El exitoso y solitario millonario Leonardo Santoro, dueño de un imperio empresarial, descubre que necesita urgentemente una familia para asegurar su legado y cumplir un deseo personal que nadie conoce. Cuando se cruza con los trillizos Luna, Leo y Mateo, tres hermanos inseparables y muy diferentes, una propuesta de matrimonio inesperada pone sus vidas patas arriba. Entre secretos, tensiones y un amor que nace entre las sombras del poder y la necesidad, tendrán que aprender a construir un vínculo que será mucho más que un contrato.
Leer másLEONARDO
El mundo se me desploma y, al mismo tiempo, sigue girando sin pedir permiso. Esa es la ironía cruel de la vida cuando tienes el poder en tus manos: puedes controlar casi todo, menos lo que late bajo tu piel.
Mi nombre es Leonardo Santoro. Para la mayoría, un magnate frío, implacable y dueño de un imperio que abarca desde los rascacielos de Nueva York hasta las viñas de la Toscana. Para mí, un hombre cargado de soledad disfrazada de éxito. Y hoy, esta vida me lanza un golpe del que no esperaba recuperarme.
La noticia llegó en forma de un papel con letras que se resbalaban entre mis dedos. Un diagnóstico médico que no deja espacio para el error ni para la esperanza. "Su salud podría deteriorarse en los próximos meses", dijeron. Fue un susurro que se convirtió en tormenta dentro de mi pecho.
El médico lo dijo con voz pausada, casi amable, como si intentara suavizar el golpe. Pero para mí, cada palabra era un puñal frío. ¿Cómo podía el hombre que parecía tenerlo todo perder lo más elemental? La posibilidad real de no dejar un legado me hacía sentir más vulnerable que nunca.
Llevé las manos a la cabeza, intentando apaciguar el vértigo que se desataba en mi mente. ¿Qué quedaba cuando el poder no era suficiente para comprar tiempo? ¿Cuando la fortuna se convierte en una cuenta regresiva? La respuesta era aterradora y clara: necesitaba una familia, y rápido.
No una familia cualquiera, sino una que pudiera sostener el apellido Santoro, proteger mis secretos y mantener vivo el imperio cuando yo no estuviera. No podía permitirme el lujo de dejar todo en manos del destino o de desconocidos. El Santoro debía continuar, y ese peso ahora era mío, en una batalla que no podía ganar solo.
Soy un hombre acostumbrado a tener el control absoluto, a manejar las piezas del tablero con precisión quirúrgica. Pero esta vez, debía ceder parte de ese control a una idea que me revolvía el estómago: un matrimonio por conveniencia. Un contrato frío y calculado para cubrir una necesidad urgente, disfrazado de unión legítima.
Pensé en las mujeres que conocía, en las alianzas que podrían interesarme, pero ninguna parecía encajar con lo que necesitaba. No buscaba amor, ni siquiera compañía. Solo alguien dispuesto a formar una familia conmigo, a crear un frente unido que el mundo respetara y temiera.
Fue entonces cuando se me ocurrió la idea que podría parecer descabellada para cualquiera, pero no para mí. Y si no fuera una sola persona, ¿y si fueran tres? Tres personas que compartieran un vínculo inquebrantable, una familia ya formada que pudiera convertirse en mi ancla. Trillizos. Tres corazones latiendo al unísono, un vínculo tan fuerte que ni siquiera mi frío control podría romper.
La posibilidad me intrigaba y aterraba a partes iguales. ¿Podría ese experimento funcionar? ¿Podrían esos tres desconocidos llenar un vacío que ni el dinero ni el poder habían logrado tocar? La pregunta me quemaba por dentro, y aunque la respuesta aún estaba oculta en la penumbra, mi decisión ya estaba tomada.
Abrí la ventana de mi despacho, dejando que el aire frío de la ciudad chocara contra mi rostro. Afuera, la ciudad seguía su ritmo frenético, indiferente a la tormenta que se desataba dentro de mí. Pero yo no podía permitirme esa indiferencia. No esta vez.
En el silencio que siguió, me prometí una cosa: no importa lo que costara, encontraría a esa familia. A esos tres. Y si era necesario, rompería todas mis reglas para que el apellido Santoro siguiera brillando.
La búsqueda comenzaba ahora. Y yo estaba listo para jugar mi última carta.
