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LUNA

Nos llaman trillizos, pero somos mucho más que eso. Somos tres almas atadas por un vínculo que ni la distancia, ni el tiempo, ni los problemas pueden romper. Leo, Mateo y yo —Luna— somos un equipo desde el primer latido de nuestro corazón. Sin embargo, aunque compartimos ADN, nuestras personalidades son un mundo aparte. Y créeme, esa mezcla explosiva da para mucho.

Yo siempre he sido la rebelde, la independiente. La que lucha por su libertad con uñas y dientes. No me gusta que nadie me diga qué hacer, y menos si lleva traje y viene con una sonrisa perfecta. Trabajo duro, me las arreglo sola, y no pienso rendir ni un centímetro de mi espacio a nadie. Eso incluye a mis hermanos, que aunque los quiero con locura, siempre tratan de protegerme demasiado, como si fuera frágil.

Leo, el mayor según el registro, es el más serio, el que lleva la cabeza fría incluso en las peores tormentas. Su ambición y control son casi tan intensos como su silencio cuando algo lo perturba. Mateo, en cambio, es el corazón de los tres, un volcán de emociones que lucha con su propio fuego interno, pero que siempre está ahí para sostenernos.

A veces, nuestra vida parece una batalla campal entre estas fuerzas opuestas, pero al final, cuando la noche cae y las luces de la ciudad parpadean en la distancia, sabemos que no hay nada que pueda separarnos.

Esa seguridad se resquebrajó el día que recibimos la invitación.

Todo comenzó con un sobre elegante, sin remitente, pero con un sello que nos hizo alzar las cejas: el apellido Santoro. Leo fue el primero en abrirlo, con esa mezcla de desconfianza y curiosidad que lo caracteriza.

—¿Santoro? —murmuró, mirándome—. ¿No es ese el nombre del tipo millonario que anda por ahí buscando ‘familia’?

—¿Familia? —pregunté, arqueando una ceja—. ¿Quién busca familia y manda sobres así, sin presentarse?

Mateo soltó una risa amarga, cruzando los brazos.

—Conociendo a esos tipos, seguro es una trampa.

No pude evitar asentir. Nuestra vida nos había enseñado a no confiar en los que vienen con promesas brillantes y agendas ocultas. Pero había algo más en el fondo de ese sobre: una invitación para conocernos en persona. Para hablar. Para negociar.

Me resistí a la idea desde el primer momento. ¿Qué quería un millonario con nosotros? ¿Una familia de conveniencia? ¿Jugarnos como piezas en su tablero de poder? No, gracias. No íbamos a ser marionetas ni a romper el único lazo que nos mantenía fuertes.

Pero ellos tenían el dinero, el poder y, sobre todo, el control del juego. Y nosotros... sólo teníamos nuestra unión, nuestra verdad, y el orgullo de ser libres.

La noche antes de la reunión, nos sentamos los tres en la pequeña terraza que compartíamos en el apartamento que habíamos conseguido tras años de esfuerzo. Las luces de la ciudad iluminaban nuestros rostros, pero era la sombra de la incertidumbre la que realmente brillaba en nuestros ojos.

—No sé si esto es buena idea —dije, rompiendo el silencio—. Podría ser un error, y no podemos permitirnos uno.

Leo me miró con esa calma que siempre me desarma.

—Si no lo intentamos, nunca sabremos qué podría pasar.

Mateo, siempre el más optimista, sonrió.

—Además, ¿qué es lo peor que puede pasar? Que nos digan que no. Ya lo hemos escuchado antes.

Reí, un poco nerviosa, y me apoyé en sus hombros.

—Siempre juntas, siempre libres —susurré.

—Siempre —respondieron al unísono.

La noche se cerró sobre nosotros con una promesa no dicha, un pacto silencioso de enfrentar lo que viniera. La invitación era una puerta, y aunque no sabía qué había detrás, sentía que estaba a punto de cruzarla.

Y mientras me preparaba para enfrentar ese encuentro, una mezcla de miedo y curiosidad me carcomía por dentro. Porque a veces, para proteger lo que amas, tienes que arriesgarlo todo. Incluso la libertad.

—Que empiece el juego —me dije, con el corazón latiendo al ritmo de un tambor que no conocía, pero que prometía cambiarlo todo.

