba una mesa con movimientos automáticos, apenas consciente del ruido a su alrededor. Sus pensamientos estaban lejos. Como siempre. A veces pensaba que su cuerpo seguía funcionando por pura costumbre.El bar no era precisamente el lugar más agradable para trabajar, pero hasta ahora había logrado mantener la cabeza alta y evitar los problemas. Hasta que entraron ellos.Los vio desde el otro extremo del local. Erick Thomson, impecable como siempre, con su sonrisa de tiburón y su traje de diseñador. Lo acompañaban tres de sus amigos, todos hijos de hombres importantes, tan arrogantes como privilegiados. Rubí se tensó al instante, pero no mostró nada. Mantuvo su expresión neutral y se acercó a tomar la orden.—¿Qué desean tomar?Los hombres se miraron entre ellos con sonrisas burlonas. Uno de ellos soltó una carcajada mientras la escaneaba de arriba abajo con descaro.—Mira esto, Erick —d
Las puertas del ascensor se abrieron con un suave sonido metálico. Rubí salió con paso tranquilo, el pequeño de la mano, dirigiéndose hacia la caseta de seguridad. No había intercambiado palabra alguna con él, pero no lo necesitaba. La confianza silenciosa que el niño le había brindado era suficiente.Apenas doblaron el pasillo, escuchó voces apresuradas, pasos acelerados. El caos se desataba a su alrededor.—¡Ahí está! —gritó la asistente de Marcus, visiblemente aliviada—. ¡Señor Maxwell, aquí!Rubí se giró, sorprendida. Y entonces, los volvió a ver.Marcus venía tras la asistente, caminando con paso decidido, el rostro serio… hasta que lo vio.Su sobrino, de pie junto a una completa desconocida, sujetando su avioncito con una mano… y sonriendo.Una sonrisa leve, fugaz, pero real.La asistente intentó acercarse con prisa para tomar al niño, pero Marcus levantó una mano en seco.—No lo toques —ordenó con voz firme, sin apartar los ojos del niño—. Déjalo estar.Rubí miró a ambos hombre
Último capítulo