Leo
El portón de hierro forjado se abrió ante nosotros como las fauces de un animal mitológico. Apreté mi mochila contra el pecho mientras el auto avanzaba por el camino de grava perfectamente rastrillada. A mi lado, Luna mantenía la mirada fija en la ventanilla, sus dedos tamborileando nerviosamente sobre su rodilla. Mateo, en cambio, parecía haberse quedado sin palabras por primera vez en su vida.
—Bienvenidos a Villa Santoro —anunció el chofer con voz monótona.
La mansión emergió ante nosotros como una aparición: tres pisos de piedra clara y cristal, rodeada por jardines que parecían sacados de un cuento. Tragué saliva. Este sería nuestro hogar ahora. Un hogar que no reconocía.
—Es... imponente —murmuró Luna, rompiendo nuestro silencio colectivo.
—Es ridículamente grande —respondí, incapaz de contenerme—. ¿Quién necesita tanto espacio?
Mateo me dio un codazo. —Compórtate, Leo. Recuerda por qué estamos aquí.
Claro que lo recordaba. El contrato, la firma, el acuerdo. Luna se casaría