En el lujoso hotel Le Ciel, dos almas rotas colisionan en una noche de furia y redención. Ana, una novia fugitiva marcada por moretones y secretos, irrumpe en la habitación de Alberto, un hombre devastado por la traición, ahogado en whisky y recuerdos. Mientras los pasos de sus perseguidores resuenan en los pasillos, una chispa de desafío los une: ella, huyendo de un pasado que amenaza con consumirla; él, buscando una razón para no rendirse al abismo. Entre promesas rotas y botellas vacías, su encuentro desata una danza frenética de peligro, pasión y esperanza, donde salvarse mutuamente podría ser su última oportunidad de redención.
Leer másPreámbulo
Escribir esta novela fue un salto al abismo, un desafío que me despojó de temores y me enfrentó a la crudeza del amor. Las críticas que lleguen las recibiré con el corazón abierto, pues son el fuego que forja mi pluma, un recordatorio de que el amor, como mis palabras, no siempre busca complacer, sino estremecer. Abordar la violencia y la intimidad me inquietó; siempre creí que el amor no necesitaba de esas sombras para brillar. Pero en Tan efímero como un beso, me atreví a explorar sus aristas más crudas, tejiendo una historia que marcó mi alma y dio forma a este debut audaz, un lienzo de pasiones y heridas que refleja mi propio corazón expuesto.
A ti, lector, mi gratitud infinita por sostener estas páginas, por confiar en mí, por adentrarte en un mundo donde el amor es un relámpago: breve, deslumbrante, eterno en su instante. No domino el arte de los agradecimientos, pero que estas palabras destilen mi devoción por ti, que haces vivir esta novela con cada latido que compartes con ella.
Tan efímero como un beso no es solo una historia de amor; es un vals en la cuerda floja, un abrazo desesperado en los callejones oscuros de la vida. Es un flechazo que promete la eternidad y se desvanece con la certeza de su finitud. Es un acto de rebeldía contra un mundo que desilusiona, donde amar es atreverse a caer, sabiendo que el abismo espera. Esta novela es un espejo de nuestras fragilidades, un susurro que pregunta si el amor, aunque efímero, puede salvarnos. Espero que, al recorrer sus páginas, encuentres las chispas de tus propios anhelos y que, como yo al escribirla, te descubras transformado por su fuego.
Introducción
El amor, como un relámpago, ilumina la noche solo para desvanecerse en su propio fulgor. En los pasillos del hotel Le Ciel, donde los espejos guardan secretos y las lámparas parpadean con promesas rotas, dos almas heridas se encontraron bajo el peso de sus propios abismos. Ana corría, su vestido de novia un estandarte de sueños traicionados, sus pasos resonando como un corazón que se niega a rendirse. Cada puerta que golpeaba era un grito, una súplica al destino para que le diera refugio. Y entonces, en la habitación 312, el destino respondió.
Alberto yacía allí, un hombre tallado en cicatrices invisibles, su cuerpo bronceado tendido entre botellas vacías que narraban su rendición. El whisky había sido su consuelo, un intento inútil de ahogar el nombre de una mujer que lo había destrozado, dejándolo a merced de un vacío que no explicaba. Sus ojos, oscuros como pozos sin fondo, se abrieron al sonido de los golpes, y en ese instante, el mundo que había jurado abandonar irrumpió con la fuerza de un huracán.
Ella era un torbellino de tul y terror, una desconocida cuya belleza rota cortaba el aire como un presagio. Él, un náufrago que había olvidado cómo salvarse, pero que, al verla, sintió una chispa que no esperaba: la urgencia de proteger, de desafiar, de volver a sentir. Pero el amor, en su efímera crueldad, no llega solo. Tras los pasos de Ana, las sombras de su pasado avanzaban, hombres de rostros fríos y promesas letales, dispuestos a silenciarla a cualquier costo.
En una noche donde el peligro acecha y los corazones rotos buscan redención, Ana y Alberto se enfrentarán a una verdad inescapable: el amor es un acto de rebeldía, un salto al vacío donde caer juntos puede ser la única forma de sobrevivir. Esta es su historia, un tango desesperado en los bordes del abismo, donde cada latido promete el infinito y amenaza con desvanecerse.
