Las puertas del ascensor se abrieron con un suave sonido metálico. Rubí salió con paso tranquilo, el pequeño de la mano, dirigiéndose hacia la caseta de seguridad. No había intercambiado palabra alguna con él, pero no lo necesitaba. La confianza silenciosa que el niño le había brindado era suficiente.
Apenas doblaron el pasillo, escuchó voces apresuradas, pasos acelerados. El caos se desataba a su alrededor.
—¡Ahí está! —gritó la asistente de Marcus, visiblemente aliviada—. ¡Señor Maxwell, aquí!
Rubí se giró, sorprendida. Y entonces, los volvió a ver.
Marcus venía tras la asistente, caminando con paso decidido, el rostro serio… hasta que lo vio.
Su sobrino, de pie junto a una completa desconocida, sujetando su avioncito con una mano… y sonriendo.
Una sonrisa leve, fugaz, pero real.
La asistente intentó acercarse con prisa para tomar al niño, pero Marcus levantó una mano en seco.
—No lo toques —ordenó con voz firme, sin apartar los ojos del niño—. Déjalo estar.
Rubí miró a ambos hombres con desconcierto. El pequeño soltó su mano y caminó hacia Marcus con calma. El CEO lo alzó en brazos con una delicadeza que contrastaba con su habitual dureza, y aún así, los ojos del hombre seguían fijos en ella.
—No es común que él sonría. Mucho menos con extraños —dijo finalmente.
Rubí no supo qué decir. Por primera vez, Marcus Maxwell no sonaba autoritario ni altanero. Sonaba intrigado. Casi… agradecido.
—¿Cómo lo encontraste?
—No lo buscaba —respondió Rubí con honestidad—. Estaba solo. Me acerqué, lo acompañé. Eso es todo.
Marcus la observó durante un largo silencio. Y entonces, con una naturalidad que la tomó por sorpresa, le hizo una oferta inesperada:
—Quiero contratarte como niñera para él.
Rubí lo miró como si acabara de hablar en otro idioma.
—¿Qué?
—Dylan no se comunica fácilmente. No sonríe. No busca compañía. Y tú… lograste que confiara en ti en minutos.
—¿Cree que eso me hace apta para cuidar a un niño con necesidades especiales? —replicó ella con una risa amarga—. O mejor aún, ¿es esta su forma elegante de decirme que lo único útil que puedo hacer es limpiar mocos?
Marcus frunció el ceño, sorprendido por la hostilidad.
—No es eso.
—No me interesa —dijo Rubí tajante—. No me interesa trabajar para usted ni para nadie que, directa o indirectamente, arruinó mi vida.
Fue precisamente por aquella noche equivocada, se vio obligada a romper con su familia. Aunque hubo algo de orgullo en su decisión, no sentía simpatía por esta persona.
Marcus la miró en silencio. No discutió. No la retuvo. Pero se preguntó por que ella dijo que le arruinó la vida.
Solo sacó una tarjeta de presentación de su bolsillo interior y se la tendió con calma.
—Piensa en él, no en mí. Si cambias de opinión, llámame.
Rubí sostuvo la tarjeta por unos segundos, como si quemara.
Justo en ese momento, Emily apareció corriendo por el pasillo, agitada pero sonriendo de oreja a oreja.
—¡Rubí! ¡Lo logré! ¡Me contrataron! Departamento administrativo. No es el trabajo de mis sueños, pero es algo. ¡Estoy dentro!
Rubí sintió una oleada de alivio al verla. Una chispa de esperanza entre tanta incertidumbre.
Se volvió hacia el niño y le acarició suavemente el cabello.
—Nos vemos, pequeño piloto.
Y luego, con un último vistazo a Marcus, se marchó con su amiga sin mirar atrás, la tarjeta aún temblando en su mano.
…
Los días pasaban lentos y pesados, como si el tiempo se burlara de Rubí cada vez que consultaba el reloj. Después de varias entrevistas fallidas, portazos, excusas vagas y rechazos silenciosos, el único empleo que logró conseguir fue en un bar de barrio, atendiendo mesas hasta altas horas de la noche. No era digno, ni seguro, ni lo que imaginó para sí, pero era algo. Era suyo.
Llevaba el cabello recogido con descuido, los pies adoloridos por estar de pie tantas horas, y una tristeza silenciosa tatuada en la mirada. Pero aún estaba de pie, contra todo pronóstico.
Esa noche en el trabajo, revisó su teléfono: cinco llamadas perdidas de su madre. Una notificación de voz. Dudó antes de reproducirla.
—Rubí, por favor… ya es suficiente. ¿Hasta cuándo vas a seguir con este berrinche? No puedes vivir así. No tienes estudios, ni habilidades. Las empresas no te van a contratar. Lo mejor que puedes hacer es volver y aceptar el matrimonio que te ofrecemos. Al menos te asegurarás un futuro… aunque sea uno que no merezcas del todo.
Rubí soltó una risa sin humor. ¿Qué parte de ella aún esperaba una disculpa?
Guardó el celular y caminó hacia su pequeño cuarto en casa de Emily. Encendió la televisión sin pensar. Justo en ese momento, un titular la congeló.
"Ceremonia privada entre las familias Thomson y Gibson reúne a dos de los apellidos más poderosos del país"
La imagen cambió a un salón lujoso decorado con flores blancas y candelabros. Al centro, Marcia, radiante en un vestido dorado, sonreía junto a Erick Thomson, su ahora prometido oficial. La escena era perfecta, impoluta. El reportero narraba cómo la unión sellaba una alianza estratégica entre dos clanes poderosos.
En primera fila, entre los invitados, Rubí reconoció de inmediato el rostro de su madre.
Estaba llorando. Pero no de tristeza. De felicidad.
Rubí no pudo apartar la vista. Su madre aplaudía con emoción, murmuraba cosas al oído de su esposo, le tomaba la mano con ternura. Parecía... orgullosa.
La cámara hizo un acercamiento y, por un instante fugaz, se enfocó en el rostro de Eva, con lágrimas corriendo por sus mejillas y una expresión de dicha absoluta.
Rubí bajó la mirada con lentitud, sintiendo una presión familiar en el pecho. Se llevó los dedos al cuello y rozó el colgante de plata que siempre llevaba puesto, el que su madre le regaló en su cumpleaños número catorce. Era sencillo, con un dije en forma de flor. Su madre le había dicho en ese entonces:
—Lo llevarás el día de tu boda, Rubí. Vas a estar preciosa. Yo lloraré como una tonta, ya lo verás.
Y ahora… ahora lloraba por otra hija. Por la que la reemplazó sin mirar atrás.
Rubí se quitó el collar lentamente. Lo sostuvo unos segundos entre los dedos, con una mezcla de nostalgia y rabia. Y entonces, sin pensarlo dos veces, lo dejó caer en la pequeña cajita de madera junto a su cama.
Porque esa promesa... ya no existía.
Ni el collar.
Ni la boda. Ni la madre que un día la amó.