4. ACTUAR PARA EL MUNDO

El camarero se aleja y por fin quedamos solos, al menos en teoría. Porque sé que al menos tres personas en el restaurante nos están observando disimuladamente, probablemente listos para vender algún detalle, una foto, una frase mal interpretada.

Así que juego mi parte. Me inclino sobre la mesa, con la copa en la mano, como si no pudiera dejar de mirarla. Sofía lo nota, claro. Me lanza una sonrisa discreta, esa que apenas levanta una comisura, perfecta para las cámaras que deben estar acechando desde el exterior.

—Estás exagerando —murmura, sin dejar de sonreír.

—Estoy interpretando el papel del novio enamorado. Dijiste que debía parecer creíble —difiero.

—Sí, pero no como si fueras a pedirme matrimonio en cualquier momento —expone muy segura.

—¿Y si lo hiciera? —bromeo.

Ella me clava los ojos grises. No hay risa en su mirada, solo esa mezcla de complicidad y tensión que parece estar entre nosotros desde que comenzó todo esto.

—No empieces, Mozzi. Apenas estamos estableciendo las reglas del juego —advierte

—Hablemos de eso —digo, dejando la copa sobre la mesa—. ¿Cómo se supone que seguirá todo esto? —averiguo y es que para mí propia salud mental necesido tener reglas claras.

Sofía se acomoda en la silla, cruzando las piernas. La tela de su vestido se desliza apenas y me esfuerzo por mantener la vista en su rostro. Difícil.

—Primero, tenemos que mantener esto en público durante un tiempo. Aparecer juntos, sonreír, salir de los circuitos tomados de la mano. Publicaciones cuidadas, cenas como esta. Un par de entrevistas con indirectas bien colocadas.

—¿Indirectas?

—Tipo: “Sofía siempre ha estado ahí para mí”, “Nuestra relación es especial”, cosas así. Que parezca real, pero sin forzarlo —habla como si tuviera todo esto muy claro y en el fondo me asusta.

—Entonces, nada de besos apasionados frente a la prensa —digo con una sonrisa fingidamente decepcionada.

—Solo si el equipo de marketing lo exige —responde sin pestañear.

—¿Y si me sale sin querer?

—Entonces será problema tuyo, no mío.

Se hace un silencio. No incómodo. Solo… tenso, porque sabemos que ese “sin querer” no está tan lejos de la realidad como debería.

—¿Y dentro del equipo? —pregunto—. ¿Ellos también deben creerlo?

Sofía duda un segundo antes de responder.

—Algunos ya lo creen, otros lo sospechan. Pero todos quieren que funcione, Francesco. Quieren al Francesco centrado, limpio, disciplinado. Y si creen que estoy ayudando a que ese Francesco vuelva, te van a proteger.

—¿Aunque sea mentira?

—Aunque sea una mentira conveniente.

La forma en que lo dice… fría, profesional, como si hablara de una estrategia aerodinámica. Pero sus dedos rozan los míos sobre la mesa, apenas, y ese roce dice otra cosa.

—Y nosotros —digo, bajando un poco la voz—, ¿sabemos fingir tan bien como para no confundirnos?

Ella no responde de inmediato, solo me mira. Largo. Silenciosa.

—Lo sabremos cuando sea demasiado tarde —dice finalmente.

Otra copa. Otro trago. Otra sonrisa pública. Y mientras posamos para un par de miradas curiosas en la mesa de al lado, me doy cuenta de algo que no había pensado hasta ahora:

No tengo miedo de la prensa. No tengo miedo de perder el control.

Lo que me asusta… es no saber si lo que siento es parte del plan o algo que estuvo siempre ahí, esperando un escenario para mostrarse.

[…]

Nuestro juego en aquella mesa dio fin, pero ahora toca la segunda parte de esta fachada. La puerta del restaurante se abre y el mundo exterior nos traga.

La humedad de Singapur se vuelve a cuela por el cuello de mi camisa. Las luces de la ciudad parecen más intensas, más duras. Los flashes son muchos. Una lluvia blanca, punzante, como si estuviéramos bajo un relámpago constante. No hay gritos, pero los destellos lo dicen todo: nos están mirando. Cada paso, cada gesto. Cada segundo.

Sofía va tomada de mi brazo, elegante, segura. Sus dedos se ajustan justo por encima de mi codo, firmes, como si no quisiera soltarse. Caminamos sincronizados, como si lo hubiéramos ensayado, pero no lo hicimos. Y sin embargo, así lo parece.

El coche nos espera a unos metros, con el chofer en posición, puerta trasera abierta. Pero no subimos todavía.

Nos detenemos.

Lo que sigue es inevitable. Forma parte del plan. Lo sabíamos desde que dijimos “vamos a cenar”. El beso… El cierre perfecto para la historia que queremos que el mundo crea.

Ella gira lentamente hacia mí.

Todo se vuelve más lento. El aire se espesa. Las cámaras parpadean sin descanso.

Y yo la miro.

El vestido negro. El brillo suave de su piel bajo las luces. Su cabello rubio cayendo libre sobre los hombros. Sus ojos grises, que esta vez no esconden nada.

No necesito preguntar. Ya lo sé. Ella lo sabe también.

Me acerco. Un paso, dos. Mi mano se apoya suavemente en su cintura. La suya se acomoda en mi pecho. No es actuación. No puede serlo. No así.

Nuestros labios se encuentran.

Es un beso breve. Medido. Perfecto para la imagen. Pero algo se quiebra en ese instante, o tal vez se despierta.

Porque no es solo un beso. Es un límite que cruzamos sin querer.

Cuando nos separamos, ella me mira sin decir nada. Hay algo distinto en sus ojos. Algo nuevo, yo lo siento también. En la respiración. En el corazón. En la maldita forma en que su perfume se quedó pegado a mi piel.

Sofía sube al coche primero. Yo la sigo unos segundos después.

Las luces aún parpadean cuando la puerta se cierra detrás de mí. Pero lo único que puedo escuchar es el latido sordo de lo que acaba de pasar.

Y lo que ya no podremos deshacer.

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