Leonardo
El cristal del vaso se quebró entre mis dedos. No fue por la presión de mi mano, sino por el impacto de la bala que rozó el borde antes de incrustarse en la pared detrás de mí. El whisky se derramó sobre mi camisa mientras me lanzaba al suelo, buscando cobertura detrás del sofá de mi despacho.
Tres disparos más atravesaron el ventanal. Los fragmentos de vidrio llovieron sobre la alfombra persa que había comprado en Dubai el año pasado. Qué ironía. Siempre pensé que moriría en una sala de juntas, no en mi propio santuario.
—¡Leonardo! —La voz de Ramírez, mi jefe de seguridad, sonó desde el pasillo—. ¡Quédese abajo!
Pero algo no encajaba. El tirador había disparado desde un ángulo imposible para alguien que no conociera el edificio. Las cámaras de seguridad. Los protocolos. Las rutas de escape.
Traición.
Me arrastré hacia el escritorio, donde guardaba una pequeña pistola. Nunca había tenido que usarla, pero siempre supe que este día podría llegar. El imperio Santoro tenía demas