Luna

El amanecer me sorprendió con sus dedos dorados colándose entre las cortinas de seda de una habitación que no reconocía como mía. Por un instante, la desorientación me invadió hasta que la realidad cayó sobre mí como un balde de agua fría: estaba en la mansión Santoro. Mi nueva casa. Mi nueva vida. Mi nueva jaula.

Me incorporé lentamente, sintiendo el roce de las sábanas de algodón egipcio contra mi piel. Todo en aquella habitación gritaba opulencia: desde el dosel de la cama hasta los muebles de caoba tallados a mano. Leonardo había insistido en que eligiera la habitación que más me gustara, exceptuando la suya, por supuesto. Como si aquello fuera un gesto de generosidad y no otra forma de marcar territorio.

—Buenos días, señora Santoro —la voz de Marta, el ama de llaves, me sobresaltó. No la había oído entrar—. El señor la espera para desayunar en treinta minutos. ¿Desea que le prepare el baño?

Señora Santoro. Aún no me acostumbraba a ese nombre.

—Puedo hacerlo yo misma, gracia