Mundo ficciónIniciar sesiónFrancesco Mozzi, un joven y prometedor piloto de Fórmula 1 de nacionalidad italiana, tiene una sola meta en la vida: convertirse en campeón del mundo. Para lograrlo, sabe que debe mantenerse enfocado en la pista y alejado de cualquier escándalo mediático que pueda arruinar su imagen. Solo así podrá asegurarse un contrato con la escudería más importante del campeonato. Pero todo se desmorona cuando un video suyo junto a una de las modelos más famosas del momento se vuelve viral, provocando un escándalo que amenaza con destruir su reputación. Con la presión de mantenerse en la cima y la atención del mundo sobre cada uno de sus errores, Francesco comienza a fallar. Sus sueños, una vez tan cerca, ahora parecen escaparse de sus manos. Desesperado por recuperar el control de su vida y su carrera, recurre a su mejor amiga, Sofía Conte. Ingeniera en diseño automotriz, brillante y leal, Sofía siempre ha estado a su lado, dentro y fuera del paddock. Pero ahora, ambos deciden dar un paso más allá: harán creer al mundo que Francesco ha sentado cabeza y está construyendo un futuro estable a su lado. Lo que comienza como una estrategia para salvar su carrera, podría convertirse en algo que ninguno de los dos había previsto.
Leer másSingapur, un circuito complicado, uno que lleva tu cuerpo al límite con su calor insoportable, humedad densa y esas malditas 19 curvas que no te dan ni un respiro. El cinturón de seguridad se clava en cada una de ellas, recordándote que no hay espacio para el error.
Mi única meta es llegar a ver la bandera a cuadros… y conseguir la mejor posición posible.
—Estás haciendo un buen trabajo, Francesco. Solo unos metros más —escucho la voz de Tom por el intercomunicador.
—¿Posición? —pregunto, con la esperanza de haber hecho algo mejor que en la carrera anterior.
—Décima.
—¡Mierda! ¿A eso le llaman un buen trabajo? —respondo golpeando el volante justo cuando la bandera a cuadros aparece frente a mí.
—Si tomamos en cuenta los resultados anteriores… sí —replica Tom, pero ya no escucho. Solo quiero detener el auto y bajarme de una vez.
—¡Francesco! —mi nombre suena una y otra vez mientras regreso al pit lane. Voces. Flashes. Preguntas.
—¡Francesco, felicidades! ¿Qué tienes que decir sobre los videos con la modelo británica Miranda Carter? —pregunta un periodista apenas me quito el casco.
Y una vez más me arrepiento de aquella maldita salida. De haber bajado la guardia. De haberles dado material para arruinar mi carrera.
—No tengo nada que decir —respondo, seco, sin mirar a nadie, y me abro paso hasta la sala de enfriamiento.
No quiero hablar. No quiero escuchar. Solo me coloco los auriculares y me pierdo en el único lugar donde aún tengo control: la música.
La música no suena lo suficientemente fuerte como para apagar lo que pasa en mi cabeza.
Intento cerrar los ojos, pero el zumbido de la sala de enfriamiento, el murmullo de otros pilotos, y los ecos de las voces de los periodistas aún resuenan como una tortura. Miranda Carter, una simple salida, un par de tragos… Un maldito video.
Ahora todo el mundo tiene una opinión sobre mí. Sobre lo que soy. Sobre lo que merezco.
Campeón del mundo. ¿Cómo voy a serlo si ni siquiera puedo mantenerme enfocado en la pista? Estoy en décimo lugar…Décimo… Algo que, hace un año, me habría parecido una broma de mal gusto.
Tomo una botella de agua, pero ni siquiera tengo ganas de beber. El sudor se pega a mi cuello, y el traje todavía aprieta demasiado. La incomodidad es física, sí, pero lo que más jode… es mental. Es como si estuviera atrapado dentro de una jaula que yo mismo construí.
Miro mis manos. Me tiemblan. No por la fatiga, sino por la impotencia.
«Esto no era lo que se suponía que debía pasar», pienso.
Quería ser el piloto joven que rompería récords. El que haría historia. El que tendría una escudería legendaria rogando por firmarlo. Pero ahora… ahora soy solo el tipo de los escándalos, el que aparece en portales de farándula más que en titulares deportivos.
El pitido de un mensaje me saca de mis pensamientos. Sofía.
“Tómate un segundo. Respira. Te espero en el box cuando estés listo.”
Cierro los ojos otra vez. Esta vez por un poco más. Sofía siempre sabe cuándo no decir mucho. Cuándo simplemente… estar.
Y quizás eso es lo único que necesito por ahora.
[Box del equipo: Una Hora después]
Todavía me retumban en la cabeza los motores, las malditas curvas, el puto “¡posición diez!”. Ni siquiera me quité todo el traje. Camino con el cierre a medio bajar, el cuello empapado en sudor, como si me costara respirar. Tal vez me cuesta.
La encuentro ahí, sentada frente a su laptop, revisando datos como si lo de hoy no hubiera sido otra derrota. Como si mi mundo no estuviera cayéndose a pedazos.
