La misma noche
Londres
Matthew
Más allá de eclipsarnos con una mirada correspondida, de ese primer contacto que nos sacude sin avisar, hay algo más profundo que nos mueve: la necesidad de saber quién es la persona que nos atrapa. No basta con el cuerpo, ni con la química, ni siquiera con el deseo compartido. Queremos nombre, historia, contexto. Una forma de afirmarnos, de controlar lo que sentimos, de entender si es real o si solo es otra ilusión más disfrazada de conexión.
Tal vez sea una manía. Tal vez es solo eso: control. Una forma de no sentirnos vulnerables. Porque estar perdido en otro sin saber quién es, sin tener siquiera un punto de referencia, nos desarma. Y eso no nos gusta. Pero para algunos, eso es lo fascinante. El misterio. El enigma. Esa emoción cruda que provoca no saber del todo con quién estás.
Pero a mí no me gustaba. No me gustaba no saber, no tener el control, no poder atar cada cabo suelto. Había construido toda mi carrera —toda mi vida— sobre certezas, sobre verdades que podía demostrar, documentar, sellar. Y sin embargo, ahí estaba yo, atrapado en el centro de un laberinto donde la única salida era ella... y ni siquiera sabía su nombre.
Lo paradójico era que ese lugar, esa mansión de secretos, se regía por el anonimato. Aquí, lo prohibido se disfrazaba de ritual, lo oculto se volvía ley. Y aun así, para mí, el misterio dejó de ser un incentivo y se transformó en una maldición. Porque cuanto menos sabía de ella, más la necesitaba. Y cuanto más la necesitaba, más lejos estaba de pensar con claridad.
Después de aquella primera noche, nada volvió a ser igual. Mi respiración aún era irregular. El sudor me cubría la espalda mientras yacíamos en silencio, su cuerpo y el mío entrelazados. La observaba de perfil, con su cabello pegado al cuello, con esos ojos negros aún encendidos. No sabía qué cruzaba por su mente, pero lo sentía en su piel… ese temblor que no era solo físico.
Ella sonrió. No fue una sonrisa dulce. Fue la sonrisa de quien sabe exactamente cuánto poder tiene.
—No le quites lo divertido al encuentro —dijo con voz baja, casi perezosa—. No necesitamos nombres para seguir divirtiéndonos.
Me reincorporé lentamente, saliendo de ella con cuidado, sentándome al borde de la cama. Aún me ardía la piel donde sus uñas habían dejado marcas.
—Prefiero saberlo —dije, sin mirarla—. Ponerle un nombre a tu rostro.
Ella se echó hacia atrás, riendo suave, con esa risa peligrosa que me desarmaba.
—¡Diablos! No soy una criminal —bromeó—. No vas a encontrar nada turbio de mí si revisas los registros de la policía. Cumplo la ley al pie de la letra. Bueno… —hizo una pausa mientras me lanzaba una mirada cómplice— tal vez no siempre. Esta adicción por venir a la mansión no figura como delito…
—No se trata de eso —respondí, girándome para buscar su mirada—. No es que crea que escondes algo ilegal… es solo que...
Me detuve. No sabía cómo explicarlo sin sonar débil.
—Detestas no saber con quién te acuestas —dijo ella, completando mi pensamiento, como si lo leyera—. Pero también dijiste que el misterio lo hacía más excitante, que no querías compromisos.
—No contigo —dije sin pensarlo, en un susurro ronco, como si confesara algo indebido.
Ella entrecerró los ojos. Por un instante, algo titiló en su expresión. ¿Sorpresa? ¿Curiosidad? ¿Deseo?
Me acerqué arrastrándome sobre la cama, lento, sin romper el contacto visual. Me arrodillé detrás de ella y la rodeé con mis brazos por la cintura. Mi torso desnudo se pegó a su espalda húmeda. Mi frente tocó su nuca. Respiré su perfume, mezcla de piel, deseo y algo que no podía nombrar.
—Solo dime tu nombre —susurré junto a su oído, con los labios rozando su lóbulo, mi voz más grave que nunca.
Ella permaneció inmóvil por unos segundos. Su pecho subía y bajaba con más fuerza. No respondió con palabras. Solo giró el rostro apenas, dejando que su mejilla rozara la mía.
Entonces, con una sonrisa que era una sentencia, apoyó las manos sobre el colchón, levantó lentamente la cadera y empujó hacia atrás… contra mí.
Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente. Una maldita corriente me recorrió entero.
—Por ahora… no —dijo, con un tono suave pero firme.
Y volvió a empujar su cadera, obligándome a olvidarme de todo. De su nombre. De mi juicio. De mí. Y así volvió a atraparme. Desde entonces sigo deseándola, buscándola cada noche sin tener idea de quién es realmente. Su rostro ya no está cubierto, pero su vida sí. Su nombre es un silencio. Su pasado, una sombra. Y a pesar de todo, sigo volviendo. Como un idiota. Como un hombre al que dejaron fuera del juicio y aun así insiste en dictar sentencia.
Quizá es eso lo que me condena: ese enigma entre lo prohibido y lo irresistible. Ya no me interesa perderme en la lujuria ajena, ni en los cuerpos que se ofrecen tras las máscaras. Ya no vengo por lo que todos buscan. Solo la quiero a ella. Perderme en su piel, ahogarme en su aliento, arrancarle cada gemido con mis manos, con mi boca, con mi cuerpo.
