4

Leo

El olor a óleo viejo y polvo me recibió como un abrazo familiar cuando empujé la puerta del viejo taller que había improvisado en uno de los invernaderos abandonados de la villa. Las paredes estaban cubiertas de telas crudas, algunas a medio pintar, otras terminadas y ocultas bajo sábanas manchadas. Aquí dentro, el mundo real se difuminaba, se convertía en pinceladas y suspiros, en rostros que nunca existieron y paisajes que me dolía no poder visitar.

Suspiré.

Llevaba horas masticando el silencio, y aún así… el eco de la propuesta de Leonardo seguía rebotando en mi cabeza como un maldito tambor tribal.

Familia.

Esa palabra tenía filo para mí. Más que cualquier insulto, más que cualquier bofetada del pasado. Porque nunca la había tenido, no realmente.

Luna había sido mi refugio. Mateo, mi roca cuando todo se venía abajo. Pero familia…

Eso era otra cosa. Era pertenecer. Ser visto. No solo tolerado, no solo necesario.

Y ahora ese hombre —con sus trajes que huelen a poder y con esa mirada que me desnuda sin siquiera pestañear— venía a ofrecerme justo eso.

Pero con condiciones.

Con un contrato.

Pintaba una familia, sí. Pero con cláusulas.

Me dejé caer sobre el viejo banco de madera, frente al lienzo blanco que me había estado retando desde hace días. La brocha en mi mano parecía más pesada de lo usual, y no era por el cansancio.

Era por el miedo.

¿Y si digo que sí y termino siendo una pieza más en su colección de arte humano?

El tipo tenía todo para atraparte sin cadenas. Su voz, su aura de maldito misterio, esos ojos entre el pecado y el arrepentimiento.

Pero yo lo veía. A través de su fachada perfecta. Había algo roto en él también. Algo que no sabía aún si quería ayudar a sanar… o evitar a toda costa.

—Joder… —susurré, llevándome la brocha a la frente, manchándome sin querer de azul—. ¿Qué diablos estás haciendo, Leo?

Sentí un movimiento a mi espalda. No era Mateo. No era Luna. Lo sabía porque no hablaron. Porque se detuvieron antes de respirar.

—Si viniste a decirme que soy un idiota por pensarlo, llega tarde. Ya me lo dije yo mismo como quince veces.

Silencio.

Me giré.

Y por supuesto, allí estaba.

Leonardo Santoro. Con esa maldita presencia que parecía llenar todos los espacios, incluso los que uno creía suyos. De pie, al borde del umbral, sin atreverse a cruzar del todo.

—No vine a presionarte —dijo, con voz suave. Como si temiera asustar a un gato salvaje—. Vi la luz encendida y… tenía curiosidad.

—¿Curiosidad o control? —pregunté, alzando una ceja.

Él sonrió. De esas sonrisas que no llegan a los ojos pero que aún así te hacen arder la nuca.

—Curiosidad —repitió—. Aunque no voy a negar que me gusta saber dónde están las personas que me importan.

Boom.

Otra bomba.

Dicha con naturalidad. Como si no acabara de soltar una granada en mi estómago.

—¿Importar? —me reí, pero sonó hueco incluso para mí—. No me conoces, Santoro. Apenas si sabes mi nombre. ¿Cuántas personas “te importan” por semana?

Sus ojos no se movieron ni un milímetro. Estaba firme, firme como una maldita estatua tallada en granito y secretos.

—Te he observado, Leo. En estas pocas horas, he visto más verdad en tus ojos que en cien reuniones con inversores. He visto cómo cuidas a tu hermana. Cómo soportas la rabia muda de tu hermano. Cómo hablas con tus pinturas cuando crees que nadie escucha.

Mi boca se abrió, pero no dije nada.

Porque esa última frase me atravesó.

—No me sigas, Santoro —susurré, y esta vez mi voz sí tembló—. No quiero ser parte de tu puta galería emocional.

