3. A SIMPLE VISTA

El coche avanza suave por las calles iluminadas de Singapur. Afuera, la ciudad brilla con esa mezcla de lujo, calor y peligro que siempre me ha gustado. Adentro, el silencio pesa más que el motor.

Sofía va sentada a mi lado. Derecha, elegante, con las piernas cruzadas y la vista perdida en la ventana. Su vestido negrosigue robándome la atención cada dos minutos, aunque intento no mirarla demasiado. Lo último que necesito es que se dé cuenta de cómo me cuesta respirar desde que se subió al coche.

Su perfume llena el espacio. Sutil, pero imposible de ignorar. Antes olía a metal caliente, a aceite, a café fuerte en la madrugada del box. Ahora huele a algo que no puedo nombrar. Algo que me jode la cabeza.

No hablamos. Ni una palabra.

Solo suena la ciudad.

Me aclaro la garganta, sin saber qué decir. Lo intento.

—¿Estás segura de esto? —cuestiono y es que las dudas siguen rompiéndome la cabeza.

Ella no gira la cabeza. Solo responde, tranquila:

—¿Tú no?

—No lo sé —admito—. Hay algo raro en todo esto.

—¿Raro como en “esto va a explotar en la prensa” o raro como en “no me reconozco cuando te miro con ese vestido”?

Sus palabras me golpean más fuerte de lo que deberían.

La miro. Ella no sonríe. No bromea. Solo me observa, seria, directa. Como siempre. Como si viera más de lo que quiero mostrar.

—Ambas —respondo finalmente.

Ella gira la cabeza hacia el frente. Una pequeña curva aparece en sus labios, casi una sonrisa, casi burla.

—Bueno, para eso estamos fingiendo. Para que no se note lo incómodos que estamos —explica.

—¿Tú estás incómoda? —presiono.

—Contigo, no. Con lo que puede pasar si esto deja de ser una actuación… sí.

Silencio.

Otra bomba en medio del trayecto.

Miro hacia adelante. El chofer no habla. Probablemente ha escuchado a muchas “parejas falsas” antes. Pero esto… esto no se siente como cualquier montaje.

Tomo aire.

—¿Y si pasa?

—¿Si pasa que? —rebate.

—Si deja de ser una actuación.

Ella no responde. Solo baja la mirada un segundo. Y luego me lanza una de esas respuestas que no suenan como una broma… pero duelen como si lo fueran.

—Entonces perderíamos más de lo que estamos tratando de salvar.

Me quedo callado. Porque tiene razón. Porque en este momento, más que nunca, me doy cuenta de que nada entre nosotros ha sido tan simple como creí.

No sé cuánto dura el silencio después de eso. Solo sé que, cuando llegamos al restaurante y el coche se detiene frente a la alfombra roja y los flashes que nos esperan, Sofía toma mi mano sin pedirme permiso.

Natural. Instintivo.

La aprieta apenas. Como si, por un segundo, de verdad necesitara que yo esté ahí.

Y yo la aprieto de vuelta. No porque sea parte del plan.

Sino porque yo también la necesito.

Apenas tocamos la acera, los flashes nos golpean como un enjambre. Voces por todas partes:

—¡Francesco, por aquí!

—¡Sofía! ¿Desde cuándo están juntos?

—¿Es oficial? ¿Es real?

Me obligo a no mirar directamente a las cámaras. En vez de eso, miro a Sofía. Le ofrezco el brazo y ella lo toma, segura. Como si lo hubiera hecho mil veces. Como si esto fuera real.

Caminamos despacio, sincronizados, como si la escena nos perteneciera. Y en cierto modo… lo hace.

El restaurante es uno de esos lugares donde la gente no va solo a cenar. Va a ser vista. Techos altos, luces tenues, manteles perfectos, copas de cristal. Hay famosos en otras mesas, empresarios, figuras del espectáculo. Pero por unos minutos, todas las miradas están sobre nosotros.

Nos ubican en una mesa junto a un ventanal. Estratégico. Privado, pero visible desde ciertos ángulos. Sabemos que hay fotógrafos fuera, captando nuestras siluetas.

Nos sentamos. El camarero se acerca. Amable, y pedimos vino, casi al mismo tiempo. Mismo tono. Mismo gesto.

—Parecemos una pareja de verdad —dice ella, cuando el camarero se marcha.

Tomo aire y la observo.

La luz suave del restaurante le resalta los pómulos, los labios, el cuello. Es como verla por primera vez. Y, al mismo tiempo, como si la hubiera conocido toda la vida.

—¿Te molesta todo esto? —le pregunto, en voz baja.

—¿La farsa?

—Sí. El show. Fingir —aclaro en un susurro.

Ella gira lentamente el rostro hacia mí. Sus ojos grises brillan, no por la luz, sino por algo más profundo.

—Me molesta que sea necesario. Pero no me molesta que sea contigo.

Me quedo quieto. Sin saber cómo responder. Porque, aunque el plan es fingir… nada de lo que siento ahora mismo se parece a una mentira.

El vino llega. Chocamos las copas. Sonrío. Ella también.

Por fuera, somos la pareja perfecta. Por dentro, somos dos personas jugando a no quemarse con el fuego que están avivando.

Y el problema es que ya no sé si quiero apagarlo.

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