Hoy no es la excepción. Estoy aquí, otra vez, esperándola. Ansioso. Sediento. Observo el salón principal, donde algunos ya han comenzado a desatar sus deseos más oscuros. Cuerpos entrelazados se funden sin inhibiciones, sin pudor, sin nombres. Las máscaras siguen ocultando los rostros, pero no los gemidos, ni las súplicas de placer.
Doy un sorbo a mi whisky. El hielo cruje entre los bordes del vaso, como si también pidiera liberarse. La mansión no es un club. No es un sitio de moda ni un rincón para erotismo elegante o falso. Es un templo. Uno en el que solo entran los dispuestos a dejar el alma en la puerta y ofrecer el cuerpo al pecado.
Me hundo más en el sillón de cuero. Observo, bebo, espero. Frente a mí, una escena arde en carne viva: Una mujer desnuda de rodillas, entregada entre las piernas de otra, que gime y dirige su boca como quien marca el compás de una sinfonía obscena. Un hombre detrás de ellas se toca sin pudor, jadeando en silencio. No hay reglas. No hay moral. Solo deseo. Aquí nadie finge. Aquí todos se devoran.
Y sin embargo… yo no he venido por eso. He venido por ella. Y justo entonces, cuando mi atención amenaza con desvanecerse en el humo y la carne ajena, escucho su voz detrás de mí. Suave. Inevitable.
—¿Buscando inspiración o entreteniéndote con el show? —suena cerca de mi oído, como una caricia peligrosa.
Me giro. Ahí está. Vestida como siempre: de negro, como si la noche la hubiese escogido para llevar su piel. El vestido es apenas una excusa para cubrir su cuerpo. Las aberturas en los costados dejan ver más de lo que esconden. Sus labios están pintados en un rojo salvaje, y sus ojos negros me apuntan como si ya supieran que vine solo por ella.
—Hola —respondo con una media sonrisa—. Solo pasaba el rato… hasta que llegaras. Aunque… comencé a pensar que esta noche no vendrías.
Ella se acerca, lenta, sabiendo que cada paso suyo tiene la fuerza de un hechizo.
—¿Estás reclamando mi ausencia?
—Estoy diciendo que esto… —hago un gesto con el vaso hacia los cuerpos fundiéndose en el rincón— ya no es suficiente si tú no estás.
—Y pensar que esto se trata de anonimato —replica con una sonrisa ladeada—. ¿Te estás encariñando con una máscara?
—Tal vez. Pero es que esta máscara… —la recorro con la mirada, lento, sin pudor— es la única que logra hacerme perder el juicio.
Ella ríe. Una risa breve, seca, peligrosa.
—Cuidado… eso suena a compromiso.
—No te emociones —le murmuro al oído, dejando el vaso de whisky sobre la mesa de mármol—. Solo estoy diciendo que ya no me interesa ver a nadie más ser follado en público. Solo quiero ser yo quien te arranque los gemidos.
Ella se gira despacio. No contesta. No le hace falta. Sus ojos oscuros brillan con una mezcla entre lujuria y poder. Esa mirada me atraviesa, me enciende, me arrastra al infierno sin prometerme cielo. Y yo la sigo. Como un condenado feliz de su sentencia.
Entramos en una habitación sin palabras. La puerta se cierra detrás de nosotros con un susurro grave. La luz es tenue, anaranjada, apenas suficiente para dibujar sombras sobre sus clavículas. Huele a incienso, a sudor viejo, a piel quemada por el deseo.
La arrincono contra la pared sin aviso, con las manos en sus caderas. Mi boca se estrella con la suya. No hay ternura. Hay hambre. Rabia. Urgencia. Nos comemos los labios como si estuviéramos castigándonos por no habernos tenido antes.
Mis manos recorren su cuerpo con la desesperación de quien no quiere olvidar ni un centímetro. Subo por su muslo, lento, hasta encontrarla húmeda. Temblorosa. Lista. Ella gime. Un sonido breve, contenido… pero que me hace perder el control.
—Mierda… —jadeo contra su cuello, mientras mis dedos se deslizan dentro de ella con precisión. Su cuerpo se arquea, se aprieta contra mí como si necesitara más.
Sus uñas me arañan la espalda. Me quita la camisa sin cuidado. Me muerde el pecho. Se deshace del vestido en un segundo, dejando su cuerpo desnudo al calor de la habitación. Me mira con desafío. Con deseo puro.
Y cuando estoy a punto de penetrarla, el sonido agudo del chirrido de una puerta rompe la escena. Ella no se inmuta. No se cubre. No se aleja.
—¿Qué parte de "privado" no entendieron? —lanza con voz firme, letal, sin siquiera voltear la cabeza.
Su tono no deja espacio para dudas. Es una orden disfrazada de seducción.
En el marco de la puerta, una pareja enmascarada nos observa. El hombre, trajeado, se queda estático, con una copa en la mano. La mujer, enfundada en un corsé rojo, sonríe con descaro. Tiene los labios manchados de vino o tal vez de sangre.
—Creí que esto era... compartido —dice ella, arrastrando las palabras como si nos lamiera con la lengua.
No me inmuto. Sigo con las manos en la piel de la mujer que me obsesiona. Nuestros cuerpos pegados, calientes. Mi respiración aún agitada. Su mirada está en la mía. Intensa. Íntima. Y lo sé. No quiero seguir aquí. No con ojos ajenos sobre ella.
Me acerco a su oído. Rozo con mis labios la curva de su mandíbula, y dejo que mi voz salga ronca, baja, cargada de un deseo más profundo que el sexo.
—¿Vendrías conmigo… a otro lugar? —pregunto, pero sus ojos me confunden dejándome en un mar de incertidumbre.