La noche había caído por completo cuando nos quedamos sentados en esa terraza, el aire fresco rozando mi piel como un recordatorio de que aún estaba viva, aún libre... aunque por cuánto tiempo, eso no lo sabía. Mis pensamientos giraban sin cesar, volvían una y otra vez a ese sobre, a esa invitación, a la sombra del apellido Santoro.

—¿De verdad crees que vale la pena? —preguntó Mateo, con una voz que intentaba sonar segura pero que en el fondo escondía miedo. Siempre había sido el más vulnerable de los tres, aunque intentara disimularlo.

—No sé —respondí con sinceridad—. Pero lo que sí sé es que no podemos dejar que el miedo decida por nosotras.

Leo guardaba silencio, mirando las luces a lo lejos, como si buscara en ellas respuestas que no podía encontrar en su interior. Y eso me asustaba más que cualquier millonario con su “familia urgente”.

—Leo, si entras en ese juego, no serás solo tú quien sufra —le dije, con el corazón apretado—. Somos un equipo, y si uno se cae, nos caemos todos.

Él me miró entonces, con esos ojos oscuros que escondían secretos, con esa expresión que me desarmaba y me hacía querer protegerlo a toda costa.

—Lo sé —murmuró—. Pero esta vez, tal vez sea distinto. Esta vez, puede que necesite más que a ustedes.

Aquellas palabras cayeron como un golpe seco en el silencio de la noche. Porque Leo, el fuerte, el invencible, el que siempre parecía tenerlo todo bajo control, estaba mostrando una grieta. Y aunque quisiera negarlo, sentí que esa grieta podía crecer hasta romperlo.

Mateo puso una mano en mi hombro, buscando anclarme a la realidad.

—¿Y qué piensas hacer, Luna? —preguntó con una mezcla de preocupación y esperanza.

Quise responder con una broma, algo para aliviar la tensión, pero mi voz salió más temblorosa de lo que esperaba.

—Voy a hacer lo que siempre hago: defender nuestra libertad, pase lo que pase.

El día siguiente amaneció frío, pero la incertidumbre era más helada aún. Nos preparamos para la reunión con una mezcla de escepticismo y curiosidad. Nunca imaginé que un millonario pudiera alterar nuestro mundo tan drásticamente, pero ahí estábamos, a punto de enfrentarlo.

Al llegar a la imponente mansión Santoro, sentí cómo mis músculos se tensaban. No era solo el lujo lo que intimidaba, sino la promesa oculta tras esa invitación.

Leo abrió la puerta y saludó con su habitual calma, pero sus ojos tenían un brillo que no había visto antes.

—Vamos a ver qué quieren —dijo, y en su voz había una determinación que me hizo recordar por qué siempre habíamos confiado en él.

El recibimiento fue frío, pero respetuoso. Leonardo Santoro apareció ante nosotros con su porte inconfundible, un hombre hecho a la medida del poder y la riqueza, pero con una mirada que parecía buscar algo más que acuerdos comerciales.

—Bienvenidos —dijo con voz profunda—. Sé que esta invitación les ha tomado por sorpresa, pero creo que podemos ayudarnos mutuamente.

Escuchamos atentamente mientras exponía su situación, la necesidad urgente de formar una familia para asegurar su legado. No era solo un contrato, era una apuesta de vida o muerte, y esperaba que aceptáramos ser parte de ella.

Mi instinto gritaba que algo no encajaba, que detrás de esa fachada había un plan que podía destruirnos. Pero también sentí una chispa, una posibilidad inesperada.

—¿Qué espera de nosotros? —pregunté, cruzando los brazos, decidida a no dejar que me manipulara.

Leonardo sonrió, como si hubiera estado esperando esa resistencia.

—No espero nada que no puedan dar. Solo una oportunidad para demostrar que juntos podemos ser más fuertes.

Esa noche, mientras regresábamos a nuestro apartamento, el peso de la decisión nos aplastaba. La duda, el miedo, la esperanza... una tormenta que no sabía cómo detener.

—¿Crees que podemos confiar en él? —preguntó Mateo.

—No lo sé —respondí sinceramente—. Pero quizás, a veces, la confianza empieza por arriesgar.

Y así, con el corazón dividido entre la protección de nuestra libertad y la intriga de lo desconocido, me quedé mirando las estrellas, preguntándome qué camino nos esperaba.

Porque en este juego de poder, familia y destino, nada es lo que parece. Y la verdadera lucha apenas comenzaba.

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