[SOFÍA]
Monaco
Mayo llega sin pedir permiso, con esa sensación extraña de calendario apretado y corazón en expansión. El mundo sigue corriendo —siempre corre—, pero yo empiezo a medir el tiempo de otra manera: en semanas, en latidos, en respiraciones que se acomodan.
El consultorio es discreto, blanco, silencioso. Demasiado silencioso para alguien que vive entre motores. Francesco está a mi lado, con la mano firme sobre la mía, aunque intenta disimular la ansiedad mirando cualquier cosa menos la camilla. Yo, en cambio, no puedo dejar de observar la pantalla apagada frente a mí, como si supiera que ahí adentro está ocurriendo algo sagrado.
—Doce semanas —dice la médica, revisando el informe—. Todo marcha perfecto.
Doce.
La palabra cae suave y pesada a la vez. Doce semanas de un secreto que dejó de serlo. Doce semanas de un cuerpo que aprendió a adaptarse. Doce semanas de miedo, ilusión, náuseas, risas nerviosas y noches en las que Francesco se despertó antes que yo para preguntarme si