—No quiero colgarte en la pared, Leo —dijo, dando un paso al frente—. Quiero saber si pintarías algo conmigo.

Me eché hacia atrás como si me hubiera tocado. Como si esas palabras hubieran sido manos. Pero no retrocedí más.

—¿Sabes por qué pinto? —le pregunté, de pronto, sin pensarlo. Lo miré de frente, desafiando la quemadura de su atención—. Porque cuando era niño, no tenía nada más. Cuando mamá nos dejaba solos, cuando papá se iba días enteros... la única forma de sobrevivir era inventarme otro mundo. Uno donde los colores no dolían. Uno donde podía crear algo hermoso en medio del desastre.

Leonardo me escuchó. No interrumpió. No movió un músculo.

—Una vez… —seguí, con la garganta cerrándose lentamente—, pinté una puerta. Grande. Roja. Con luz saliendo por debajo. Mateo la rompió a patadas. Dijo que no quería que me creyera la mentira de que podía salir de esa casa. De que podía escapar. Pero yo… yo todavía creo que esa puerta existe.

Mis dedos apretaron la brocha.

—Así que no me hables de pertenencia si no estás dispuesto a dejarme mantener mi maldita puerta abierta. Porque el día que me encierres, Santoro, voy a odiarte con cada trazo de mi alma.

La tensión entre nosotros era densa. Insoportable.

Y, sin embargo, ahí estaba.

Esa jodida electricidad.

Ese deseo que se filtraba como humedad por debajo de toda la rabia y el miedo.

Leonardo dio un paso más. Estaba frente a mí. Casi tocándome. Su voz bajó como una caricia:

—No quiero cerrarte ninguna puerta, Leo. Quiero que me dejes entrar.

Mi pecho se apretó.

Y por un segundo… solo por un segundo… me imaginé dejando que lo hiciera.

Que atravesara esa entrada imaginaria.

Que caminara por mis pasillos internos sin arrancar mis cuadros del alma.

—Vete —dije, bajito, porque si hablaba más fuerte, iba a quebrarme—. Antes de que no quiera que te vayas.

Leonardo no se movió. Pero tampoco insistió. Solo asintió, una vez, y luego giró sobre sus talones.

Cuando desapareció por la puerta, mi respiración volvió. Tosca. Dolorosa. Como si hubiera estado aguantando el aire desde que lo vi.

Miré el lienzo.

Y, por primera vez en días, supe exactamente qué pintar.

Dos horas más tarde, cuando regresé a la habitación compartida, Luna dormía. Su cabello cubría parte de su cara y su cuerpo estaba hecho un ovillo de protección. Mateo estaba despierto, recostado contra la pared, con su celular entre los dedos pero la mirada perdida en el techo.

Me acerqué en silencio y me senté junto a él.

—Tenemos que hablar —dije, sin rodeos.

Mateo giró la cabeza hacia mí. Su ceño estaba fruncido.

—¿Ya te compró el millonario?

—No. Pero me ofreció algo que nunca nadie nos ha dado: una opción.

Mateo se enderezó.

—¿Y confías en eso?

—No. Pero quiero entenderlo. Hablarlo. Decidirlo juntos. Por primera vez… quiero que decidamos algo sin que el mundo lo haga por nosotros.

Luna se removió entre las sábanas y sus ojos se entreabrieron.

—¿Estás diciendo que… considerarías quedarte?

Asentí.

—Si ustedes están conmigo. Si esto no es una trampa. Si todavía hay una puerta abierta.

El silencio que siguió no fue de juicio. Fue de algo más denso.

Esperanza.

Y miedo.

Mateo resopló, pero su voz sonó más cansada que enojada.

—Mañana. Hablamos con calma. Los tres. Como siempre.

Me recosté junto a ellos, sin tocar, pero cerca.

Por primera vez en mucho tiempo, no tenía frío.

Porque tal vez, solo tal vez…

La familia no siempre era la que te tocaba.

Sino la que te atrevías a construir.

Y yo…

Estaba listo para construir.

Aunque me costara el alma.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP