TRES CORAZONES, UN DESTINO
TRES CORAZONES, UN DESTINO
Por: ROWAN S.
1

LEONARDO

El mundo se me desploma y, al mismo tiempo, sigue girando sin pedir permiso. Esa es la ironía cruel de la vida cuando tienes el poder en tus manos: puedes controlar casi todo, menos lo que late bajo tu piel.

Mi nombre es Leonardo Santoro. Para la mayoría, un magnate frío, implacable y dueño de un imperio que abarca desde los rascacielos de Nueva York hasta las viñas de la Toscana. Para mí, un hombre cargado de soledad disfrazada de éxito. Y hoy, esta vida me lanza un golpe del que no esperaba recuperarme.

La noticia llegó en forma de un papel con letras que se resbalaban entre mis dedos. Un diagnóstico médico que no deja espacio para el error ni para la esperanza. "Su salud podría deteriorarse en los próximos meses", dijeron. Fue un susurro que se convirtió en tormenta dentro de mi pecho.

El médico lo dijo con voz pausada, casi amable, como si intentara suavizar el golpe. Pero para mí, cada palabra era un puñal frío. ¿Cómo podía el hombre que parecía tenerlo todo perder lo más elemental? La posibilidad real de no dejar un legado me hacía sentir más vulnerable que nunca.

Llevé las manos a la cabeza, intentando apaciguar el vértigo que se desataba en mi mente. ¿Qué quedaba cuando el poder no era suficiente para comprar tiempo? ¿Cuando la fortuna se convierte en una cuenta regresiva? La respuesta era aterradora y clara: necesitaba una familia, y rápido.

No una familia cualquiera, sino una que pudiera sostener el apellido Santoro, proteger mis secretos y mantener vivo el imperio cuando yo no estuviera. No podía permitirme el lujo de dejar todo en manos del destino o de desconocidos. El Santoro debía continuar, y ese peso ahora era mío, en una batalla que no podía ganar solo.

Soy un hombre acostumbrado a tener el control absoluto, a manejar las piezas del tablero con precisión quirúrgica. Pero esta vez, debía ceder parte de ese control a una idea que me revolvía el estómago: un matrimonio por conveniencia. Un contrato frío y calculado para cubrir una necesidad urgente, disfrazado de unión legítima.

Pensé en las mujeres que conocía, en las alianzas que podrían interesarme, pero ninguna parecía encajar con lo que necesitaba. No buscaba amor, ni siquiera compañía. Solo alguien dispuesto a formar una familia conmigo, a crear un frente unido que el mundo respetara y temiera.

Fue entonces cuando se me ocurrió la idea que podría parecer descabellada para cualquiera, pero no para mí. Y si no fuera una sola persona, ¿y si fueran tres? Tres personas que compartieran un vínculo inquebrantable, una familia ya formada que pudiera convertirse en mi ancla. Trillizos. Tres corazones latiendo al unísono, un vínculo tan fuerte que ni siquiera mi frío control podría romper.

La posibilidad me intrigaba y aterraba a partes iguales. ¿Podría ese experimento funcionar? ¿Podrían esos tres desconocidos llenar un vacío que ni el dinero ni el poder habían logrado tocar? La pregunta me quemaba por dentro, y aunque la respuesta aún estaba oculta en la penumbra, mi decisión ya estaba tomada.

Abrí la ventana de mi despacho, dejando que el aire frío de la ciudad chocara contra mi rostro. Afuera, la ciudad seguía su ritmo frenético, indiferente a la tormenta que se desataba dentro de mí. Pero yo no podía permitirme esa indiferencia. No esta vez.

En el silencio que siguió, me prometí una cosa: no importa lo que costara, encontraría a esa familia. A esos tres. Y si era necesario, rompería todas mis reglas para que el apellido Santoro siguiera brillando.

La búsqueda comenzaba ahora. Y yo estaba listo para jugar mi última carta.

—No hay marcha atrás —me susurré, con una mezcla de desafío y miedo—. Esta vez, el juego es personal.

Y mientras la ciudad dormía bajo un manto de luces, yo ya estaba trazando el plan que cambiaría mi vida para siempre.

Las semanas siguientes fueron una mezcla agotadora de reuniones y búsquedas. Cada contacto era una pieza más en el rompecabezas que intentaba armar, pero ninguno parecía encajar en la imagen que tenía en mente. No podía permitirme el lujo de fallar.

Mi asistente, Marta, me miraba con una mezcla de preocupación y admiración. Sabía que esta misión no era como las otras. El reloj no estaba de mi lado. Al fin y al cabo, el tiempo es un lujo que ni el dinero puede comprar.

Una tarde, mientras revisaba unos informes en la oficina, Marta entró con un expediente bajo el brazo.

—Señor Santoro, encontré algo que podría interesarle —dijo, entregándome unas fotos y documentos.

Eran imágenes de tres jóvenes, prácticamente idénticos, con una sonrisa que irradiaba una mezcla de complicidad y rebeldía. Trillizos, según indicaba el archivo.

No eran parte de ninguna familia adinerada ni tenían apellido reconocido, pero algo en sus miradas me llamó la atención: fuerza, independencia, un lazo invisible que sólo los hermanos pueden entender.

Decidí actuar rápido. No podía permitirme dejar escapar una oportunidad, aunque viniera envuelta en incertidumbre.

Una llamada, un encuentro reservado en un elegante café de la ciudad. La primera vez que los vi juntos fue como observar a un solo ser con tres almas diferentes. Y aunque mi instinto me decía que estaba jugando con fuego, también me decía que era lo que necesitaba.

La reunión fue tensa, llena de miradas desconfiadas y silencios incómodos. Les expliqué mi situación con la franqueza que me caracteriza, sin adornos ni falsas promesas.

—No busco amor —les dije—. Busco una familia que pueda sostener este nombre cuando yo ya no esté. Una alianza que nos proteja a todos.

Las palabras cayeron como piedras en el lago tranquilo de sus vidas. Podía ver el choque de emociones en sus rostros: incredulidad, miedo, desafío.

—¿Y por qué nosotros? —preguntó la voz firme del que parecía el mayor, aunque todos compartían esa energía magnética.

—Porque ustedes tienen algo que yo no —respondí—. Unión. Fuerza. Y porque, como yo, están acostumbrados a luchar.

En ese instante, comprendí que no se trataba solo de encontrar una familia. Se trataba de encontrar un hogar, un lugar donde los tres pudieran sentir que pertenecen, a pesar de mi naturaleza implacable.

La tensión entre nosotros era palpable, una cuerda tensada al máximo, lista para romperse o para sostener un peso insospechado.

Salí de ese encuentro con más preguntas que respuestas, pero también con una determinación renovada. Esta vez, no podía permitirme el lujo de fallar.

Volví a mi despacho y me senté frente a la ventana, mirando la ciudad que seguía su ritmo indiferente.

Sabía que mi mundo estaba a punto de cambiar, y que esa familia de tres sería la pieza clave para que el legado Santoro no muriera conmigo.

Por primera vez en mucho tiempo, sentí un atisbo de esperanza.

Y eso me asustaba más que cualquier diagnóstico.

—El juego comienza ahora —me dije—. Y no hay lugar para el error.

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