—No hay marcha atrás —me susurré, con una mezcla de desafío y miedo—. Esta vez, el juego es personal.
Y mientras la ciudad dormía bajo un manto de luces, yo ya estaba trazando el plan que cambiaría mi vida para siempre.
Las semanas siguientes fueron una mezcla agotadora de reuniones y búsquedas. Cada contacto era una pieza más en el rompecabezas que intentaba armar, pero ninguno parecía encajar en la imagen que tenía en mente. No podía permitirme el lujo de fallar.
Mi asistente, Marta, me miraba con una mezcla de preocupación y admiración. Sabía que esta misión no era como las otras. El reloj no estaba de mi lado. Al fin y al cabo, el tiempo es un lujo que ni el dinero puede comprar.
Una tarde, mientras revisaba unos informes en la oficina, Marta entró con un expediente bajo el brazo.
—Señor Santoro, encontré algo que podría interesarle —dijo, entregándome unas fotos y documentos.
Eran imágenes de tres jóvenes, prácticamente idénticos, con una sonrisa que irradiaba una mezcla de complicidad y rebeldía. Trillizos, según indicaba el archivo.
No eran parte de ninguna familia adinerada ni tenían apellido reconocido, pero algo en sus miradas me llamó la atención: fuerza, independencia, un lazo invisible que sólo los hermanos pueden entender.
Decidí actuar rápido. No podía permitirme dejar escapar una oportunidad, aunque viniera envuelta en incertidumbre.
Una llamada, un encuentro reservado en un elegante café de la ciudad. La primera vez que los vi juntos fue como observar a un solo ser con tres almas diferentes. Y aunque mi instinto me decía que estaba jugando con fuego, también me decía que era lo que necesitaba.
La reunión fue tensa, llena de miradas desconfiadas y silencios incómodos. Les expliqué mi situación con la franqueza que me caracteriza, sin adornos ni falsas promesas.
—No busco amor —les dije—. Busco una familia que pueda sostener este nombre cuando yo ya no esté. Una alianza que nos proteja a todos.
Las palabras cayeron como piedras en el lago tranquilo de sus vidas. Podía ver el choque de emociones en sus rostros: incredulidad, miedo, desafío.
—¿Y por qué nosotros? —preguntó la voz firme del que parecía el mayor, aunque todos compartían esa energía magnética.
—Porque ustedes tienen algo que yo no —respondí—. Unión. Fuerza. Y porque, como yo, están acostumbrados a luchar.
En ese instante, comprendí que no se trataba solo de encontrar una familia. Se trataba de encontrar un hogar, un lugar donde los tres pudieran sentir que pertenecen, a pesar de mi naturaleza implacable.
La tensión entre nosotros era palpable, una cuerda tensada al máximo, lista para romperse o para sostener un peso insospechado.
Salí de ese encuentro con más preguntas que respuestas, pero también con una determinación renovada. Esta vez, no podía permitirme el lujo de fallar.
Volví a mi despacho y me senté frente a la ventana, mirando la ciudad que seguía su ritmo indiferente.
Sabía que mi mundo estaba a punto de cambiar, y que esa familia de tres sería la pieza clave para que el legado Santoro no muriera conmigo.
Por primera vez en mucho tiempo, sentí un atisbo de esperanza.
Y eso me asustaba más que cualquier diagnóstico.
—El juego comienza ahora —me dije—. Y no hay lugar para el error.