Sofía Conte… Siempre firme. Siempre entera. Su cabello rubio caramelo está recogido en una coleta alta, desordenada, pero no pierde ni una pizca de elegancia. Los auriculares colgando del cuello y ese gesto de concentración que le borra el mundo alrededor. Sus ojos grises, fríos como acero cuando se enfoca, me atraviesan con una mezcla de juicio y paciencia.
Ella no dice nada al principio, solo me lanza una botella de agua.
—Pareces un cadáver —me suelta, sin siquiera mirarme del todo.
—Estoy harto —respondo, dejándome caer en la silla como si fuera el único lugar seguro que me queda.
—Ya lo noté cuando casi partes el volante en dos.
No puedo evitar soltar una risa seca, de esas que no tienen ni una pizca de humor.
—No es solo la carrera. Es todo, Sofía. El puto equipo, los periodistas, los fans... Todos opinan, todos miran, todos juzgan. Y yo… yo ya no sé ni quién soy.
—¿Y entonces? ¿Qué vas a hacer?
—Nada. No puedo hacer nada. ¿Qué quieren? ¿Un comunicado oficial? ¿Un video llorando, diciendo que "aprendí la lección"? —me encojo de hombros, molesto hasta conmigo mismo—. Nada de eso va a cambiar el hecho de que quedé décimo.
Ella me mira, esa mirada suya que no necesita palabras. Directa. Casi quirúrgica.
—No. Pero hay otra forma —dice.
Frunzo el ceño.
—¿Otra forma?
—Hazles creer que cambiaste. Que ya no eres el chico fiestero, ni el piloto impulsivo. Que estás asentado, enfocado, que encontraste estabilidad.
—¿Y cómo se supone que haga eso?
Levanta una ceja. Ya lo tiene todo en la cabeza, puedo verlo. Y entonces suelta las palabras que no esperaba:
—Finge que estás conmigo.
El aire se detiene por un segundo.
—¿Qué?
—Escúchame… nadie pasa más tiempo contigo que yo. Ya nos ven juntos en todos lados. Viajes, reuniones, pits. No sería difícil venderlo, sería creíble. Francesco Mozzi, el piloto que encontró la redención y la estabilidad con su ingeniera de confianza.
La miro, sin saber si reírme o levantarme y salir de aquí.
—¿Tú y yo… fingiendo estar juntos?
—Exactamente.
—¿Y tú ganas… qué con esto?
Sofía se encoge de hombros como si nada.
—Paz en el equipo, que dejes de irte a la m****a, que vuelvas a enfocarte. Y, de paso, me ahorras tener que verte arruinar lo que siempre soñaste por culpa de un video de m****a y tu ego.
No puedo evitar quedarme en silencio. Lo peor es que tiene sentido. Todo. Maldita sea, suena tan absurdo que es brillante.
—¿Y si alguien se da cuenta?
—Nadie se va a dar cuenta. Nadie cree que una mujer como yo podría estar con un piloto como tú. Esa es la ventaja.
Eso último me pica. Me duele, aunque no lo diga. Pero no por ella… sino por mí.
La miro con atención. Siempre ha estado ahí. Siempre.
—Está bien —digo al fin, dejando salir el aire de golpe—. Fingimos que estoy enamorado de ti.
Ella se pone de pie y me lanza la chaqueta del equipo como si acabáramos de cerrar un trato millonario.
—No lo finjas tanto, Mozzi… o se te va a notar.
Y no sé por qué, pero por primera vez en semanas… sonrío.
