El silencio, cuando se impone en una casa tan grande como esta, suena más fuerte que cualquier tormenta. Mis pasos resonaban contra el mármol mientras caminaba hacia el salón principal, donde todo estaba perfectamente dispuesto: la luz cálida de los candelabros, el fuego encendido en la chimenea, y una mesa larga con tres copas de vino aún sin llenar.
Parecía una escena de película, una de esas donde el villano sonríe desde la sombra antes de ofrecer un trato que nadie en su sano juicio debería aceptar. Y, sin embargo, yo no me sentía un villano. Me sentía... desesperado.
La vida, con toda su ironía, me había puesto contra las cuerdas. El apellido Santoro era sinónimo de poder, legado, dinero sucio blanqueado con caridad y discursos elegantes. Pero los cimientos que sostenían ese imperio se desmoronaban, uno a uno, si no hacía algo rápido. Algo drástico.
Y entonces los vi.
Los tres.
Luna entró primero, con el rostro tenso, los brazos cruzados como un escudo invisible. Su mirada era la de alguien que no confía ni en su sombra, y menos en la de un hombre como yo. Mateo le seguía, más callado, más contenido, pero con una curiosidad que le chispeaba en los ojos. Y Leo… Leo parecía hecho para este mundo. Vestía como si hubiera nacido en él, se movía con seguridad, y aún así, había una tensión en sus hombros, como si cargar con los suyos le hubiera dejado cicatrices invisibles.
Los invité a sentarse. No lo hicieron de inmediato.
—Gracias por venir —dije, manteniéndome de pie frente a ellos. Siempre he sabido que en los primeros segundos, la postura lo es todo.
Luna alzó una ceja. —No nos diste muchas opciones.
Ah. La voz de la loba. Sabía que sería ella la más difícil de persuadir.
—Podrían haber ignorado la invitación. —Me permití una pequeña sonrisa, sin rastro de burla. Solo sinceridad. Algo que no se me daba tan bien como aparentar.
Leo fue el primero en ceder, tomando asiento con una tranquilidad que solo puede fingirse bien cuando se ha vivido en caos. Mateo lo imitó. Luna se quedó de pie unos segundos más, desafiándome con la mirada antes de sentarse al lado de sus hermanos.
Perfecto.
—Lo que les voy a proponer es inusual —comencé, clavando la mirada en cada uno de ellos, uno por uno—. Y no espero que lo acepten sin reservas. Pero es urgente. Y no tengo tiempo para rodeos.
Tomé aire. Esta era la parte en la que la mayoría de la gente se habría ido ya.
—Necesito formar una familia. Oficial. Legal. Que sea visible, respetada… sólida.
Silencio.
Mateo fue el primero en fruncir el ceño. Leo apretó la mandíbula. Y Luna… bueno, ella se echó hacia atrás, como si acabara de escuchar una obscenidad.
—¿Una familia? —repitió ella, con un deje sarcástico en la voz—. ¿Y qué se supone que tiene que ver eso con nosotros?
—Todo —dije. Me acerqué un paso más, como si eso pudiera acortar el abismo que nos separaba—. Porque no quiero una familia convencional. No quiero un matrimonio por amor ni una pantalla vacía. Quiero algo real… dentro de lo que nuestras condiciones permitan.
Luna rió sin humor. —¿Real? ¿Como una boda por contrato?
—Sí. —No mentiría. No tenía sentido hacerlo—. Una unión contractual con uno de ustedes. Pero no se trata solo de un papel.
Pausa.
—Los necesito a los tres.
Las palabras cayeron pesadas, cargadas de todo lo que no estaba diciendo.
Mateo abrió los ojos como platos. Leo entrecerró los suyos. Y Luna, claro, explotó.
—¿Qué demonios estás diciendo? ¿Quieres casarte con uno de nosotros y llevarnos a los tres como si fuéramos… ¿qué? ¿Un pack de familia feliz?
—No quiero usar a nadie, Luna. —Dije su nombre despacio, con respeto. Porque aunque era la más hostil, también era la que más admiraba—. Pero el apellido Santoro ya no se sostiene solo. Mis enemigos me vigilan. Las instituciones me exigen estabilidad. Necesito proteger lo que construí. Y quiero hacerlo junto a personas que sepan lo que es luchar.
Los observé. Había fuego en sus miradas. Orgullo. Miedo. Y algo más.
—¿Y por qué nosotros? —preguntó Leo al fin, su tono seco—. Podrías tener a quien quisieras.
—No quiero a cualquiera. Quiero a quienes no me deben nada. Quienes me cuestionen, me reten. Quiero una familia que no se arrodille ante mi apellido. Quiero algo real, aunque esté hecho de piezas rotas.
Silencio otra vez.
El tipo de silencio que vibra. Que muerde.
Mateo se removió, incómodo. —Esto es demasiado... raro.
—No los culpo por pensarlo. Pero no soy un monstruo, aunque a veces me comporté como uno. —Me senté, por fin, al otro lado de la mesa—. No estoy pidiendo amor. Solo lealtad. Y, a cambio, tendrán seguridad. Libertad. Una vida sin deudas ni huida constante.
—¿Y cuál de nosotros? —preguntó Leo.
—Eso lo decidirán ustedes. Yo no forzaré nada. —Los miré con calma—. Pero la condición es que estén todos en mi vida. No quiero dividirlos. Ni convertirlos en parte de un juego sucio.
Los ojos de Luna se fijaron en los míos. Desconfiada. Intensa. Hermosa.
—Parece que ya lo tienes todo planeado —dijo con desdén.
—No. Solo tengo urgencia. Y una oferta.
El clímax se acercaba. Podía sentirlo. La tensión vibraba entre nosotros como una cuerda estirada al máximo.
Me puse de pie, y caminé hacia la ventana. La noche se derramaba sobre la ciudad como tinta. Cuando hablé de nuevo, lo hice con la voz más honesta que pude sacar de dentro.
—Perdí todo lo que una vez quise proteger. Familia, confianza, paz. Esta es mi última oportunidad de recuperar algo parecido. No les pido que me salven. Solo que me den una posibilidad de no hundirme solo.
Silencio. Otra vez.
Pero esta vez, era distinto.
Luna me miraba como si no supiera si dispararme o abrazarme.
Mateo tenía los labios apretados, procesando.
Y Leo... Leo parecía a punto de decir algo, pero se lo tragó.
—No espero una respuesta ahora —dije finalmente, recuperando la compostura—. Pero no tengo tiempo eterno. Tres días. Es todo lo que puedo darles. Después, esta puerta se cierra.
Me fui sin mirar atrás. Porque si lo hacía, temía que mi fachada se resquebrajara. Porque, por primera vez en años, me había quitado la máscara. Y me sentía... vulnerable.
Vulnerable y peligroso.
Porque si decían que sí, el mundo no volvería a ser el mismo.
Y si decían que no... tampoco.
El sonido de mis propios pasos alejándose resonó más fuerte que cualquier respuesta que ellos pudieran haberme dado en ese momento. Pero no necesitaba que hablaran aún. No ahora. No con palabras.
Ya había visto suficiente en sus ojos.
Crucé el pasillo principal de la villa con el pecho ardiendo. No era rabia. Era... algo parecido al miedo. Esa emoción rasposa que te sacude cuando te expones demasiado. Cuando muestras la piel sin armadura y esperas que no la muerdan.
Me detuve a medio camino de la escalera. Apoyé una mano contra la pared fría de piedra y respiré hondo. No sabía si había hecho bien al revelar tanto. Al dejar tan claro lo mucho que los necesitaba. Porque lo necesitaba. No solo por el apellido, ni por la presión de los buitres financieros que querían devorar los restos de mi legado… sino porque en ellos, en esos tres jóvenes de ojos fieros y pasados rotos, vi algo que no había sentido en años.
Verdad.
Giré sobre mis talones y regresé al salón. No podía dejarlo así. No podía salir como un cobarde que lanza la bomba y huye del humo.
Cuando crucé de nuevo el umbral, Luna estaba de pie. Caminaba de un lado a otro como un animal acorralado. Leo tenía los brazos cruzados, la mirada clavada en las llamas de la chimenea. Y Mateo se servía una copa de vino, aunque dudaba que fuera por gusto. Más bien parecía que necesitaba algo que le ayudara a procesar lo que acababa de escuchar.
—No quiero interrumpir su digestión emocional —dije con una media sonrisa—, pero me pareció injusto dejarles con tanto silencio.
Luna se giró hacia mí como un látigo.
—¿Y qué más quieres decirnos? ¿Que además del matrimonio y el contrato, tenemos que sonreír en las fotos y pretender que no somos tres personas criadas en la miseria mientras tú vives rodeado de mármol?
—No —respondí con calma, sin apartar la mirada de ella, aunque dolía—. Quiero que sean ustedes mismos. No estoy buscando actores. Estoy buscando... pilares.
