5

Mateo

La noche no tenía intenciones de callarse. Podía sentirla como una respiración pesada, constante, en la nuca. Luna dormía en el sofá con un gesto tranquilo, tan frágil que por un segundo me pareció verla como cuando tenía cinco años y se aferraba a mi brazo porque soñaba con monstruos. Leo había desaparecido al jardín trasero con una copa de vino y esa mirada de artista melancólico que a veces me daban ganas de abofetear. Yo, en cambio, seguía en pie. Siempre en pie. Siempre despierto.

Así es ser el mayor, aunque nacieras solo diez minutos antes.

Me recosté contra la pared, brazos cruzados, repasando por centésima vez la conversación con Leonardo. Ese tipo… hay algo en él que me molesta más allá del traje a medida o su voz de terciopelo afilado. Es el aura. Esa maldita seguridad de quien sabe que tiene el mundo girando en la palma.

Y ahora pretende girar el nuestro también.

Me pasé una mano por el rostro. La barba empezaba a picar, lo que era una buena excusa para mantenerme irritado. No podía sacarme de la cabeza la forma en que Luna lo miró. Como si ya estuviera cayendo en esa trampa de encanto seductor que él maneja como una coreografía. Y Leo… bueno, Leo estaba tan dividido que parecía un cuadro cubista. Había algo que lo atraía en todo esto. Un aire de pertenencia que nunca habíamos tenido.

Y ahí estaba yo, partido entre ser su escudo… o su obstáculo.

—¿No piensas dormir? —La voz suave de Leo me sacó del vórtice mental. Tenía la copa aún en la mano, y una de esas miradas que mezclaban paz con peligro. A veces me olvidaba que era más fuerte de lo que aparentaba.

—No hasta que tú y Luna estén a salvo —respondí sin vueltas.

—Mateo, no estamos en guerra. No todavía.

—No me gusta ese “todavía”.

Se acercó, dejando la copa en la mesa, y se sentó a mi lado. El silencio entre nosotros era cómodo, como el de dos soldados después de una batalla que todavía no admiten haber ganado. Me observó de reojo.

—Sabes que no vamos a tomar una decisión sin ti.

—Lo sé —contesté. Y lo sabía. Pero también sabía que no podía controlarlo todo. Ese era el problema de haber crecido así: siempre con el presentimiento de que algo malo podía pasar, de que debíamos estar alerta, como si fuéramos piezas de porcelana sostenidas por hilos invisibles.

No siempre fuimos tres en la casa.

Antes de que Luna cumpliera seis, había un cuarto plato en la mesa. El de mamá.

La recuerdo corriendo por el pasillo con las manos llenas de pintura, riendo mientras Leo la seguía. Luna apenas balbuceaba y yo era el encargado de no dejar que se cayera mientras intentaba caminar. Y luego, un martes como cualquier otro, mamá no volvió del trabajo.

Nadie nos explicó mucho. Solo que había tomado una mala decisión con las personas equivocadas. Que ya no regresaría. Papá se había ido años antes, y de pronto éramos tres niños solos ante un mundo que no sabía qué hacer con nosotros.

Desde entonces, decidí que si no podía tener el control de lo que pasaba allá afuera, al menos controlaría lo que pasaba con nosotros.

—¿Y si es un error, Leo? —pregunté en voz baja—. ¿Y si todo esto es una trampa disfrazada de oportunidad?

—¿Y si no? —respondió él.

Ese era su talento. Darte la vuelta con una pregunta simple. Maldito soñador.

Suspiré, apretando la mandíbula.

—Si alguien toca un cabello de Luna…

—Lo sabremos antes de que ocurra. Y si no… confío en ti para protegernos.

Sus palabras se quedaron suspendidas, cargadas de más peso del que él mismo entendía.

Confío en ti para protegernos.

A veces, la confianza duele más que la traición. Porque no puedes fallarla.

Me levanté del sillón y caminé hasta la ventana. Afuera, el jardín parecía dormido, pero mis sentidos no. Algo en el aire había cambiado desde que Leonardo apareció. No solo se trataba del matrimonio. Había otra cosa, algo más profundo, más turbio. Y si iba a aceptar esta propuesta, más valía que tuviera reglas claras.

Y una salida.

Escuché a Luna girarse en el sofá y murmurar algo entre sueños. Me acerqué, le acomodé el cabello y la cobija. Tenía ese rostro de porcelana que los hombres miraban demasiado rápido y que yo quería proteger con la misma fiereza con la que un lobo protege a su cría.

¿Arriesgaría eso por un acuerdo con un millonario misterioso?

Quizá sí… si eso nos daba algo que nunca tuvimos: estabilidad.

—Mañana —dije finalmente, girándome hacia Leo—. Mañana hablaremos con él. Pero a nuestra manera. A nuestro ritmo.

Leo asintió. Sabía que, en el fondo, yo ya había tomado una decisión.

No era un sí. Era un tal vez con condiciones.

Un sí si Luna no se ve forzada.

Un sí si Leo puede seguir pintando.

Un sí si yo mantengo el control.

Caminé hacia mi cuarto, aunque sabía que no iba a dormir.

Mi mente ya estaba calculando rutas de escape, preguntas que debía hacerle a Leonardo, formas de desarmarlo sin que lo notara. Porque si íbamos a jugar su juego, entonces debía entender que con nosotros no se juega.

No sin consecuencias.

Y si pensaba que por tener dinero podía comprarnos, entonces era hora de recordarle algo que mamá solía decir:

"Hay cosas que ni el oro puede tocar."

Yo soy una de esas cosas.

Y si va a entrar en nuestra vida, será bajo nuestras reglas. O no entra. Punto.

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