Mateo
La luz azulada de mi portátil iluminaba mi rostro en la penumbra de mi habitación. Eran las tres de la madrugada y mis ojos ardían, pero no podía detenerme. Llevaba semanas recopilando información sobre Leonardo Santoro, pieza por pieza, como un rompecabezas que se negaba a mostrarme su imagen completa.
—Tiene que haber algo —murmuré, frotándome los ojos mientras revisaba otro artículo financiero.
Mi obsesión había comenzado como una simple curiosidad. ¿Quién era realmente el hombre que había entrado en nuestras vidas con la sutileza de un huracán? Pero conforme pasaban los días y veía a Luna cada vez más envuelta en su telaraña, la curiosidad se transformó en algo más oscuro, más visceral.
En la pantalla, las empresas Santoro aparecían como un laberinto corporativo impecable. Demasiado impecable. Nadie construye un imperio así sin mancharse las manos.
Mi teléfono vibró. Era un mensaje de mi contacto en el departamento de registros públicos.
"Te envié lo que pediste. No vuelvas