[FRANCESCO]Veinte años después.Hay un tipo de ruido que nunca se olvida.No es el rugido del motor —aunque ese también se te queda pegado a los huesos—, sino el silencio que lo antecede. Ese segundo exacto antes de que un coche salga del box y el mundo entero contenga el aire. Lo aprendí joven, lo viví mil veces, y aun así hoy me atraviesa distinto.Porque hoy no soy yo el que va a correr.Hoy, por primera vez, es Giuliano.Lo veo desde el muro, con el casco bajo el brazo, el mono impecable, el cuerpo alto y tenso de quien lleva la herencia en la sangre y la presión en la espalda. Tiene mi mandíbula cuando aprieta los dientes. Tiene los ojos de Sofía cuando decide algo y no hay manera de moverlo.Y yo… yo tengo las manos heladas.Me río por dentro, casi con vergüenza. Soy Francesco Mozzi. Gané carreras que parecían imposibles, sobreviví al circo, a la prensa, a la caída, a la resurrección pública. Pero ver a mi hijo ponerse el casco para su primer Gran Premio… eso me deja más vulner
[FRANCESCO]El 5 de agosto amanece con una calma que no conozco. No es silencio. Es otra cosa. Una quietud que se posa sobre la Toscana como si el mundo hubiese decidido bajar la voz solo para nosotros. La luz entra despacio por las ventanas de la casa antigua donde me preparo, dibujando sombras tibias sobre la piedra, marcando el polvo suspendido como si fueran pequeños latidos en el aire.Respiro hondo. Por primera vez en mi vida, no tengo prisa.Me visto sin apuro. Demasiado despacio para alguien que pasó años persiguiendo décimas, midiendo su valor en segundos. El traje cuelga frente a mí, perfecto, pero no es lo que me pesa. Lo que me pesa —y me sostiene— está a unos metros de distancia, caminando hacia mí sin saberlo todavía.Escucho voces afuera. Risas suaves. Pasos sobre la grava. Reconozco los sonidos de mi familia: mi madre, Alessandra, organizándolo todo con esa autoridad amorosa que siempre tuvo; mi padre, Carlo, más callado que nunca; Tommaso, recorrdandome que tenerlo co
[SOFÍA]Varias semanas después: 4 de agostoEl tiempo, cuando una está enamorada y asustada a la vez, deja de avanzar en línea recta. Se vuelve una sucesión de momentos intensos, de aeropuertos que se confunden, de domingos que pesan más que otros, de noches en hoteles donde el mundo entero parece quedar lejos… y al mismo tiempo demasiado cerca.Desde mayo hasta el parate de verano, la temporada fue un vértigo.Miami llegó envuelta en calor y exceso. Luces, ruido, titulares que ya no hablaban solo de carreras. Francesco estuvo sólido, concentrado, feroz cuando debía serlo. Yo lo miré desde el muro, con una mano siempre cerca del vientre y la otra sobre la tablet, aprendiendo a medir mis fuerzas como nunca antes. El resultado fue bueno. No perfecto. Pero firme. Como nosotros.Luego vino Europa, con su ritmo implacable.Barcelona fue dura. El calor, la degradación, una estrategia que no terminó de cerrarse. Francesco llegó a puntos importantes, pero bajó del coche frustrado. Esa noche n
[SOFÍA]MonacoMayo llega sin pedir permiso, con esa sensación extraña de calendario apretado y corazón en expansión. El mundo sigue corriendo —siempre corre—, pero yo empiezo a medir el tiempo de otra manera: en semanas, en latidos, en respiraciones que se acomodan.El consultorio es discreto, blanco, silencioso. Demasiado silencioso para alguien que vive entre motores. Francesco está a mi lado, con la mano firme sobre la mía, aunque intenta disimular la ansiedad mirando cualquier cosa menos la camilla. Yo, en cambio, no puedo dejar de observar la pantalla apagada frente a mí, como si supiera que ahí adentro está ocurriendo algo sagrado.—Doce semanas —dice la médica, revisando el informe—. Todo marcha perfecto.Doce.La palabra cae suave y pesada a la vez. Doce semanas de un secreto que dejó de serlo. Doce semanas de un cuerpo que aprendió a adaptarse. Doce semanas de miedo, ilusión, náuseas, risas nerviosas y noches en las que Francesco se despertó antes que yo para preguntarme si
[SOFÍA]El rugido de los motores vuelve a instalarse en mi pecho incluso antes de que el semáforo se apague. Es curioso cómo el cuerpo aprende a reconocer ciertos sonidos como advertencias. Este no es peligro. No es miedo. Es regreso. Regreso al mundo real: a los horarios estrictos, a las miradas curiosas, a los flashes que no preguntan si una está lista.La escapada a la Toscana ya empieza a sentirse como un sueño hermoso, de esos que se recuerdan primero con el cuerpo y recién después con la memoria. Pero hoy estamos aquí. Otra vez en un paddock. Otra vez con la adrenalina vibrando en el aire caliente del desierto.Y, aun así, todo es distinto.Bahréin despierta bajo un cielo limpio, sin nubes, con ese sol que no da tregua ni siquiera temprano. El asfalto ya empieza a irradiar calor, como si el circuito se preparara para la batalla desde antes que nosotros. A lo lejos, las tribunas brillan y el trazado se dibuja entre arena y acero.Camino junto a Francesco por el pit lane. Él avanz
[SOFÍA]El amanecer en la Toscana llega sin pedir permiso. La luz se filtra entre las cortinas de lino como un susurro tibio, deslizándose por las paredes de piedra, dibujando sombras suaves sobre la cama. No es una luz que despierte de golpe; es una que invita a quedarse un poco más.Abro los ojos y lo primero que siento es su respiración. Francesco está despierto. Lo sé por la forma en que su cuerpo está tenso, alerta, como si llevara rato mirándome. Su brazo rodea mi cintura con firmeza contenida, y su mano descansa en mi espalda baja, cálida, segura.—Buenos días… —murmura, con la voz todavía áspera de sueño.—Buenos —respondo, apenas.No hace falta más.Me acerco, buscando su boca, y el beso llega lento, profundo, cargado de todo lo que no dijimos anoche porque el cansancio nos ganó. Sus labios recorren los míos con una intención distinta: no hay urgencia, pero sí hambre. Una que arde despacio.Su mano sube, me atrae más cerca, como si necesitara sentir que sigo ahí, que no fue u





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