[SOFÍA]
El amanecer en la Toscana llega sin pedir permiso. La luz se filtra entre las cortinas de lino como un susurro tibio, deslizándose por las paredes de piedra, dibujando sombras suaves sobre la cama. No es una luz que despierte de golpe; es una que invita a quedarse un poco más.
Abro los ojos y lo primero que siento es su respiración. Francesco está despierto. Lo sé por la forma en que su cuerpo está tenso, alerta, como si llevara rato mirándome. Su brazo rodea mi cintura con firmeza contenida, y su mano descansa en mi espalda baja, cálida, segura.
—Buenos días… —murmura, con la voz todavía áspera de sueño.
—Buenos —respondo, apenas.
No hace falta más.
Me acerco, buscando su boca, y el beso llega lento, profundo, cargado de todo lo que no dijimos anoche porque el cansancio nos ganó. Sus labios recorren los míos con una intención distinta: no hay urgencia, pero sí hambre. Una que arde despacio.
Su mano sube, me atrae más cerca, como si necesitara sentir que sigo ahí, que no fue u