MateoLa noche no tenía intenciones de callarse. Podía sentirla como una respiración pesada, constante, en la nuca. Luna dormía en el sofá con un gesto tranquilo, tan frágil que por un segundo me pareció verla como cuando tenía cinco años y se aferraba a mi brazo porque soñaba con monstruos. Leo había desaparecido al jardín trasero con una copa de vino y esa mirada de artista melancólico que a veces me daban ganas de abofetear. Yo, en cambio, seguía en pie. Siempre en pie. Siempre despierto.Así es ser el mayor, aunque nacieras solo diez minutos antes.Me recosté contra la pared, brazos cruzados, repasando por centésima vez la conversación con Leonardo. Ese tipo… hay algo en él que me molesta más allá del traje a medida o su voz de terciopelo afilado. Es el aura. Esa maldita seguridad de quien sabe que tiene el mundo girando en la palma.Y ahora pretende girar el nuestro también.Me pasé una mano por el rostro. La barba empezaba a picar, lo que era una buena excusa para mantenerme irr
LeoEl olor a óleo viejo y polvo me recibió como un abrazo familiar cuando empujé la puerta del viejo taller que había improvisado en uno de los invernaderos abandonados de la villa. Las paredes estaban cubiertas de telas crudas, algunas a medio pintar, otras terminadas y ocultas bajo sábanas manchadas. Aquí dentro, el mundo real se difuminaba, se convertía en pinceladas y suspiros, en rostros que nunca existieron y paisajes que me dolía no poder visitar.Suspiré.Llevaba horas masticando el silencio, y aún así… el eco de la propuesta de Leonardo seguía rebotando en mi cabeza como un maldito tambor tribal.Familia.Esa palabra tenía filo para mí. Más que cualquier insulto, más que cualquier bofetada del pasado. Porque nunca la había tenido, no realmente.Luna había sido mi refugio. Mateo, mi roca cuando todo se venía abajo. Pero familia…Eso era otra cosa. Era pertenecer. Ser visto. No solo tolerado, no solo necesario.Y ahora ese hombre —con sus trajes que huelen a poder y con esa mi
El silencio, cuando se impone en una casa tan grande como esta, suena más fuerte que cualquier tormenta. Mis pasos resonaban contra el mármol mientras caminaba hacia el salón principal, donde todo estaba perfectamente dispuesto: la luz cálida de los candelabros, el fuego encendido en la chimenea, y una mesa larga con tres copas de vino aún sin llenar.Parecía una escena de película, una de esas donde el villano sonríe desde la sombra antes de ofrecer un trato que nadie en su sano juicio debería aceptar. Y, sin embargo, yo no me sentía un villano. Me sentía... desesperado.La vida, con toda su ironía, me había puesto contra las cuerdas. El apellido Santoro era sinónimo de poder, legado, dinero sucio blanqueado con caridad y discursos elegantes. Pero los cimientos que sostenían ese imperio se desmoronaban, uno a uno, si no hacía algo rápido. Algo drástico.Y entonces los vi.Los tres.Luna entró primero, con el rostro tenso, los brazos cruzados como un escudo invisible. Su mirada era la
LUNANos llaman trillizos, pero somos mucho más que eso. Somos tres almas atadas por un vínculo que ni la distancia, ni el tiempo, ni los problemas pueden romper. Leo, Mateo y yo —Luna— somos un equipo desde el primer latido de nuestro corazón. Sin embargo, aunque compartimos ADN, nuestras personalidades son un mundo aparte. Y créeme, esa mezcla explosiva da para mucho.Yo siempre he sido la rebelde, la independiente. La que lucha por su libertad con uñas y dientes. No me gusta que nadie me diga qué hacer, y menos si lleva traje y viene con una sonrisa perfecta. Trabajo duro, me las arreglo sola, y no pienso rendir ni un centímetro de mi espacio a nadie. Eso incluye a mis hermanos, que aunque los quiero con locura, siempre tratan de protegerme demasiado, como si fuera frágil.Leo, el mayor según el registro, es el más serio, el que lleva la cabeza fría incluso en las peores tormentas. Su ambición y control son casi tan intensos como su silencio cuando algo lo perturba. Mateo, en cambi
LEONARDOEl mundo se me desploma y, al mismo tiempo, sigue girando sin pedir permiso. Esa es la ironía cruel de la vida cuando tienes el poder en tus manos: puedes controlar casi todo, menos lo que late bajo tu piel.Mi nombre es Leonardo Santoro. Para la mayoría, un magnate frío, implacable y dueño de un imperio que abarca desde los rascacielos de Nueva York hasta las viñas de la Toscana. Para mí, un hombre cargado de soledad disfrazada de éxito. Y hoy, esta vida me lanza un golpe del que no esperaba recuperarme.La noticia llegó en forma de un papel con letras que se resbalaban entre mis dedos. Un diagnóstico médico que no deja espacio para el error ni para la esperanza. "Su salud podría deteriorarse en los próximos meses", dijeron. Fue un susurro que se convirtió en tormenta dentro de mi pecho.El médico lo dijo con voz pausada, casi amable, como si intentara suavizar el golpe. Pero para mí, cada palabra era un puñal frío. ¿Cómo podía el hombre que parecía tenerlo todo perder lo má
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