Mateo bufó, alzando la copa.
—¿Y cuál sería nuestro papel en esta “familia” tuya, exactamente?
—Lo que ustedes quieran construir conmigo. Lo que podamos negociar. No soy un dictador. Ya no.
Leo habló por primera vez desde que volví a entrar.
—Y si decimos que no.
La pregunta flotó en el aire, cortante. Un desafío y una advertencia.
—Entonces no insistiré. —Me encogí de hombros, aunque cada palabra me pesaba—. Pero sabrán que tuvieron una oportunidad de cambiar el curso de sus vidas, y la dejaron pasar. No por miedo. No por orgullo. Sino por no querer arriesgarse a algo distinto.
Luna dio un paso hacia mí. Estaba cerca. Peligrosamente cerca. Sus ojos eran llamas azules, frías como el acero y ardientes como el sol. Su voz, cuando habló, fue apenas un susurro.
—¿Qué pasa si uno de nosotros acepta, y los otros dos no?
Tragué saliva. Lo había pensado, claro. Pero decirlo en voz alta… eso era otra cosa.
—Entonces no funcionará. El trato es con los tres. No por obligación. Sino porque lo que quiero construir necesita equilibrio. Si alguno de ustedes falta, el resto se derrumba.
Ella frunció el ceño. Su mandíbula marcada tembló ligeramente, como si estuviera conteniéndose. Quizá de golpearme. Quizá de decir algo que no quería que escapara.
—Nunca vas a tenernos a los tres. Somos demasiado distintos. Demasiado rotos.
—Justo por eso los quiero —dije—. Porque la gente rota sabe cómo reconstruirse. Y a veces, reconstruyen mejor que los que nunca han perdido nada.
Leo me miró. No hablaba, pero sus ojos decían mucho más que cualquier discurso. Desconfianza. Intriga. Y algo que aún no lograba descifrar. ¿Era lástima? ¿O era conexión?
Mateo se acercó, apoyó los codos en la mesa y me miró directamente.
—¿Te estás enamorando de alguno de nosotros?
La pregunta me golpeó con fuerza. No por inesperada, sino porque no sabía si tenía una respuesta.
—No. —Pausa. Respiración profunda—. Pero podría.
Y fue entonces cuando todo se congeló por un instante.
El fuego pareció apagarse. Las copas se detuvieron en el aire. Las miradas se clavaron en mí con una intensidad insoportable.
Me acerqué al respaldo de una silla vacía y lo tomé entre las manos.
—Nunca he sido bueno amando. He querido, claro. A mi manera. Posesiva. Orgullosa. Pero esto… esto sería distinto. No me interesa dominar. Me interesa compartir. Y aunque suene jodidamente contradictorio viniendo de mí, quiero que estén porque quieren estar. No porque lo necesiten.
Luna tragó saliva. Vi cómo sus dedos temblaban, y eso me dijo más de lo que sus labios se atrevían a pronunciar.
Leo se giró hacia ella y luego a Mateo. Como si en esa mirada entre hermanos estuvieran tomando una decisión muda, secreta, peligrosa.
Pero aún no era el momento. Aún no iban a hablar.
Así que me permití lo que nunca antes había hecho: mostrar más que palabras.
Me quité el anillo Santoro del dedo. El sello de la familia. El que mi padre me obligó a llevar incluso en las noches más oscuras de sangre y traición. Lo dejé sobre la mesa, con un golpe seco.
—Esto representa todo lo que he sido. —Los miré, con el corazón latiendo como un tambor roto—. Pero también todo lo que ya no quiero ser.
Un segundo.
Dos.
Nadie tocó el anillo. Nadie habló.
Perfecto.
Me incliné hacia ellos, mis palabras ahora más suaves. Más íntimas.
—Tienen tres días. No responderé más preguntas hasta entonces. No trataré de convencerlos. Pero si deciden quedarse, sabrán que esta casa, esta vida... ya no será solo mía. Será nuestra.
Me enderecé.
Me obligué a sonreír.
—Piénsenlo. Porque no solo están eligiendo un contrato. Están eligiendo reescribir sus historias.
Me giré y me marché por segunda vez, esta vez sin dudar. Pero en mi pecho... el incendio ya estaba fuera de control.
Porque sabía que, pasara lo que pasara, nada volvería a ser igual.
Y porque una parte de mí, una muy jodidamente humana, deseaba que dijeran que sí.
No por el apellido.
Por Leonardo Santoro.
El hombre que, por primera vez, estaba pidiendo algo sin exigirlo.