El teléfono sonó.
Marcus Maxwell lo contestó al segundo tono sin apartar los ojos del ventanal del avión privado que acababa de aterrizar en la ciudad. Su voz, como siempre, era directa, seca, sin margen para titubeos:
—Habla Maxwell.
Del otro lado de la línea, Ana Gray, su secretaria personal, se preparaba para hablar con rapidez. Pero antes de que pudiera decir siquiera una palabra, Marcus se adelantó.
—No hace falta que veas a los Gibson.
Ana se congeló.
—Jefe, yo… ya lo hice —dijo, conteniendo el aire—. Hace más de una hora.
Un breve silencio llenó el canal.
—Entiendo —fue todo lo que Marcus respondió, sin alterar el tono—. No importa.
Y colgó.
Ana se quedó con el teléfono en la mano, el corazón latiéndole con fuerza.
Había ejecutado la orden. Tal como él lo había instruido antes de partir: si Rubí no llamaba antes del mediodía, contactaría a la familia Gibson y les ofrecería un acuerdo a cambio de dejar que Rubí se integrara como niñera del Pequeño Dylan. Solo una medida de presi