El día aún no acababa, y el rugido del motor del coche deportivo de Alberto resonaba en los oídos de Ana mientras el vehículo se deslizaba por las calles iluminadas de la ciudad. Las luces de neón destellaban como un caleidoscopio, reflejándose en el capó brillante, hasta que se detuvieron frente a un edificio que parecía sacado de un sueño febril. El casino se alzaba imponente, sus puertas de cristal y oro prometiendo un mundo de excesos. Ana, con su sudadera gris y sus tenis gastados, sintió un nudo en el estómago al bajar del auto. La fachada reluciente del lugar la miraba con desdén, como si supiera que no pertenecía allí.Alberto, en cambio, parecía en su elemento. Bajó del coche con una sonrisa despreocupada, su chaqueta de cuero ajustándose a sus hombros anchos mientras el valet se apresuraba a tomar las llaves. Al cruzar las puertas del casino, el aire se llenó de un murmullo vibrante: el tintineo de las fichas, el zumbido de las máquinas tragamonedas, las risas agudas y los s
Con un temblor en las manos, trepó al barandal de hierro forjado. El metal estaba frío, mordiendo sus palmas, y el viento del amanecer le azotó el rostro, enredando su cabello. Puso un pie en el borde, luego el otro, el vértigo tirando de sus entrañas.—Así, Ana —dijo Alberto, su voz un faro en la penumbra—. Paso a paso. Lo estás haciendo bien.El tintineo de la llave en la cerradura rasgó el aire. Diego estaba cerca, demasiado cerca. Ana se aferró al barandal, sus piernas temblando mientras el vacío la miraba desde abajo.—A la cuenta de tres —dijo Alberto, su tono sereno pero urgente—. Uno. Dos…—No, no puedo —gimió Ana, su voz quebrándose, los ojos cerrados con fuerza. El miedo la paralizaba, pero la imagen de Alberto, su promesa en el hotel —“No dejaré que eso pase”— ardía en su pecho.—Puedes, Ana —insistió él, su voz un puente sobre el abismo—. Estoy aquí. Mírame.La puerta tembló bajo un golpe. Diego irrumpió en la habitación, su silueta llenando el umbral. Sus ojos, fríos como
La habitación, con su pulcritud asfixiante, se había convertido en una jaula. Las sábanas blancas perfectamente tendidas, el escritorio de caoba reluciente, las cortinas de lino que filtraban el alba en rayos ordenados: todo era una fachada, un decorado que escondía la traición de Violeta. Ana, desplomada contra la puerta cerrada, sintió el peso del cerrojo como una sentencia. Las palabras de su madre, frías y calculadoras, resonaban en su mente: “¿Diego? Cariño, Ana está en casa. ¿Puedes venir?”—No, no, no —susurró Ana para sí misma, su voz un eco de pánico que se enredaba en su pecho—. Esto no puede estar pasando. La traición de Violeta era un puñal, pero la idea de Diego acercándose, con su sonrisa de acero y sus manos crueles, era un abismo que amenazaba con tragarla. Había huido del altar, del vestido de novia, del anillo que marcaba su esclavitud, pero ahora estaba atrapada de nuevo, en la casa que prometía refugio y solo ofrecía cadenas.Se puso de pie, sus manos temblando mi
Ana empujó la pesada puerta de roble, que se abrió con un susurro preciso, como si la casa misma estuviera entrenada para mantener las apariencias. El vestíbulo era un santuario de elegancia: suelos de mármol pulido que reflejaban la luz del amanecer, candelabros de cristal que destellaban sin una mota de polvo, paredes adornadas con lienzos de tonos sobrios que exhalaban riqueza contenida. Todo estaba impecable, íntegro, un reflejo de la disciplina férrea de Violeta, su madre. Pero esa limpieza era fría, desprovista de calor humano, como si la mansión fuera un escenario diseñado para ocultar verdades incómodas.—¿Mamá? —llamó Ana, su voz frágil en el vasto espacio, cargada de una esperanza que se desvaneció al instante. Violeta emergió de una sala lateral, su figura esbelta envuelta en un vestido de lino impecable, su rostro tallado en líneas de desaprobación. Sus ojos, fríos como el mármol bajo los pies de Ana, la recorrieron con desprecio. Sin mediar palabra, su mano se alzó, y un
Alberto la estudió, su rostro suavizado por una ternura que no esperaba. —No mereces esos golpes —dijo, su voz quebrándose—. Nadie los merece.Ana se tensó, sus manos apretando la sudadera. —No es nada —murmuró, su voz frágil como vidrio—. Es una vida que no elegí. Si me encuentra, será el fin.—No dejaré que eso pase —dijo Alberto, sorprendido por su propia firmeza—. No esta noche.Un grito áspero en el pasillo los arrancó de ese instante. —¡Sé que está por aquí! —rugió una voz grave. Ana palideció, y Alberto, con un gesto rápido, la tomó de la mano. —¿Puedes correr rápido?—Sí, sí. Puedo correr rápido —respondió Ana, su voz un desafío al destino—. Espera —añadió, deteniéndose. Con una furia contenida, se arrancó el anillo de boda, el metal brillando como una cadena rota. Lo arrojó sobre la bufetera, junto a la botella de whisky, el sonido resonando como un grito de libertad. —No volveré a él —murmuró, sus ojos brillando con alivio y rebeldía.No había tiempo para más. Los pas
La noche se derramaba sobre el Hotel Le Ciel como un manto de terciopelo roto, sus luces tenues reflejándose en los espejos de los pasillos como promesas que nunca se cumplieron. Ana corría, su vestido de novia un estorbo de encaje y tul que se enredaba en sus pasos, un faro blanco que gritaba su presencia a quienes la perseguían. Sus golpes desesperados en las puertas resonaban como un tambor de guerra, cada uno un grito mudo de auxilio. Nadie abría. Nadie, hasta que llegó a la habitación 312.Dentro, Alberto yacía en un mausoleo de su propia creación, un hombre fracturado por un amor que lo había traicionado. Su cuerpo, esculpido por años de disciplina y ahora castigado por el exceso, descansaba en una cama deshecha, rodeado de botellas vacías que narraban su caída. El whisky, el tequila, el vino: testigos mudos de su intento por ahogar el eco de ella, la mujer cuyo nombre se había prohibido pronunciar. Sus ojos, oscuros y cargados de sombras, se abrieron al sonido de los golpes, ar
Último capítulo