El pasillo era estrecho, las luces parpadeaban como si presintieran lo que estaba a punto de estallar. Erick seguía mirándola como si esperara que su absurda propuesta aún tuviera algún peso, como si su oferta tuviera un dejo de nobleza.
Rubí no lo pensó. Le golpeó la cara con una bofetada que resonó en el silencio.
Él se quedó inmóvil, sorprendido, mientras la marca roja se dibujaba en su mejilla.
—¿Así es como me ves ahora? —escupió Rubí, con los ojos brillando de furia—. ¿Una mujer desesperada que se acuesta por dinero? ¿Crees que me he pasado estos días quitándome la ropa para sobrevivir?
Erick abrió la boca, pero ella no le dio oportunidad.
—Cada centavo que he ganado ha sido con mi trabajo. Sirviendo mesas, limpiando baños, soportando borrachos. No tengo privilegios, ni apellido que me abra puertas. Solo tengo mis manos y mi cansancio. —Lo miró con una mezcla de decepción y asco—. Si de verdad te preocuparas por mí, habrías empezado por controlar a tus amigos. Ellos son el verdadero problema. No yo.
Dio media vuelta y se marchó, dejando atrás el pasillo, la música estridente, los rostros curiosos. La rabia le hervía en las venas, pero su dignidad caminaba firme a su lado.
Lo que no supo es que, mientras cruzaba el local rumbo a la salida, los amigos de Erick la observaban desde una mesa al fondo, con copas medio vacías y miradas cargadas de veneno. Uno de ellos se inclinó hacia el gerente del bar, que no parecía muy convencido de la conversación. Pero el dinero suele hacer que las dudas se desvanezcan.
Rubí no los vio. O quizá, simplemente, ya estaba cansada de mirar hacia todos lados esperando lo peor.
Pero lo sintió. Ese presentimiento agrio que se instala en el pecho cuando sabes que algo malo está por venir.
Al día siguiente, llegó puntual a su turno. Aún no sabía si seguiría allí mucho más, pero tenía cuentas que pagar y orgullo que sostener.
El gerente la recibió con una expresión incómoda, sin atreverse a mirarla a los ojos.
—Rubí… lo siento. No puedo mantenerte en el equipo.
Ella lo miró en silencio. Ni siquiera preguntó por qué. Ya lo sabía.
—¿Ellos te lo pidieron?
El hombre no respondió, pero su silencio fue suficiente.
—Entiendo —dijo Rubí en voz baja, tomando sus cosas—. Solo por curiosidad, ¿cuánto valgo? ¿Una ronda de tragos? ¿Una propina gorda?
El gerente bajó la mirada.
—Fue una orden directa. Yo…
—No se preocupe —lo interrumpió con una media sonrisa amarga—. No es la primera vez que me reemplazan sin dudarlo.
Salió del bar con la cabeza en alto, aunque el alma hecha pedazos. Porque esa noche perdió su trabajo, pero no su voz.
Y quizás… era hora de considerar una nueva oportunidad, incluso si venía de alguien que le causaba rechazo y desconfianza.
Quizás… era hora de pensar en el niño que la miró y sonrió.…
—Rubí, no tienes por qué hacer esto —dijo Emily por cuarta vez mientras cerraba la laptop y dejaba a un lado su taza de café frío—. Ya encontraremos la forma. No estás sola.
Rubí forzó una sonrisa. Llevaba la misma ropa desde la mañana, sin energía para cambiarse tras haber sido despedida. El pequeño departamento que compartían estaba en penumbras, apenas iluminado por la lámpara de escritorio de Emily.
—Ya no me queda otra opción —respondió Rubí con voz baja pero firme—. Tú acabas de graduarte, estás empezando. No puedo permitir que te hundas por mi culpa.
—No me hundo, Rubí. Somos amigas. Te debo mucho. ¿Recuerdas cuando yo no podía pagar mis libros y tú me diste parte de tu beca?
Rubí sonrió con tristeza. Sí, lo recordaba. Como también recordaba que nunca nadie le había devuelto los sacrificios de la misma forma.
Abrió la app bancaria en su teléfono. El saldo era casi simbólico, pero aún alcanzaba para cubrir la mitad del alquiler. Suficiente para no arrastrar a Emily con ella.
—Rubí, no —intentó detenerla su amiga, al verla teclear la contraseña.
—Ya está hecho —dijo con calma. Una notificación sonó segundos después en el teléfono de Emily.
Emily suspiró, conteniendo las lágrimas. Rubí desvió la vista, incapaz de soportar la emoción que hervía bajo su pecho.
Fue a su habitación, se sentó en la cama y, por primera vez en días, tomó la tarjeta que llevaba guardada en su bolso. La observó unos segundos, como si dudara. Marcus Maxwell. El nombre le pesaba, tan lejano como amenazante.
Pero entonces, la imagen del niño vino a su mente. Su sonrisa sutil. Su mirada tranquila mientras jugaban con el avión de madera. Él sí había confiado en ella. Y eso… eso bastaba.
Respiró hondo.
Marcó el número.
Un tono.
Dos.
Tres.
—Maxwell —contestó una voz grave al otro lado de la línea.
Rubí se quedó en silencio por un segundo. Luego, apretó los labios y respondió con voz firme:
—Soy Rubí Gibson. Acepto el trabajo.
Del otro lado de la ciudad, Marcus se quedó inmóvil por un segundo. Luego, una ligera sonrisa se dibujó en su rostro.
—Nos vemos mañana a primera hora en mi oficina —dijo simplemente, antes de colgar.
Rubí dejó el teléfono a un lado. No tenía idea de en qué se estaba metiendo, pero por primera vez en mucho tiempo, sentía que al menos había tomado una decisión propia.
No por miedo.
No por deber. No por orgullo.Por ella.